Image: 'Omega', el alfa del flamenco experimental

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Letras

'Omega', el alfa del flamenco experimental

Bruno Galindo recoge la historia oral del disco que unió a Enrique Morente, Lagartija Nick, Cohen y Lorca

13 diciembre, 2011 01:00

El cantaor Enrique Morente durante una de sus últimas actuaciones. Foto: Madero Cubero

Omega (1996) fue un salto al vacío sin titubeos. Era Enrique Morente en toda su extensión, esa que no conocía límites estilísticos ni generacionales. Incomprendido por muchos y repudiado por los puristas del flamenco, el disco sería considerado años después el mejor de la década. Junto a sus paisanos rockeros Lagartija Nick, Morente cantó a Lorca y a Cohen. Cuatro esquinas de un cuadrado perfectamente circular.

A partir de medio centenar de entrevistas, el escritor y periodista Bruno Galindo recopila los testimonios del propio Morente -la idea del libro nació un año antes de su muerte-, de los miembros de Lagartija Nick, de los músicos, productores y colaboradores del disco, así como de otros críticos musicales, para fijar sobre el papel la historia oral de un proyecto sin precedentes en la música española. Omega abre la colección Caras B de Lengua de Trapo, dedicada a explorar en profundidad la historia de discos esenciales de la música popular de nuestro país. El prólogo corre a cargo de Santiago Auserón, para el que Omega es mucho más que un disco: "Es un movimiento cultural y social, un fenómeno histórico. Este libro es su documento". A continuación ofrecemos el epílogo, un texto inédito de Leonard Cohen en el que el Príncipe de Asturias de las Letras explica qué significa el disco para él.




Los bisturís crecen con las rosas

Muchos, muchos años atrás, pero lo recuerdo bien, tropecé con un libro del poeta Federico García Lorca en una librería de segunda mano de Montreal. Debía de tener quince o dieciséis años. En ese libro encontré algo que resonaba en mi corazón, un mundo que me resultaba muy familiar, un universo que, sin saberlo, yo ya habitaba: «Por el arco de Elvira / quiero verte pasar, / para sufrir tus muslos / y ponerme a llorar». Sentí que en aquellos versos tan accesibles estaba la razón de ser del lenguaje y, desde ese momento, consideré a Lorca como mi hermano. En cierto modo, él me llevó al mundo de la poesía. Él me educó. A excepción de un poema escrito por un canadiense durante la Primera Guerra Mundial, ningún otro poeta me había tocado tan profundamente. Así fue como Lorca arruinó mi vida, porque una vez que conocí la existencia de ese paisaje que Lorca había establecido, quise permanecer en él toda mi vida. Ya no hubo posibilidad de retorno. Lorca había cambiado mi manera de ser y de pensar de un modo radical. Por eso me congratulé al hacer esa adaptación del poema «Pequeño vals vienés», «Take this waltz», un homenaje que me tomé muy en serio. Quería dar algo a cambio. Y cuando por fin pude visitar la casa natal de Lorca en Granada, me sentí tan impactado que no pude evitar plantarme en medio de aquella gran sala presidida por varios retratos suyos y hacer un sirsana de yoga, con los pies en alto y la cabeza en el suelo. Fue mi homenaje privado a Lorca... algo salvaje y quizá un poco surrealista. Porque eso es lo que nos trajo Lorca, el surrealismo.

