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Letras

Vargas Llosa y aquellos años del 'boom'

15 octubre, 2010 02:00

Como ya apuntó Javier Cercas, tampoco la concesión del Premio Nobel a Mario Vargas Llosa significó para mí sorpresa alguna. Su obra merecía la distinción desde hace muchos años. Que no se lo hubieran concedido todavía no era otra cosa que un demérito de la Academia Sueca que ya se había deslucido con Jorge Luis Borges. Y, al margen de considerarla como un homenaje a la diversidad de la lengua española, creo que puede celebrarse también la relación que el autor peruano y español ha mantenido con la ciudad de Barcelona, cuando ésta significaba, mucho más que hoy, el epicentro de la literatura hispanoamericana.

Tras formarse en Perú y lograr una beca para ampliar sus estudios en España, la primera obra premiada de Mario Vargas Llosa no fue La ciudad y los perros, sino un libro de relatos titulado Los jefes (1959), que obtuvo el prestigioso, aunque modesto, “Leopoldo Alas” en Barcelona. No sería difícil, tal vez, establecer algunas relaciones que podemos advertir entre el decimonónico “Clarín” y el renovador, aunque entonces muy joven todavía (23 años) y reciente Premio Nobel.

Carlos Barral cuenta en sus memorias cómo y por qué se trasladó a París para conocer al novelista peruano y a proponerle que se presentara al recién estrenado Premio Biblioteca Breve. Por aquel entonces yo formaba parte del comité de lectura de aquella inolvidable aventura editorial. Y fue, por entonces, cuando me lo presentó Barral en el pasillo de los despachos de “los sabios” que conectaba directamente con el suyo. Fue, pues, antes de la publicación de La ciudad y los perros, de que la lucha con la censura obligara al editor a ofrecer la novela con unas páginas introductorias explicativas, de un papel amarillento, firmadas por José Mª Valverde. En aquella primera edición figuraba también un plano desplegable con el barrio limeño de Miraflores.

Muchas veces se dijo que fue este libro quien propició el llamado boom, denominación ya inevitable, para designar a un grupo de escritores de características muy distintas y de nacionalidades diversas, aunque con algunos rasgos comunes: la voluntad renovadora de la literatura hispanoamericana; la recreación del lenguaje oral; de la tradición técnica derivada de la narrativa de la generación perdida estadounidense y de otros modelos latinoamericanos que ya la habían asumido (Borges, Onetti, Lezama Lima, Arguedas, Asturias, Carpentier, Bioy Casares, Leopoldo Marechal, Yáñez y, principalmente, Juan Rulfo) y el carácter autobiográfico de sus textos.

Vargas Llosa no lo disimuló en sus primeras novelas, intuyendo ya que la propia experiencia era materia esencial del escritor, ya fuera la de su infancia en la novela corta, escrita entre 1965 y 1966, Los cachorros (que alcanzó una difusión, sólo en España, que excedió de los trescientos mil ejemplares en aquella colección que dirigí, Biblioteca Básica Salvat y Alianza Editorial) para la que escribí un prólogo (1970), su adolescencia en Conversación en la catedral (1969), una de los varios, aunque en este caso decisivo, testimonio sobre la dictadura, en el Perú de Odría o La tía Julia y el escribidor (1978), que tuvo mucho más tarde su réplica. Pero, al margen de su ya elaborada técnica y de sus intuiciones, Vargas Llosa se sirve de la recuperación del lenguaje en etapas decisivas de su formación, porque lo reelabora con sus modismos, colaborando en la reconstrucción realista y, a la vez, simbólica de la ciudad.

Barcelona se convirtió en un polo de atracción de los narradores latinoamericanos, desde Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa a José Donoso y Jorge Edwards, junto a una valiosa colonia peruana, entre la que figuró también Julio Ortega. Sin lugar a dudas, Carmen Balcells, y cierta libertad vigilada, junto al hedonismo del fenómeno Boccaccio, colaboraron en convertirla en núcleo de un exilio político o literario. Intervino también en ello la proximidad parisina y la figura de Juan Goytisolo -árbitro de lo latinoamericano joven en Gallimard-, la aparición de nuevas editoriales de espíritu renovador: Lumen, Anagrama, La Gaya Ciencia, Tusquets, al margen de las experiencias de Barral, desterrado ya de su emblemática Seix-Barral.

Mientras Vargas Llosa escribe su análisis -no superado todavía- sobre la narrativa de García Márquez, Historia de un deicidio (1971), elabora su novela de mayor riesgo, La casa verde (1966). Pero en estos años García Márquez y Vargas Llosa ocupan ya el olimpo del boom. Su relación con Barcelona se prolonga hasta ayer mismo. En 1992 acudió a un encuentro, ya irrepetible, de figuras de la narrativa hispanoamericana en la Universidad de Barcelona, al que le convoqué. En él estaba también Octavio Paz, junto a Bioy Casares, Alfredo Bryce Echenique y otros, algunos ya desaparecidos. Posiblemente otras fases de su obra estén más próximas a otras lenguas y culturas.

Pero su texto sobre Tirant lo Blanc procede no sólo de su entusiasmo, ya en su etapa de estudiante en la Universidad de San Marcos, sino del contacto con Martín de Riquer, quien divulgó el libro de caballerías catalán que salvó Cervantes de la quema. En 2004, Antoni Munné vino a visitarme para pedirme, de parte de Mario Vargas Llosa, que prologara el volumen sexto de sus Obras Completas (Galaxia Gutenberg) correspondiente a sus Ensayos literarios, que aparecieron al año siguiente.

Mi admiración por su honestidad intelectual nunca decreció, pese a sus aventuras políticas (recordará bien cómo le aconsejé en Madrid que no cayera en la tentación de presentarse a la presidencia de su país). Pero también de aquella experiencia extrajo temas para futuras novelas y el eje de su autobiografía. Nunca se ha apartado de un realismo que trata de reflejar una realidad compleja, ni siquiera en su faceta como crítico, ya sea la de Arguedas y el indigenismo, la burguesía francesa y Flaubert u Onetti y su espacio simbólico.

No cabe olvidar que la España sentida del escritor algo deberá a una Barcelona sobre la que tan escasamente escribieron los del boom y que, tal vez, convenga reivindicar por su riqueza intelectual incluso durante aquel postfranquismo con Franco, capital de la edición, en la búsqueda entonces de un ámbito universal.