Image: 'Baila, baila, baila'

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Letras

'Baila, baila, baila'

Tusquets lanza el 4 de septiembre la nueva novela de Haruki Murakami

30 agosto, 2012 02:00

'Baila, baila, baila' (Tusquets) se sumerge en el mundo de un nostálgico redactor freelance, que vuelve al Hotel Delfín para ajustar cuentas con su pasado. Sin embargo, el escenario no es como él lo recordaba. El hotel fue demolido y reemplazado por uno nuevo, y la irrealidad le rodea, con visitas de personajes que le meterán en graves aprietos. El consagrado autor de 'Tokio Blues' y 'De qué hablo cuando hablo de correr' escribe, alternando sus poéticos silencios con ritmos de rock and roll, sobre asesinatos, viajes y pasajes a otros mundos, con una única certeza: todo está conectado.


Marzo de 1983

A menudo sueño con el Hotel Delfín.

Yo estoy en ese sueño. Es decir, "formo parte" de él como una especie de circunstancia continua. El sueño revela de manera manifiesta que pertenezco a la continuidad del sueño. En éste, el Hotel

Delfín está deformado. Es más achatado y largo. Tanto que, en lugar de un hotel, parece un larguísimo puente techado. El puente se extiende desde tiempos pretéritos hasta los confines del universo. Y yo estoy en él. Allí, en ese hotel, hay alguien más, alguien que derrama lágrimas. Las derrama por mí.

El hotel me envuelve. Percibo con toda claridad sus latidos y su calor. En el sueño, yo soy una parte más del hotel.

Así es el sueño.

Me despierto. ¿Dónde estoy?, me pregunto. No sólo lo pienso, sino que me formulo la pregunta en voz alta: "¿Dónde estoy?". Pero es una pregunta absurda. E innecesaria, porque ya sé la respuesta: estoy aquí, y ésta es mi vida. Mi día a día. Ese apéndice del mundo que es mi existencia. Numerosos asuntos, cosas, circunstancias que, aunque no recuerdo haber consentido, se han vuelto atributos míos sin darme cuenta. A veces, una mujer duerme a mi lado. Pero, por lo general, duermo solo. Sólo yo y el rumor de la autopista que se extiende frente a mi apartamento, el vaso en la mesilla de noche (en cuyo fondo suelen quedar unos cinco milímetros de whisky) y la hostil -aunque quizá sea sólo indiferente- luz matinal cargada de polvo. En ocasiones llueve. Entonces me quedo en la cama, embobado. Si aún hay whisky en el vaso, me lo bebo. Y, mientras veo caer del alero las gotas de lluvia, pienso en el Hotel Delfín. Pruebo a desperezar lentamente los brazos y las piernas. Eso me confirma que yo soy sólo yo, y que no formo parte de nada. No formo parte de nada, me digo. Pero la sensación del sueño persiste todavía en mí. Hasta el punto de que juraría que puedo estirar la mano y tocarlo, y que todo eso que me engloba reacciona moviéndose. Cada elemento lo hace de manera ordenada, lenta y cuidadosa, produciendo en cada fase un leve ruido, como el de un pequeño artilugio automático que funcionara a base de agua. Si presto atención, oigo unos sollozos apagados. Una voz sofocada. Sollozos procedentes de algún lugar oscuro. Alguien llora por mí.

El Hotel Delfín existe en la realidad. Está en un rincón anodino de un barrio de Sapporo, en Hokkaid o -. Hace unos años me alojé en él durante una semana. Pero hagamos memoria. Quiero que quede claro: ¿cuántos años hace de aquello? Cuatro años. No, cuatro años y medio, para ser más exactos. Por entonces yo aún no había cumplido los treinta. Me alojé con una chica. Fue ella quien propuso que nos alojáramos allí. Tenemos que parar en ese hotel, dijo. Si ella no me lo hubiese pedido, yo jamás habría pisado ese lugar. Era un hotelucho pequeño en el que apenas había clientes. Durante la semana en que nos alojamos allí, sólo llegué a ver a dos o tres personas en el vestíbulo. Ignoro si se trataba de huéspedes, pero dado que en el panel de recepción faltaba siempre alguna llave, imagino que habría otros clientes. No muchos, pero sí unos pocos. Se ría inconcebible que un hotel bien señalado en una gran ciudad, cuyo número recoge la guía telefónica, estuviera vacío. No obstante, esos otros clientes debían de ser terriblemente tímidos y silenciosos. Apenas los veíamos, no los oíamos ni percibíamos su presencia. Todos los días, la distribución de llaves en el panel cambiaba ligeramente.

¿Acaso los huéspedes se desplazaban por los pasillos como finas sombras, arrimados a la pared y conteniendo el aliento? En ocasiones nos llegaba el ruido sofocado del ascensor en funcionamiento, traca traca traca traca, pero, cuando enmudecía, el silencio se tornaba aún más denso.

En cualquier caso, recuerdo que era un hotel extraño. Evocaba en mí algo parecido a un estancamiento en la evolución biológica. Una regresión genética. Una criatura deforme que avanza en la dirección equivocada y no puede retroceder. Una criatura huérfana que se yergue paralizada en medio del crepúsculo de la Historia, una vez extinguidos los vectores de la evolución. Un valle anegado en el Tiempo. Nadie tiene la culpa de eso. No hay nadie a quien culpar, y tampoco nadie que pueda solucionarlo. Y es que, para empezar, nunca deberían haber construido ese hotel. El error estaba ya en su origen. Ése fue el primer desliz. Habían abrochado mal el primer botón y, a partir de ahí, se había producido un desbarajuste fatal. Los intentos por remediarlo habían dado pie a nuevos y pequeños desbarajustes; pequeños, pero no sutiles. Y, como resultado, poco a poco todo había ido deformándose. Si uno fijaba la vista en cualquier rincón del hotel, acababa inclinando la cabeza unos grados, extrañado. El ángulo de inclinación era muy pequeño, en absoluto pernicioso o poco natural, y quizá, si uno permaneciera en ese lugar mucho tiempo, se habría habituado (aunque es posible que después, al ver el mundo normal y corriente, hubiese tenido que inclinar otra vez ligeramente la cabeza).

