'El Quijote visto por detrás', de Cézanne

'El Quijote visto por detrás', de Cézanne

Letras

El Quijote y el arte nuevo

El novelista analiza 'El Quijote' en este ensayo inédito en español: “el punto de partida de un arte nuevo”

6 enero, 2005 01:00

En la última página de su Don Quijote de la Mancha, Cervantes afirma que, con este libro, se proponía un único objetivo: “...poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballería...”.* Si tomamos al pie de la letra estas palabras (aunque no hay que tomar nada al pie de la letra en este libro inasible), la novela aparece como el sarcástico final de la literatura precedente: legendaria, mitologizante, fantástica, heroica. No obstante, con la perspectiva de cuatro siglos, el novelista de hoy tiende a ver en este libro más un inicio que un final: el punto de partida de un arte nuevo, el arte de la novela. Nadie es dueño de las consecuencias de sus actos, y Cervantes no buscaba la gloria de un fundador. Pertenecía a la literatura de su tiempo, y a él pertenecían sus amigos, sus enemigos, sus ambiciones. Por el talante de su imaginación, por sus motivos, temas, decorados, intrigas, personajes, estaba del todo impregnado de las convenciones literarias predominantes hasta entonces. Gracias a un hecho ínfimo, él les ha insuflado, con este libro, un sentido enteramente nuevo: no se tomó en serio esas convenciones. El personaje principal de su novela es un loco muy original que se toma por un héroe muy convencional: un pobre hidalgo de pueblo, Alonso Quijada, que decide ser un caballero andante llamado Quijote de la Mancha. El fundamento de toda la existencia del protagonista radica en su voluntad de ser lo que no es; las consecuencias estéticas son radicales para la totalidad de esta novela: nada en ella es seguro; todo es mistificación o ilusión; todo adquiere en ella un significado incierto y cambiante.

Y nada debe tomarse en serio. Para que esto quede claro entre él y el lector, Cervantes afirma que las aventuras de don Quijote habían sido escritas por un moro y que su novela no es sino una traducción aproximada de un texto del que no es responsable (ya que, como bien señala, los moros son todos “embelecadores, falsarios y quimeristas”). Que no nos sorprendan, pues, las eventuales inconsecuencias en la presentación de hechos y personajes, ¡y dejémonos llevar por la euforia del autor que improvisa, que exagera, que bromea! Poco le importa que lo que cuenta sea verosímil, ¡lo que quiere es entretener, sorprender, cautivar, maravillar! (Este ostensible descaro ante la verosimilitud cuanto más aleja el Quijote de la novela del siglo XIX, de un Balzac, un Dickens o un Flaubert, más lo acerca a un García Márquez, un Rushdie, un Fuentes o un Grass.)

El fundamento de la existencia de don Quijote radica en su voluntad de ser lo que no es; las consecuencias estéticas son radicales para la totalidad de esta novela: nada en ella es seguro; todo es ilusión

La primera parte de la novela tuvo una gran repercusión cuando apareció en 1605. Al escribir la segunda parte, Cervantes tuvo una idea extraordinaria: los personajes con los que se va encontrando don Quijote reconocen en él al protagonista del libro que han leído; debaten sobre sus pasadas aventuras y él puede comentar y corregir su imagen literaria. ¡Un juego de espejos jamás visto antes! Un juego que va aún más lejos gracias a un hecho inesperado: ¡antes de que él mismo terminara la segunda parte, otro escritor hasta hoy desconocido (oculto tras un seudónimo) se ha adelantado publicando su propia continuación de las aventuras de don Quijote!

Cuando Cervantes publica en 1615 el segundo tomo de su novela, hace en el texto varias alusiones reivindicativas y despreciativas al plagiario y desliza así en su novela otro espejo más. Después de todas sus malaventuradas andanzas, don Quijote y Sancho están ya camino de su pueblo cuando se encuentran a un personaje del plagio, un tal Álvaro; ¡éste se extraña al oír sus nombres ya que él mismo conoce a otro don Quijote y otro Sancho! Esto ocurre pocas páginas antes del final; última prueba de la incertidumbre de todas las cosas: una desconcertante confrontación de los personajes con sus propios espectros, sus dobles, sus clones.

