Image: Buero Vallejo, el ausente

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Teatro

Buero Vallejo, el ausente

23 septiembre, 2016 02:00

Antonio Buero Vallejo

Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad, El tragaluz, La detonación, El concierto de San Ovidio, La Fundación... El 29 septiembre se cumplen 100 años del nacimiento de Antonio Buero Vallejo, creador de algunas de las piezas cumbre del teatro del siglo XX y eslabón fundamental de la historia intelectual de nuestro país.

Cuando este verano tuvo lugar la entrega de los Premios Buero de la Fundación Coca-Cola en el teatro María Guerrero flotaba en el aire una sensación especial. No sólo por las palabras conmovedoras que su viuda, Victoria, dirigió a los presentes, ni por la conciencia de que se cumplía el centenario del autor cuyo nombre llevan los galardones, sino por el hecho singular de que varios centenares de chavales estuvieran recordando juntos y con notable entusiasmo a un dramaturgo al que el teatro profesional ha ignorado de manera flagrante, no sólo durante años, sino incluso en su propia efemérides.

Dicen por ahí que si Buero Vallejo no está en las programaciones de los grandes coliseos públicos es por problemas con sus herederos, y yo ignoro si el dato es cierto o no. Pero me resulta asombroso, y hasta humillante, que no se haya podido llegar a un acuerdo para honrar como se merecía a uno de los dramaturgos esenciales del siglo XX. Y no digo "dramaturgos españoles" porque creo que la cosa va más allá: en sus mejores obras Buero está por encima de algunos nombres internacionales que, sin embargo, gozan de mayor fama sólo porque en sus países los han defendido como aquí no defendemos a nadie. Dramaturgos que venís al mundo: no lo hagáis nunca en España, este país de rencores y mediocridades, de olvidos y miserias. Mi primer contacto con Buero fue a través de la TV: El concierto de San Ovidio en la versión de Estudio 1. Recuerdo el malestar y la fascinación que experimenté viendo esta pieza: aquellos ciegos grotescamente manipulados, reconvertidos en orquesta bufa para diversión de los espectadores y enriquecimiento del empresario que los había contratado, me provocaron pesadillas. Entonces ignoraba quién era Buero; e ignoraba también que la denuncia de la crueldad de unos seres humanos hacia otros era el tema central de su obra porque él mismo era un superviviente literal de esa crueldad.

Supongo que a estas alturas todo el mundo conoce la biografía de don Antonio. Igual no: en torno a Buero no se ha construido un merchandising sentimental como sí se ha hecho con otros autores, quizá porque aquel físico suyo, enjuto, severo, se prestaba poco a la frivolización. Hijo de un ingeniero militar, Antonio Buero Vallejo iba para artista plástico. Su dibujo de Miguel Hernández es un clásico del retrato español del siglo XX, y si uno quiere apreciar la habilidad de Buero con el lápiz no tiene más que darse un paseo por la exposición que la Biblioteca Nacional está dedicando a esa parte de su legado. Incorporado al ejército de la República, sirvió en varios destinos hasta que, finalizada la guerra, le condenaron a muerte por estar en el lado perdedor. A su padre lo había fusilado la República en 1936; a él amenazaba con hacerle lo mismo el Franquismo. La vida tiene a veces estas ironías. Se pasó ocho meses esperando que cada mañana fuera la última hasta que se produjo la conmutación de la pena, y luego otros seis años más hasta que le dieron la condicional. Eso, en una cárcel como las de aquellos días, es mucho para llevarlo a cuestas. Pero en algún momento de aquel periodo Buero, que era aficionado al teatro desde niño, decidió decantarse profesionalmente por las tablas, y a la salida del penal de Ocaña se puso a escribir furiosamente.

Imagen de Historia de una escalera dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente en el CDN en 2003. Foto: Chicho

En 1948 ganó el premio Lope de Vega, el primero que se concedía desde la finalización de la guerra, con Historia de una escalera, y el resto es historia. Yo no contaría esta obra entre las mejores del autor; su costumbrismo ha hecho que envejezca mal. Sin embargo, en el contexto, representó para la dramaturgia española lo que Todos eran mis hijos para el teatro americano: un inesperado pero necesario antídoto contra la autocomplacencia social. Por otra parte, aquello sólo era el principio. Como Ibsen, autor al que consideraba precursor y con el que tiene evidentes puntos de contacto, Buero se lanza a escribir un teatro de ideas que equilibra su densidad intelectual con un agudo sentido estético. La formación como pintor del dramaturgo se hace patente en su permanente preocupación por el efecto plástico. No escribe para que le lean, sino para que sus obras se vean, y de ahí la utilización de aquello que Ricardo Doménech bautizó como efecto de inmersión, mecanismo consistente en sumergir al espectador en situaciones paralelas a las de los personajes. Por ejemplo, en un momento de En la ardiente oscuridad la luz de la escena se va debilitando hasta el oscurecimiento total, obligando al espectador a vivir, siquiera por un instante, la misma ceguera que castiga a los personajes. Buero escribió casi una treintena de piezas y, como suele suceder, muchas de ellas permanecen ignoradas pero revelan aspectos del autor que permiten superar el tópico: Casi un cuento de hadas recicla a Perrault, La tejedora de sueños le da la vuelta a Homero, El tragaluz juega con recursos de ciencia ficción. Si tiene uno que elegir, me quedo con El concierto de San Ovidio y La Fundación, que siguen hoy tan frescas como recién escritas. A principios de los años sesenta, Buero mantuvo una célebre pugna estético-política con Alfonso Sastre. Éste último defendía la radicalización del artista, su negativa absoluta a colaborar con el sistema, excluyéndose voluntariamente de éste, mientras que Buero apoyó el posibilismo, es decir, la idea de cambiar la dictadura desde dentro forzando sus límites. Muchos años después, Sastre escribió, con gran nobleza, que "en aquella polémica (...) ambos teníamos razón".