Letras

Un peso en el mundo

José María Guelbenzu

28 febrero, 1999 01:00

Alfaguara. Madrid, 1999. 328 páginas, 2.700 pesetas

Asistimos al complejo proceso de dos intimidades desveladas en un diálogo. Es una novela excelente que debe figurar entre las mejores de los últimos años

E n su décima novela Guelbenzu ha superado un reto por partida doble tanto en la profundización en temas nucleares de su narrativa como en la maduración de sus experimentos formales. El conflicto novelado representa una indagación ética sobre la necesidad o la ambición de alcanzar lo mejor en la plena realización personal, durante la confrontación entre una mujer que aspira a conseguir su peso en el mundo y su antiguo profesor que ya está de vuelta en tal empeño. La audacia formal de esta búsqueda de la verdad apuesta por el diálogo puro. De manera que asistimos al complejo proceso de dos intimidades desveladas en un diálogo natural concebido como medio de conocimiento y forma narrativa capaz de colmar todas las exigencias de una novela excelente que debe figurar entre las mejores de los últimos años. Una síntesis literaria de tradición y modernidad que arranca de los diálogos de Platón y las Confesiones de San Agustín y llega hasta los Tropismos de N. Sarraute y la búsqueda de interlocutor en algunas novelas de C. Martín Gaite para dramatizarse en artístico duelo verbal que saca a la luz esenciales fragmentos de interior, por decirlo con palabras de esta autora.
Un peso en el mundo es una novela filosófica, existencial y lírica. En su contenido se abordan temas fundamentales del ser humano como son el bien y el mal, la belleza y la verdad, la vida, el amor y la muerte. Tales cuestiones se discuten sin mediaciones externas en el enfrenta-
miento dialéctico entre los dos agentes del protagonismo dual. éstos son una profesora universitaria sacudida por la duda entre aceptar una estancia en Inglaterra crucial para su especialidad en la poesía del romanticisrno inglés o acomodarse a su carrera en la Universidad española donde le espera una cátedra; y su antiguo profesor y amante, catedrático de Filosofía retirado en una villa costera del norte. Allí transcurre la novela durante los tres días de un fin de semana que dura el encuentro entre ambos. Con más de veinte años de diferencia entre ellos, los dos están en situaciones diferentes. Racionalista y escéptico, él busca la serenidad y la contemplación. Inteligente y ambiciosa, ella necesita orientación para saber cómo llenar lo mejor de sí misma, confundida entre su meta intelectual, su familia y su carrera universitaria.
En esta indagación se centra el diálogo entre ambos. Ella, indecisa entre la incertidumbre de un futuro deseado y la rutina de un presente seguro, acaba descubriendo su lucha interior en el angustioso interrogante de qué hacer con su vida. Pero Fausto no es sólo el diabólico catalizador de las dudas de su discípula. También él esconde un problema con secuelas sin resolver. Y así, mientras se decide un futuro y se revisa un pasado, se encarna el drama de un presente herido que ambos necesitan comprender. Ahí está el carácter filosófico y ético de la novela. No en vano él está leyendo a Platón. La disputa se nutre de la situación de ambos personajes y sus argumentaciones se apoyan en citas que cada uno maneja como le conviene. Ella aduce unos versos de Keats que identifican verdad y belleza; el rearguye, con palabras de Jönger, que "igual que la luz, tampoco la verdad cae siempre en el lugar agradable". De ahí la sorpresa del final, no por previsto menos revelador de un conocimiento recíproco por medio de dos voces en dos etapas resumidoras de la vida.
Todo esto se desarrolla en un diálogo con múltiples tonos y registros, desde el mutuo acercamiento amable y la curiosidad hasta el reproche, la rabia y el insulto, pasando por un rosario de complicidades, desde la conversación fluida hasta el acalorado debate intelectual o el ataque directo, pasando por la serena reflexión. Lo admirable de esta estructuración narrativa al modo dramático, sin narrador ni acotaciones de ninguna clase, radica en la destreza con que se ha seleccionado y graduado la información que expone el asunto novelado, en la naturalidad con que se han diluido en el texto hablado las adecuadas referencias al espacio y al tiempo, al paisaje y al clima norteños, así como las notas de caracterización de los dos personajes, bien definidos incluso en el lenguaje, pues, conscientes ambos de su común hablar con propiedad, ella dice tacos y él no. Este diálogo configura, además, una novela lírica por la pertinente emoción estética en la contemplación de la naturaleza, en contacto con la magia de un atardecer norteño y con la luz o la niebla de su horizonte marino, también por el tono confesional de muchos momentos y por las simetrías dispuestas en la revelación de dos subjetividades que culminan en la ficcionalización que él hace de las relaciones de ambos en una historia atribuida a un amigo y en el monólogo de ella, única escena no dialogada, a solas con su angustia tras haber pasado la noche con su antiguo amante.
Aquí se comprueba la eficacia de la elipsis. Tampoco faltan en este ejemplar discurso a dos voces el ingenio y el humor. Para que todo sea más intenso, por encima de alguna obviedad y de revelaciones esperables, el tardío combate verbal conduce a la catarsis, como en los buenos dramas. Y la novela pugna por explicarse a sí misma en la cervantina invención de la historia que Fausto atribuye a un amigo y se la cuenta a ella, que se convierte en su receptor crítico.