En efecto, nada es seguro en este mundo nuestro: ni la identidad de las personas; ni siquiera la identidad, aparentemente tan evidente, de las cosas. Don Quijote le quita a un barbero su bacía porque la toma por un yelmo. Más adelante, el barbero llega por casualidad a la venta donde está don Quijote rodeado de gente, ve su bacía y quiere llevársela. Pero don Quijote, indignado, se niega a tomar su yelmo por una bacía. De repente se pone en cuestión la esencia misma de un objeto. Por otra parte, ¿cómo probar que una bacía colocada en la cabeza no es un yelmo? Los traviesos parroquianos, para divertirse, dan con el único criterio objetivo para establecer la verdad: el voto secreto. Todos participan en la votación y el resultado no da lugar a equívocos: todos confirman que el objeto es un yelmo. ¡Admirable broma ontológica! Me contaron que el primer sondeo de opinión pública en Francia tuvo lugar en 1938, después de los acuerdos de Múnich. Mediante este veredicto de lo más democrático, los franceses confirmaron entonces, por aplastante mayoría, que la inolvidable capitulación ante Hitler era un acto ejemplar y justo. Los lectores de Cervantes no se llaman a engaño: todas las votaciones, todos los sondeos de opinión tienen por modelo el clásico escrutinio de la venta cervantina.

Antes de que quedara escrito, nadie podía imaginar a un don Quijote; era en sí lo inesperado; y, sin el encanto de lo inesperado, ningún personaje novelesco (ninguna gran novela) fue a partir de entonces concebible

La comicidad y la risa son propias de la vida humana desde la noche de los tiempos; en el Quijote, se oye la risa como proveniente de las farsas medievales; uno se ríe del caballero que lleva una bacía a modo de yelmo, o de su escudero que recibe una paliza. Pero, además de esa comicidad, casi siempre estereotipada, casi siempre cruel, otra, mucho más sutil, se desprende de esta novela. Un amable hidalgo rural invita a don Quijote a su casa donde vive con un hijo que es poeta. El hijo, más lúcido que su padre, detecta enseguida que el invitado es un loco. Don Quijote incita al joven a recitarle un poema; éste se apresura a complacerle y don Quijote hace un elogio grandilocuente de su talento; feliz, halagado, el hijo olvida en el acto la locura del invitado. ¿Quién es, pues, el más loco? ¿El loco que elogia al lúcido o el lúcido que cree en el elogio del loco? Entramos así en la esfera de esa otra comicidad, más sutil e infinitamente más refinada, que llamamos humor. No nos reímos porque se ha ridiculizado, o burlado e incluso humillado a alguien, sino porque, de pronto, el mundo aparece en toda su ambigüedad, las cosas pierden su significado aparente, la gente se revela distinta a lo que ella misma cree que es. Octavio Paz dice, acertadamente, que el humor es un “gran invento” de la época moderna, vinculado al nacimiento de la novela y en particular a Cervantes (yo añadiría: y a Rabelais, ese otro gran precursor). El amor de don Quijote por Dulcinea parece una inmensa broma: está enamorado de una mujer que apenas ha entrevisto, o tal vez jamás haya visto. Está enamorado, pero, como él mismo reconoce, sólo “porque tan propio y natural es de los caballeros ser enamorados como al cielo tener estrellas”. Es inolvidable la escena del capítulo 25 de la primera parte: don Quijote envía a Sancho a casa de Dulcinea para que le cuente la inmensidad de su pasión. Pero ¿cómo demostrar la intensidad de una pasión? ¿Cómo dar la medida de un sentimiento? ¡Hay que acudir a algo realmente grandioso! En presencia de Sancho, don Quijote se quita, pues, el pantalón, se queda en cueros debajo de la camisa y empieza a dar volteretas y a ponerse cabeza abajo, patas arriba.