Unos meses después, llegó el flamenco. Desde la ventana de mi habitación, en la casa de mi madre, veía a un joven muy apuesto tocando la guitarra flamenca para unas chicas. Estaba sentado en un parque, y un día me decidí a preguntarle si querría darme algunas lecciones. Accedió y me dio tres o cuatro clases. Me enseñó el arpegio, el trémolo y algunos cambios en la guitarra que fueron muy importantes para mí. De hecho, sobre la base de esas lecciones escribí la mayoría de mis primeras canciones, cierta combinación de acordes mayores y menores, pero eso ya fue con mi primera guitarra profesional, una Ramírez, que llevé conmigo en mi primera gira por España, en 1974. Sentí que por fin mi guitarra había llegado a casa. Lo recuerdo perfectamente porque fue el mismo año que nació mi hija, a quien puse el nombre de Lorca... Pero en aquellos primeros días yo tenía una guitarra de segunda mano que había comprado por doce dólares en una tienda de empeños en la calle Craig de Montreal, un instrumento feroz, indomable. Y no sé si fue por el pobre progreso de su estudiante o quizá por otros asuntos, pero cuando vi que aquel gitano no aparecía para darme la última lección, telefoneé a la pensión donde se alojaba; me dijeron que se había suicidado. Lo llamaban «el hispano de Montreal», y debía de tener diecinueve años. Aquellas fueron las únicas lecciones de guitarra que he recibido en mi vida, y así fue como nació en mí una afición muy especial por el flamenco y la música española, el maestro Rodrigo y su Concierto de Aranjuez, que creo que es una de las composiciones para guitarra más hermosas jamás escritas. Desde entonces, el flamenco ha sido uno de los géneros que más profundamente he amado, igual que el baile, las saetas y las corridas de toros. Amo esa cultura.

Creo que fue a principios de los noventa cuando volví de gira por España, y mi amigo Alberto Manzano me presentó al maestro Enrique Morente en el bar de un hotel en Madrid donde Lorca solía ir a beber. Así que le presentamos nuestros respetos. Me habló de que quería hacer un disco con mis canciones, lo cual me pareció increíble y maravilloso. Nadie había hecho eso nunca por mí. Me sentí muy conmovido de que un artista tan grande como Morente quisiera llevar mis canciones al flamenco. Así me lo hizo saber y así me lo prometió. Después, durante el proceso de gestación del disco, según me explicó Alberto, Morente escuchó mi versión del poema de Lorca «Pequeño vals vienés» y decidió incluir también ese tema, junto a otros poemas del libro Poeta en Nueva York, y hacer una especie de homenaje a Lorca y Cohen. Se lo agradezco inmensamente. Sé que Alberto quería ofrecerme ese disco como regalo por mi sesenta aniversario, pero la verdad es que me habría sentido muy solo en un álbum de flamenco. Ahora, con Lorca, me siento en muy buena compañía.

Y cuando vi el disco Omega en mi buzón, el corazón me dio un vuelco. Lo escuché con gran interés y sentí que era un trabajo muy íntegro, muy raro de escuchar en aquellos días... y quise que lo oyera todo el mundo. Así que llamé a una emisora de radio en Los Ángeles para que lo pincharan. No quería que el disco pasara desapercibido.

Omega me gustaba especialmente porque, estando Morente en el centro de la tradición del flamenco, había llevado mis canciones a su propio terreno, sin sentirse obligado a hacer ninguna referencia a mis versiones o, si lo había hecho, de una manera muy sutil. Pero el hecho de que viera que había una realidad flamenca en mis canciones fue lo que me conmovió profundamente. Porque muchos de los cambios, por ejemplo en Manhattan, son cambios flamencos. De modo que Morente vio que en estas canciones había una referencia a algo que él entendía, que ya existía un encuentro entre los dos en ese punto, lo cual hizo posible que llevara mis canciones al centro de su propia tradición, expresándolo como un producto de su propia cultura. Fue lo que más me gustó de Omega... Y, por ejemplo, la versión de «Hallelujah» es espectacular, pero lo que hace en «First we take Manhattan» es muy interesante: el planteamiento de la percusión es asombroso...

Porque Morente es un experimentador nato, un auténtico innovador que ha incorporado elementos del jazz, del folk y del rock a su obra.

Después de escuchar Omega, le envié dos docenas de rosas rojas.

Los bisturís crecen con las rosas
si los ves realmente rojos.


Leonard Cohen