Imanol Arias en primer plano, con su hijo Jon Arias al fondo, en un momento de la obra 'Muerte de un viajante', de Arthur Miller

Imanol Arias en primer plano, con su hijo Jon Arias al fondo, en un momento de la obra 'Muerte de un viajante', de Arthur Miller Sergio Parra

Teatro

Cómo hacer dramáticamente fascinante una crisis depresiva

Muerte de un viajante, el clásico de Arthur Miller que ha adaptado Rubén Schumacher, está protagonizado por Imanol Arias y se representa hasta el 20 de marzo en el Teatro Infanta Isabel de Madrid

7 enero, 2022 02:21

Noticias relacionadas

Hasta no hace mucho los críticos y estudiosos insistía machaconamente en que Muerte de un viajante era la obra con la que Arthur Miller atacaba el capitalismo. El tiempo transcurrido creo que permite verla hoy más como una historia de familia de clase baja americana dispuesta a mostrarnos sus interioridades, protagonizada por un hombre cerca de la jubilacón profundamente deprimido. Una sale del teatro Infanta Isabel de Madrid, donde se representa hasta el 20 de marzo, impactada por las tribulaciones del protagonista y, sobre todo, por cómo Miller consigue hacer dramáticamente fascinante la crisis final de un infeliz.

“Sí, soy yo. Acabo de llegar”, dice Willy Loman entrando en el comedor de su casa nada más comenzar Muerte de un viajante. Casi dos horas después oímos las últimas palabras con las que se cierra esta dolorosa obra, cuando su esposa Linda le despida en su funeral diciendo: “Estamos libres de deudas. Libres, libres, libres…”. Entre una frase y otra transcurre el último día de un hombre que acaba suicidándose cuando comprueba que la vida le ha arrebatado sus aspiraciones de lograr el éxito. El personaje puede verse como un iluso de 63 años que se resiste a reconocer su mediocridad; o, como bien defiende su amigo en la escena final, un hombre que ha luchado por superarse a sí mismo, con loable ambición por sobresalir, un individualista que al final de la vida pretende que sus hijos le imiten.

El ejemplar texto de Miller tiene 70 años, ya un clásico tejido con numerosos detalles que dosifican sabiamente la información a lo largo de una historia que te engancha de partida y no te suelta. Ejemplar también porque el conflicto social que nos cuenta -desarrollado sin adoctrinamiento ni propaganda-, es propio del hombre común de ayer y de hoy y probablemente de mañana. De antemano se sabe que Loman lo tiene todo perdido -Miller hasta nos lo dice en el título- pero lo importante es identificar las derivaciones morales en su camino hacia el trágico destino.

Padre e hijo reales

El Willy Loman de Imanol Arias tiene un físico convincente, por edad y estatura y su delgadez le confiere cierta fragilidad al personaje, a pesar de que sus achaques de viejo me resultaron impostados en contraste con su actitud chulesca. Parlanchín y gruñón, su constante desesperación le lleva a estar cabreado con casi todos los que le rodean, manteniendo una tensión bronca desde el inicio y hasta el final; echo de menos su faceta de hombre encantador, de la que tanto presume y con la que dice tener seducidos a sus clientes y que quizá ayudaría a crear una tensión dramática mas profunda y desgarradora. Pero tanto su trabajo como la del resto del elenco gana conforme avanza la obra de manera que las aflicciones de su personaje acabaron afectándome.

El antagonista de Willy, su hijo Beef, que curiosamente interpreta Jon Arias (hijo en la vida real de Imanol), se muestra vulnerable, lo que le va muy bien a su personaje, pero consigue sobreponer su energía para “matar” al padre subrayando la distancia que les separa: él no caerá en los sueños de un fantasioso como Willy que se resiste a ver la realidad, entre otras razones porque él ya ha fracasado, con 34 años está en paro y ha pasado por la cárcel. Del elenco destaca también Cristina de Inza, que cumple bien con el papel de esposa amorosa y entregada a proteger y cuidar a su marido.

La dirección del argentino Rubén Schumacher huye del realismo, lo que resulta chocante si tenemos en cuenta que esta pieza suele ser catalogada en este estilo. Creo que su opción facilita poner en escena la confrontación de los recuerdos que Loman tiene de joven con su vida presente. Este diálogo que Miller desarrolla en dos tiempos, evocando escenas pretéritas frente al momento actual, fue uno de los elementos formales más chocantes cuando la obra se estrenó en 1949, por lo que supuso de anticipación y novedad experimental. Schumacher opta por un espacio vacío, limpio y acotado por muros de ladrillos pintados en gris, poblado con 4 simples sillas, que recrean la casita en Brooklyn de los Loman, aprisionada entre altos edificios que les roban los rayos del sol. Basta un rápido y eficaz juego de luces (Felipe Ramos) para sugerirnos el pasado o traernos de vuelta al triste presente.