Don Quijote y Sancho, ilustrados por Honoré Daumier

Don Quijote y Sancho, ilustrados por Honoré Daumier

Letras

Cervantes y sus contemporáneos

Lope de Vega, López de Úbeda, probablemente Quevedo, Lucas de Hidalgo... Muchos escritores iban a publicar o a difundir un libro extenso o de materia picaresca o de aventuras mientras Cervantes escribía su ‘Quijote’

6 enero, 2005 01:00

Temores y sentimientos confusos acompañaron a la enfermedad y muerte de Felipe II, mientras Cervantes, por los caminos de la Mancha y en sus obligadas estancias en las ciudades andaluzas, redactaba la primera parte del Quijote, que terminó cuando la corte se trasladó (1600), a la muerte del monarca (1598), a Valladolid. Para las personas de mayor inquietud intelectual, los ecos de la nueva situación histórica podían verse reflejados en el desarrollo de toda una serie de hechos: cómo se enredaban los hilos del hallazgo granadino, los plomos del Sacromonte, argucia de unos moriscos espabilados que habían jugado con la ignorancia y la fe por partes iguales, a pesar de los rigurosos informes del obispo de Segorbe —o de Pedro de Valencia— para sostener durante cuatrocientos años un monumento a la credulidad de las gentes. Era una época de santos y milagros falsos, que habría de culminar con San Isidro como patrono de Madrid.

De esa curiosa materia se nutrían muchas relaciones de la época, en tanto Felipe II enviaba emisarios a Granada para que se hicieran con alguna reliquia de aquellos hallazgos que enriqueciera su impresionante mausoleo de fetiches en El Escorial, el flamante palacio serrano de los austrias. Si ese era uno de los temas nacionales, un muro contra el que se estrelló el conocimiento y el buen juicio, diríamos hoy, de la “intelectualidad”; el otro, todavía mucho más cercano a Cervantes, concernía a una de las figuras más eminentes de aquella España finisecular: el desparpajo con el que Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, catedrático prestigioso de la Universidad de Salamanca, a la sazón vecino de Cervantes en Valladolid, había venido manifestando sus dudas sobre esa ola de milagrerías y ceremonias, había obligado a que la Inquisición volviera a tomar cartas en el asunto: el anciano fue procesado y en su casa de Valladolid se llevaron a cabo registros e incautaciones de material peligroso, aunque como él decía con cierta sorna en su proceso, lo más que había hecho era comentar que los Reyes Magos, los ojos de santa Lucía en una bandeja y otras lindezas de este tipo, no aparecían, en rigor, en pasajes bíblicos y no podían ser objeto de sus exégesis.

Literalmente adujo en alguna ocasión (en 1600) que la gente veía gigantes y engendros donde había molinos; mientras en la acera de enfrente, Cervantes convertía esas ideas en maravilla literaria. El Brocense falleció (1601) antes de que terminara el proceso, de su última obra, sobre Epicteto y los neoestoicos (1600), hubo un par de ediciones más antes de que se publicara (1615) la segunda parte del Quijote. Cervantes no acompañó a los neoestoicos, que se habían entregado a un largo lamento, en su escepticismo y apatía; buscó un aire más libre y risueño que elevara la amargura a melancolía.

¿No era posible decir la verdad sin riesgo? Curiosamente, en Toledo, otra ciudad cervantina, el jesuita padre Juan de Mariana estaba vertiendo su historia de España (1592-1605), inicialmente escrita en latín, al castellano (1601), para que llegara a mayor público, desde luego. Claro que en el convictorio de Toledo, en donde vivía y trabajaba, tenía como compañero de orden a Román de la Higuera, que tomaba el camino de en medio y se inventaba crónicas, restos arqueológicos, etc. para trazar su particular historia de España y de Toledo. Mariana será procesado por el nuevo gobierno de Lerma, en 1609, que colocó como instructor de su proceso a un dominico.

'El Quijote' perdió la carrera y apareció ligeramente más tarde que la mayoría de sus competidores; pero ganó otra carrera, e inventó la novela moderna

Jesuitas y dominicos, por lo demás, continuaban enfrentándose en todos los terrenos, aunque quizá este último hecho no le afectara tan directamente a Cervantes como los caminos de la historia y de la invención. Una vez que hubo decidido que lo suyo era la el arte de la invención, Cervantes, que se había traído de Italia muchas ideas nuevas, estaba proyectando la publicación de un libro extenso, como el del Guzmán de Alfarache (1599-1604), de Mateo Alemán, éxito reciente y clamoroso a cuyo rebufo se trabajaba intensamente en varios talleres literarios: Lope de Vega, López de Úbeda, probablemente Quevedo, Lucas de Hidalgo... Muchos escritores iban a publicar o a difundir un libro extenso o de materia picaresca o de aventuras (La Pícara Justina, El Buscón, El Peregrino en su Patria, Los diálogos de apacible entretenimiento...) El Quijote perdió la carrera (nunca hubo una edición de 1604, se trata de uno de los muchos errores que persisten hoy, como las milagrerías de antaño, por desconocimiento) y apareció ligeramente más tarde que la mayoría de sus competidores; pero ganó otra carrera, e inventó la novela moderna.

Menos mal, porque Cervantes no había podido competir en los tablados de los teatros, en donde Lope imponía su abrumadora facundia, con gracia; y tampoco había conseguido que sus romances y letrillas se cantaran por las calles, como los de Góngora y el propio Lope, entre otros, justo en el momento de publicarse la mayor colección de romances de nuestra historia, el Romancero general (1600-1605), riguroso contemporáneo de la primera parte del Quijote.

La verdad es que en el avispero de la creación literaria de aquellos primeros años del nuevo siglo hubieron de encontrarse nuevos y viejos con harta frecuencia. Uno de los poetas más jovencitos, Pedro de Espinosa (“¿Quién te enseñó el perfil de la azucena?”), había tenido la feliz idea de antologar la poesía que triunfaba, y merodeaba por Valladolid pidiendo colaboraciones para las Flores de Poetas Ilustres (1605, mal año para otros centenarios que no sean los del Quijote). Recoge gran cantidad de poesía del vate más admirado, Luis de Góngora, y se acuerda de Lope, Argensola (uno de los hermanos era capellán en las Descalzas Reales), Arguijo... Pero nada de Cervantes, a quien —nos lo confesó— no le dio “gracia” el cielo como poeta, por mucho que se airee el soneto al túmulo de Felipe II (“Vive Dios que me espanta tal grandeza...”), que —como ha demostrado E. Varela— sigue editándose mal, a pesar del cuatricentenario.

En ese avispero don Miguel tiene sus envidias bien dirigidas hacia Lope, el más popular de los escritores, su vecino poco después en Madrid. El madrileño acomodaba perfectamente sus versos a los tablados teatrales y su nombre se voceaba por las esquinas (“¡Comedia nueva!”) y se pintaba en los carteles que anunciaban el festejo teatral. El triunfo en la cartelera teatral era batalla perdida para un escritor tan vanidoso como Cervantes, que acabó por tirar la toalla y publicar —no representar— sus comedias. En tanto, Lope, tramaba sigilosamente la publicación de unas novelas, a la manera italiana; y aguardaba la aparición del primer Quijote para promover e impulsar una continuación grotesca y destructora, el Quijote de Avellaneda.

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