Robe Iniesta durante un concierto en Madrid en 2022. Foto: Gtres

Robe Iniesta durante un concierto en Madrid en 2022. Foto: Gtres

Música

Robe: de un tiempo, un lugar y un poeta

Era el poeta de todos porque para todos tenía una canción, y siempre era la más pertinente. Fue la mejor compañía para algunos de mis peores momentos.

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Cada tiempo tiene su poeta: vivimos un momento somero, hipócrita y gris. Cada lugar exige ser cantado a su modo: nos ha tocado vivir en un país defraudado, descompuesto, banderizo.

Robe era —es— el poeta de estos días porque supo ser hondo, nunca temió decir la verdad y llenó sus versos de colores. Robe era —es— el poeta de esta destartalada España y de los que de buen o mal grado la forman y habitan porque supo mantener la pasión y la ilusión en lo más hondo de la desesperanza, porque desde el caos aprendió a hacer catedrales con sus canciones y porque jamás renunció a la libertad radical e inconveniente de su mirada.

Inconveniente para todos, no sólo para los unos o los otros y empezando por sí mismo. Así logró, logra y me temo que seguirá logrando que lo reivindiquen desde todas partes.

Con él, lo siento, no puedo ser objetivo. No aspiro a serlo, tampoco. No me da la gana: se ha ido, joder —él no lo diría de otra forma—, cuando todavía tenía dentro un montón de buenas canciones. Basta escuchar su último disco, Se nos lleva el aire, y en él himnos tan poderosos como “El poder del arte” o “Puntos suspensivos”.

Ya sabemos todos los que llevamos un rato por aquí que los mejores caen antes bajo la espada, como recuerda el epitafio en la tumba de los amigos de Noodles en Érase una vez en América, pero nunca se resigna uno cuando el filo cae y se lleva a quien todavía tenía tanto hermoso que ofrecernos.

No puedo ser objetivo, entre otras cosas, porque Robe me ha dado demasiadas razones para estarle agradecido, y si me atrevo a compartir esta reflexión personal es porque me asiste la fundada sospecha de que no soy un caso único.

Si tuviera que elegir una sola entre todas, diría que con su música contundente o melancólica y su verso siempre de acero y a flor de piel supo ser la mejor compañía para algunos de mis peores momentos.

Es ese un poder que tienen muy pocos: alumbrar la alegría es algo que hace cualquiera; iluminar el dolor, la tristeza, la soledad, la pérdida, el error, el fracaso sin paliativos, es un arte reservado a unos pocos elegidos de los que Robe encabeza el escalafón.

No sólo lo sé yo: también lo sabe, por algo será, el antaño sargento y hoy ya suboficial mayor Bevilacqua, que cuando está con su inseparable Chamorro en la intimidad del coche con el que recorren la piel de toro lo elige una y otra vez para conjurar sus fantasmas, para mejor acarrear sus tropiezos, para sujetarse a un deber y un decoro de los que la realidad voluble e indecente le invita a dudar una y otra vez.

He oído su voz desgarrada en conciertos bien surtidos de simpatizantes antisistema, en un blindado del Ejército, en un coche policial

Por eso en cierta ocasión le pone “Del tiempo perdido”, y cuando terminan de escucharla le dice a su compañera que se ocupe de que suene en su funeral, para que conste que no le importó dilapidar sus días luchando por esas causas perdidas que son lo único que nos permite abrigar alguna esperanza de no malgastar miserablemente la vida.

Lo sabe, también, la inspectora Manuela Mauri, que cuando va con su pareja hacia un hospital a jugarse la vida se echa a llorar, pero no de pena, sino de todo lo contrario, porque él le hace escuchar “Si te vas” para que sepa que no puede irse, que no va a irse, que tiene una buena razón para no quedarse en la mesa de operaciones y que luego aguantará todo lo que tenga que aguantar para ponerse bien y regresar a la batalla. Por algo será, también, y mucho podría decir al respecto, si le preguntan, Noemí Trujillo, que me ayuda a darle a Mauri pulso y aliento.

Robe es, en fin, el poeta de todos porque para todos tenía una canción, y siempre era la más pertinente, y nunca dejaba de ser verdad. A los pacifistas los conmovía con “La vereda de la puerta de atrás”, y sus soldados que son flores de madera y su ejército que no tiene bandera, sólo un corazón. Y a la vez sabía emocionar a los uniformados, cantando en “Guerrero” a quienes se plantan en un desfiladero, a aquellos que al matadero no han venido a mirar, a los que luchan, incluso o sobre todo, contra el enemigo que siempre llevan consigo.

Sé de lo que hablo: he oído su voz desgarrada en conciertos bien surtidos de simpatizantes antisistema, en un blindado del Ejército, en un coche policial.

Se ha ido, sí, pero seguirá resucitando en las noches más oscuras de muchos, en la luz inextinguible de sus canciones.