'El holandés errante' de Willy Decker. Foto: Ramella&Gianesse

'El holandés errante' de Willy Decker. Foto: Ramella&Gianesse

Ópera

'El holandés errante', primera gran obra maestra de Wagner, recala en Palau de les Arts

El montaje que se verá en Valencia lleva la firma de Willy Decker y acentúa, con espacios de grandes proporciones, la desolación de los personajes.

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Vuelve a Valencia la ópera de Wagner Der fliegende Holländer, El holandés errante, también conocida como El buque fantasma, para ser exhibida en el Palau de les Arts, los días 2, 5, 8, 11 y 14 de marzo. Un gran título, la primera obra maestra del compositor germano,  siempre bien recibida y, dada su brevedad (2 horas y cuarto, más o menos) y la relativa asequibilidad de su mensaje, hechuras, extracción melódica y dibujo de personajes y atmósferas, muy aceptada por el público medio, incluso por aquel que prefiere la ópera italiana o francesa por encima de todo.

Wagner, después de Las hadas, La prohibición de amar y Rienzi, empieza a ser realmente original; por el empleo, aún incipiente, del leitmotiv, por el establecimiento de un discurso continuo, por el uso de una armonía avanzada, en la que los centros tonales comienzan a moverse, a viajar, a dotar de una anhelante ambigüedad a la exposición. Pero el melos italianizante está todavía ahí, en la raíz de las frases y de las líneas, incluso en momentos tan intensos como el dúo del segundo acto, cuya apertura, en la voz del Holandés, sigue un dibujo en el que no falta el grupeto de adorno, y cuyo cierre, en animado allegro, viene a ser un finale a la italiana pasado por el tamiz de Carl Maria von Weber, tan conectado asimismo con elementos provenientes del país de Dante. En esta obra confluyen, pues, en la cima de un apasionado romanticismo, vectores heredados de la ópera germana y trazos muy propios de la lírica meridional, que muestran, después de todo, el apego del compositor de Leipzig a las fórmulas tradicionales. 

Para alcanzar la expresión deseada y acoplarse a la melodía continua y reproducir de manera audible las muy largas frases previstas, unas veces fusionadas con el conjunto, otras destacando por encima de él; para cantar, efectivamente, la música de Wagner, se requieren unas condiciones específicas esenciales, mínimas de potencia y resistencia, que puedan servir esa propensión del músico a escribir extensos fragmentos vocales, pesantes y agotadores en los que se dan cita distintos procedimientos canoros como el parlato, el recitado dramático, la larga voluta melódica.

También son muy importantes la densidad y, naturalmente, la línea de canto. El mismo concepto de melodía continua establece ya ese pie forzado, pese a que en ocasiones se presenten numerosos fragmentos en los que ese canto pueda ser más crispado o irregular, más dramáticamente declamatorio. El ideal sonoro de Wagner quedó perfectamente plasmado en la práctica de su teatro de Bayreuth, construido de acuerdo con sus indicaciones. La especial disposición del foso y la forma de la sala, la madera que la reviste procuran una singular acústica en la que parecen estar mezclados los colores como en una pintura al óleo. Una imagen compacta, ajena a lo agresivo, equilibrada y plena de sutil proporción. 

Por supuesto, todo realizado con talento, con temple, con vigor y con la sabiduría de quien sabía pintar atmósferas en las que la naturaleza en su máximo esplendor, en su versión más desatada, estaba presente. Ese clima fantasmagórico que advertimos, por ejemplo, en el Der Freischütz (El cazador furtivo) de Weber, el del bosque milenario, el de las leyendas ancestrales, lo reconocemos en esta ópera del joven Wagner trasladado a un paisaje en el que es protagonista el mar embravecido y en el que todo aparece dominado por las leyendas nórdicas. Las olas y los acantilados, la noche pavorosa de las tempestades son el marco por el que discurre esta historia en la que se dan cita ya algunas de las obsesiones y de los temas wagnerianos de siempre: amor, redención, muerte, punición eterna. 

No es nada fácil por todo lo apuntado hasta ahora llevar a buen puerto -nunca mejor dicho- esta obra marina. En esta ocasión se cuenta con mimbres muy aceptables. El primero reside en el foso, donde mora el titular musical (hasta dentro de muy poco) del teatro valenciano, James Gaffigan, que ya dirigiera con buen éxito Tristán e Isolda. Batuta segura, que bate en todos los planos, sentido de las proporciones, apoyo a las voces, intensidad expresiva sin alharacas han marcado de manera general sus actuaciones.

Cuenta con un equipo prometedor encabezado por el joven bajo barítono estadounidense Nicholas Brownlee, habituado a vestir los ropajes e otros ilustres personajes wagnerianos como Wotan, Donner, Amfortas o Sachs. Timbre de excelente metal, que recuerda, sin su peso monolítico, al del gran Kurt Moll. A su lado una Senta muy reconocida, Elisabet Strid, que se ha lucido en la parte más de 60 veces. El enorme bajo que es Franz-Josef Selig será Daland y el Tenor Stanislas de Barbeyrac tratará de sortear las dificultades que plantea la desagradecida parte del pobre Erik.

Se dejará notar la mano del casi siempre acertado regista Willy Decker, amigo de hábiles prospecciones psicológicas, que plantea la acción en una sencilla escenografía, pero de grandes proporciones, con habitaciones gigantescas vacías, lo que sin duda acentúa la desolación de los personajes. Es una producción del Teatro Regio de Turín y de la Ópera Nacional de París.