Así era el Hotel Delfín. Y esa "ausencia de normalidad" -el hecho de que, desbarajuste tras desbarajuste, el hotel hubiera alcanzado un punto de saturación y pronto, en un futuro no muy lejano, habría de ser engullido por la vorágine del Tiempo- era evidente a los ojos de cualquiera. Era un hotel triste. Triste como un perro negro de tres patas empapado por la lluvia de diciembre. Sin duda hay muchos hoteles tristes en el mundo, pero el Hotel Delfín era un caso distinto. La tristeza del Hotel Delfín era más conceptual. Por lo tanto, casi trágica.

Huelga decir que, a excepción de los clientes desprevenidos, nadie se alojaría en él.

El Hotel Delfín no se llama así. En realidad, se le conoce por "Dolphin Hotel", pero su nombre produce una impresión muy distinta de la que causa el propio hotel (Dolphin Hotel me hace pensar en un hotel turístico, blanco como un caramelo, en el mar Egeo), yo, personalmente, lo llamo Hotel Delfín. En la entrada cuelga una placa de bronce con la inscripción DOLPHIN HOTEL, de lo contrario nadie hubiera dicho que se trataba de un hotel. Incluso con la placa, no lo parecía demasiado. Más bien se asemejaba a un museo venido a menos. Uno de esos museos peculiares que gente con una curiosidad peculiar visita para ver una exposición peculiar.

Pero no es descabellado pensar que alguien, al ver el Hotel Delfín, tuviese tal impresión. A decir verdad, una zona del hotel estaba habilitada como museo. Sin embargo, ¿quién se alojaría en un lugar como ése? ¿Quién querría ir a un hotel que alberga un museo disparatado? ¿A un hotel en el fondo de cuyos oscuros pasillos se apilaban carneros disecados, vellones cubiertos de polvo, legajos mohosos y viejas fotografías de color sepia? ¿A un hotel en cuyos recovecos se adherían como barro seco pensamientos abortados?

Todo el mobiliario estaba deteriorado, todas las mesas crujían, las cerraduras eran inútiles. Los pasillos estaban rozados, las bombillas no iluminaban. Los tapones de los lavabos no ajustaban bien y el agua se escurría sin llegar a acumularse nunca. Una sirvienta rechoncha, de piernas como patas de elefante, tosía de manera inquietante por los pasillos. El dueño, siempre apostado tras el mostrador, era un hombre de mediana edad y mirada melancólica al que le faltaban dos dedos. A todas luces, era de esas personas a las que, hagan lo que hagan, todo les sale mal. Era exactamente así. El fracaso, la derrota y la frustración teñían todo su ser, como si lo hubieran sacado de una solución de tinta azul claro tras haberlo dejado un día entero en remojo. Un hombre al que uno le daban ganas de meterlo en una caja de cristal y dejarlo expuesto en el laboratorio de química de un colegio con una etiqueta que rezase: "HOMBRE AL QUE, HAGA LO QUE HAGA, TODO LE SALE MAL". Con sólo verlo, casi toda la gente sentía lástima, en mayor o menor medida, y no eran pocos los que se enfadaban. Y es que hay personas que se indignan de un modo irracional al ver a seres desdichados como ése. Así pues, ¿quién se alojaría en semejante hotel?

aquí, dijo ella. Y después se esfumó. Desapareció y me dejó solo. Fue el hombre carnero quien me informó de que ella se había ido. Se ha marchado, me dijo. El hombre carnero sabía que ella debía irse. Ahora también yo caigo en la cuenta: su propósito era conducirme hasta allí. Como si ése fuera su destino, por decirlo así. Del mismo modo que el Moldava acaba desembocando en el mar. Mientras contemplo las gotas de lluvia, pienso en eso, en el destino.

Cuando, hace poco, empecé a soñar con el Hotel Delfín, ella fue lo primero que me vino a la mente. Me está buscando, pensé de pronto.

Si no, ¿por qué iba a soñar tanto con el hotel? Ella. Ni siquiera sé su nombre, a pesar de que estuvimos juntos unos meses. De hecho, sé poco sobre ella. Sólo que trabajaba en un club de lujo muy exclusivo, en el que únicamente se admiten clientes con cierto estatus. Una prostituta de alto standing. Ejercía, además, otros trabajos. De día, estaba empleada a tiempo parcial como correctora en una pequeña editorial, y también era modelo de orejas. En suma, llevaba una vida muy ajetreada. Pero, por supuesto, que yo no supiera su nombre no quiere decir que no lo tuviese. En realidad, tenía varios. Y, al mismo tiempo, carecía de nombre. En ninguno de sus efectos personales -prácticamente inexistentes, por otra parte- constaba su nombre. Y no tenía bono de transporte ni permiso de conducir ni tarjetas de crédito. Sí tenía una pequeña libreta, pero en ella sólo había garabateado en bolígrafo palabras indescifrables. No había un solo vestigio de su identidad. Puede que las prostitutas tengan nombre, pero viven en un mundo que no necesita saberlo.