Toda la literatura narrativa conoce desde siempre las infidelidades, las traiciones, las decepciones amorosas. Pero con Cervantes lo que se cuestiona no son los amantes, sino el amor, la noción misma del amor. Porque ¿qué es el amor si se ama a una mujer sin conocerla? ¿La simple decisión de amar? ¿O incluso una imitación? La pregunta no es ninguna tontería, ni tan sólo una simple provocación: si, desde nuestra infancia, los ejemplos del amor no nos incitaran a seguirlos, ¿acaso sabríamos qué significa amar? (No estamos muy lejos de Emma Bovary: sus padecimientos sentimentales ¿acaso habrían sido tan atroces si no la hubieran guiado ejemplos de amor romántico?) De golpe, gracias a esa broma hiperbólica que es la pasión de don Quijote por Dulcinea, se desgarra el velo de las certidumbres; se abre un extenso campo, hasta entonces desconocido, en el que todas las actitudes, todos los sentimientos, todas las situaciones humanas se vuelven enigmas existenciales.

Toda la literatura narrativa conoce desde siempre las infidelidades, las traiciones, las decepciones amorosas. Pero con Cervantes lo que se cuestiona no son los amantes, sino el amor, la noción misma del amor

El pobre Alonso Quijada quiso alzarse al personaje legendario de caballero errante. Cervantes consiguió, para toda la historia de la literatura, precisamente lo contrario: rebajó al personaje legendario: al mundo de la prosa. La prosa: esta palabra no significa tan sólo: un lenguaje no versificado; significa también: el carácter concreto, cotidiano, corporal de la vida. Ni Aquiles ni Ulises nunca se las tenían con sus dientes; en cambio, para don Quijote y Sancho, los dientes son una preocupación constante, dientes que duelen, dientes que faltan. “Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante.” Pero la prosa no es sólo el lado penoso o vulgar de la vida, es también algo bello hasta entonces descuidado: belleza de los sentimientos modestos, por ejemplo la de esa amistad impregnada de familiaridad que siente Sancho por su amo. Don Quijote le regaña por su descarado cacareo alegando que en ningún libro de caballería un escudero se atreve a hablar así a su amo. Por supuesto que no: la amistad de Sancho es uno de los descubrimientos cervantinos de la nueva belleza prosaica: “...no puedo más, seguirle tengo; somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y sobre todo, yo soy fiel, y, así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón”, dice Sancho. (Ni el Trim de Laurence Sterne ni Jacques el Fatalista de Diderot se dirigirán a sus amos en el mismo tono.) La muerte de don Quijote es tanto más conmovedora cuanto que es prosaica: desprovista de todo pathos. Tras dictar su testamento agoniza durante tres días, rodeado de las personas que le quieren sinceramente: sin embargo, “comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto”.

En varias ocasiones, Cervantes enumera largamente en la novela libros de caballería. Menciona los títulos, pero no siempre a sus autores. El respeto por el autor y por sus derechos morales todavía no se había dado por aquel entonces. No obstante, cuando se entera de que otro escritor se ha apropiado de sus personajes, reacciona como reaccionaría un novelista de hoy: con la orgullosa ira de un creador: “Para mí sola** nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos dos somos para en uno...”. Éste es el primer distintivo de un personaje novelesco: una creación única e inimitable, inseparable de la imaginación original de un único autor. Antes de que quedara escrito, nadie podía imaginar a un don Quijote; era en sí lo inesperado; y, sin el encanto de lo inesperado, ningún personaje novelesco (ninguna gran novela) fue a partir de entonces concebible. Don Quijote explica a Sancho que Homero y Virgilio no describían a los personajes “como ellos fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes”. Ahora bien, el propio don Quijote es cualquier cosa menos un ejemplo a seguir. Los personajes novelescos no piden que se les admire por sus virtudes. Piden que se les comprenda, lo cual es totalmente distinto. Los héroes de epopeyas vencen y, si son abatidos, conservan su grandeza hasta el último suspiro. Don Quijote ha sido vencido. Y sin grandeza alguna. Porque, de golpe, todo queda claro: la vida humana como tal es una derrota. Lo único que nos queda ante esta inapelable derrota llamada la vida es intentar comprenderla. ésta es la razón de ser del arte de la novela.

*Las citas de 'El Quijote' en la versión castellana del texto de Kundera han sido tomadas de la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, Biblioteca Clásica, Instituto Cervantes / Editorial Crítica, 1998
**Cervantes deja hablar aquí a su pluma. (De nota 49, pág. 1223, Op. cit.)

© Milan Kundera, 1999. © De la traducción: Beatriz de Moura, 1999

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