Image: ¿Cuánta verdad necesita el hombre?

Image: ¿Cuánta verdad necesita el hombre?

Letras

¿Cuánta verdad necesita el hombre?

Rüdiger Safranski examina los caminos de Rousseau, Kleist y Nietzsche para enfrentarse a una de las cuestiones fundamentales de la filosofía occidental

7 junio, 2013 02:00

Rüdiger Safranski. Foto: David Sirvent

¿Qué es la verdad? ¿Es posible alcanzar el verdadero conocimiento? ¿Existe siquiera el conocimiento? Estas preguntas sentaron la base de la filosofía, de la necesidad de creer en verdades concretas. Rüdiger Safranski explora en '¿Cuánta verdad necesita el hombre?' (Tusquets) cómo pensadores como Rousseau, Kleist y Nietzsche se enfrentaron a estas cuestiones y a la conciencia humana de ser un sujeto escindido, separado de sí mismo y de la naturaleza. Desde los comienzos, con Sócrates y San Agustín, Safranski nos conduce a la época de los totalitarismos y nos alerta del peligro de que el anhelo metafísico enturbie la vida política.

A continuación pueden leer las primeras páginas de '¿Cuánta verdad necesita el hombre?'.


Desaparecer en el cuadro

La pregunta por la verdad implica una escisión. Un ejemplo: sólo puedo preguntarme «¿quién soy yo?» si aún no me conozco lo suficiente, si mi ser y mi conciencia están desunidos, si, en definitiva, estoy separado de mí mismo. Nietzsche supo atrapar esta paradoja en la frase «Llega a ser el que eres».

Para poder dirigirse a uno mismo la pregunta por la verdad hay que estar «fuera de sí». La propia verdad ha de recibirse desde fuera para, finalmente, hacerse con ella y estar en uno mismo como en casa. Pero la precaria situación de la búsqueda de la verdad comienza en ese «fuera». Estamos separados de nosotros mismos, y lo que nos separa es al conciencia. La conciencia, que no el ser, es la que pregunta por la verdad y, como nos separa, la experimentamos con dolor: la conciencia nos arrebata la inmediata levedad del ser.

De este dolor originario de la conciencia trata el escrito de Kleist sobre las marionetas. Es esencial a la marioneta manejada con maestría que todos sus movimientos estén llenos de «gracia».

En cambio, cuando el hombre se mueve no comparte esta cualidad. La conciencia lo atormenta constantemente. Por eso se dan los remilgos, la torpeza, el espasmo. Kleist:

Semejantes torpezas [...] son inevitables desde que comimos del Árbol de la Ciencia. El paraíso está cerrado con siete llaves y el ángel vigila tras nosotros; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si por la parte de atrás, en algún lugar, ha vuelto a abrirse [...]. Así, cuando el conocimiento haya atravesado un infinito, recuperará la gracia... ¿Tenemos entonces que volver a comer del Árbol de la Ciencia para recobrar el estado de inocencia? En cualquier caso [...], ése es el último capítulo de la historia universal.

Ardua tarea la de retornar al estado de inocencia por medio de la conciencia, ya que ésta no sólo nos separa de nosotros mismos, sino también del «mundo», de la naturaleza y de los otros. Sé demasiado y a la vez demasiado poco de este «mundo».

Sé «demasiado» en la medida en que sé que nos separa una distancia insalvable. Y sé «demasiado poco» en la medida en que aparece ante mí como algo impenetrable, ajeno y hostil.

En un territorio extraño e inquietante es complicado preservar la «inocencia». La inocencia implica desperocupación, pero la amenaza de lo desconocido me alerta.

La «conciencia» no es solamente un modo de conocimiento, es también un modo de libertad. La historia bíblica de la expulsión del paraíso resalta este aspecto emancipador de la conciencia. La fatalidad comienza en el instante en que distingo lo bueno de lo malo y debo optar libremente por uno de los dos. Soy libre del ímpetu coercitivo de la naturaleza y libre para el autodominio. También esto parece indicar una dolorosa separación: al nacer soy traído al mundo, pero a partir de ese momento, con decisión y firmeza, debo, una y otra vez, guiarme yo mismo. La vida nos es dada, y de ahí en adelante sólo podemos conservarla a condición de que nosotros mismos nos encarguemos de ella. Es una empresa llena de riesgos, pero también de innumerables oportunidades, ya que al quedar desligados ingresamos en lo abierto. La tradición filosófica denomina a esta desbordante apertura de oportunidades «trascendencia».

La trascendencia nos lleva muy lejos a la par que nos arroja al destierro. De ahí el esfuerzo por transformar lo lejano e impredecible de nuevo en algo familiar, esfuerzo que perdura desde la época de los mitos hasta la de la televisión.

La trascendencia sueña con un mundo en el que no haya nada que temer, donde una unidad plena nos abrace y proteja como en el vientre materno.

El anhelo de unidad ha marcado el rumbo de la metafísica occidental a lo largo de dos mil años; y ha sido siempre el mismo dolor por la pérdida de la incuestionable unidad con lo vivo lo que mantiene despiertas las preguntas metafísicas por el «verdadero mundo» y por la «verdadera vida», interrogantes que además se ven avivdos por la presencia de tres seres envidiables.

El hombre ha envidiado al animal por ser pura naturaleza, sin la perturbadora presencia de la conciencia; a Dios por ser puro espíritu exento de la molesta naturaleza, y, por último, a ese animal divino que es el niño. Ha envidiado por tanto su propia infancia, su espontaneidad e inmediatez perdidas. Nuestros recuerdos nos hacen creer que en un tiempo remoto, del mismo modo que nuestra infancia llega a su fin, fuimos expulsados del paraíso. Casi todos los sueños triunfales en los que dentro y fuera, conciencia y ser, yo y mundo coexisten en mágica unidad se alimentan del repertorio de imágenes de una infancia recordada o imaginada.

Uno de estos relatos oníricos, proveniente de China, cuenta la historia de un pintor que llegó a viejo después de dedicar toda su vida a un único cuadro. Una vez que lo hubo terminado, invitó a los amigos que aún le quedaban para mostrarles su obra: en ella se veía un parque, y entre los prados un estrecho camino que conducía a una casa situada en un alto. Cuando los amigos, listos para dar su opinión, se giraron hacia el pintor, éste ya no se encontraba junto a ellos. Miraron de nuevo hacia el cuadro: allí estaba él, recorriendo la suave pendiente del camino; abrió la puerta de la casa, se paró un momento, se volvió, sonrió, les dio nuevamente la espalda y cuidadosamente cerró tras de sí la puerta dibujada.

El pintor entra en el cuadro como si de su verdadero hogar se tratara, lo que supone alejarse de los demás. Para los que han quedado atrás esta desaparición equivale a la muerte, aunque la historia relata más bien una llegada, una vuelta a casa, momento feliz del que no se explica una palabra a los que quedan fuera del cuadro. Como mucho, se podría observar la pintura y decirles: ahí, en el cuadro, encontraréis expresado ese gozo.

Podríamos acentuar el motivo de lo indecible en el relato: una vez que desaparece el pintor en su obra, tendría que desaparecer también el cuadro, quedando un vacío, una perfecta ausencia. Si pudiéramos dar marcha atrás al proceso completo, de tal manera que de la nada surgiera el cuadro y del cuadro pudiera salir nuevamente el pintor, ¿qué nos podría contar de lo de ahí dentro?

Estas historias prometen una plenitud, y sin embargo nos dejan sumidos en el vacío. Susurran el misterio de lo más profundo del ser y provocan la sugestión de la verdad de la vida, como si esa verdad fuera inefable, y como si justamente esa inefabilidad fuera superior a todo lo que se puede decir de ella. Es esa oscura y desbordante pérdida del mundo, que a su vez parece provenir de sus propias entrañas, lo que las hace tan seductoras.

Ha llegado el momento de que, de la mano de sus verdaderos y bien conocidos autores, nos adentremos en esa subida al cielo o descenso a los infiernos que supone el viaje al interior del propio cuadro.