Una imagen de 'La zona de interés', de Jonathan Glazer

Una imagen de 'La zona de interés', de Jonathan Glazer

Cine

Las extrañas fugas en Cannes de Nuri Bilge Ceylan y Jonathan Glazer, que apunta a la Palma de Oro

Glazer ofrece una devastadora historia sobre el Holocausto en 'La zona de interés' y Bilge Ceylan vuelve a demostrar un impecable manejo de la prosa poética en 'Sobre tierras secas'

20 mayo, 2023 15:53

Si nos preguntábamos si aún es posible otro filme sobre el Holocausto, situado en Auschwitz, y que pueda contarnos algo que no haya sido contado, ese filme podría ser el último de Jonathan Glazer, a competición en el certamen.

Basado parcialmente en una novela de Martin Amis, La zona de interés nos interna no ya en el campo de exterminio, sino a unos pocos metros al otro lado de sus muros, en el domicilio familiar de su comandante, el infame Rudolf Höss. El espectáculo de la feliz convivencia de la familia Höss, el matrimonio y sus cinco hijos, a quienes se suma más tarde la abuela, es en ocasiones tan atroz de soportar como lo que ocurre al otro lado del muro. Es la perfecta ilustración, si queremos, de la banalidad del mal.

Resulta imposible abstraerse de lo que está ocurriendo a unos pocos metros del palacio-jardín particular que meticulosamente está construyendo Hedwig Höss (Sandra Hüller, a quien recordamos de Toni Erdmann) en el domicilio, con la expectativa de que en un año todo crezca tanto que “cubra el muro”.

Aparte de las chimeneas constantemente en funcionamiento, alzándose en segundo plano; aparte de los ferrocarriles del terror que llegan y salen, y de las reuniones en el jardín sobre la forma más eficaz de sistematizar el exterminio para funcionar durante las 24 horas del día, el sonido ambiente, prácticamente sin interrupción, es el de los horrores del otro lado: ejecuciones, órdenes, gritos y el percutiente, escalofriante chisporroteo de los hornos crematorios.

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Una banda sonora, toda ella, acompasada por la siniestra sinfonía compuesta por Mica Levi, que abre la película durante cinco minutos, pantalla en negro, para cortar después a una estampa idílica, cuasi renoiriona, de la familia Höss al completo disfrutando de un día de campo junto al río en los aledaños de Auschwitz.

Mientras los niños juegan en el patio trasero, regalan a su padre una barca por su cumpleaños o van a nadar al río contaminado de cenizas, de alguna manera, todos ellos consiguen bloquear el horror que acontece a unos pasos de su burbuja. Las criadas, jardineros y demás trabajadores de la casa, prisioneros judíos, son ignorados del mismo modo, como si fueran presencias invisibles que solo están ahí para servirles.

Los Höss simplemente han decidido ignorar el infierno de los otros para mantener vivo su pequeño paraíso. La única persona que muestra un gesto de culpabilidad es la madre de Hedwig, que en su primera visita abandonará el domicilio a las pocas noches ante imposibilidad de ignorar la fiereza de los hornos sacudiendo las ventanas de su dormitorio.

Para bien o para mal, Höss será reasignado a otro destino para coordinar la gestión global de la Shoah -que dará lugar a una reunión de trabajo terrorífica entre los directores de todos los campos de exterminio nazis-, pero su mujer le pide quedarse con los niños en la casa porque están viviendo la idílica vida que habían soñado.

Si no sospecháramos que efectivamente alguien como Hoss, que aniquiló a más de un millón de judíos, debía ser completamente inmune al infierno (presume al teléfono con su mujer sobre su ingenio para “gasear a los presos”), la banalidad con que él y su familia continúan con sus vidas domésticas resulta tan terrible que hasta puede bordear la caricatura. Dado que el presidente del jurado es Ruben Ostlünd, a quien sospechamos que le interesará enormemente, no sorprendería que recaiga un premio mayor en la película.

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Uno de los grandes debates filosófico-cinematográficos del siglo XX, espoleado por La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), consistió en dilucidar la opción moral de filmar lo irrepresentable. Aquí mismo en Cannes, hace unos años, el húngaro Lázló Nemes aportaba un argumento casi definitivo a ese debate con la extraordinaria El hijo de Saúl (2015), y Glazer vuelve a filmar el horror fuera de campo.

Pero eso otro que nos muestra, su reverso tenebroso, aparte de apelar al imaginario de lo que sabemos que está ocurriendo (precisamente por las películas que lo han representado, como de Spielberg), nos invitan no tanto a la conmoción emocional, sino a la creación de un pensamiento, ejecutada desde la autoconciencia de querer ser una película muy importante, necesaria, histórica y superlativa en sus ambiciones de ecos kubrickianos. Y probablemente no lo sea.

Desde esa posición elevada, The Zone of Interest se ofrece así como un dispositivo fílmico redundante, una reflexión en torno a una sola idea sobre la distancia y el punto de vista desde el que poder filmar y representar los horrores de la historia. Aunque la inmersión de naturaleza experimental en el lenguaje cinematográfico no es tan poderosa y convincente como lo fue en su anterior trabajo, Under the Skin (2013), el director británico introduce algunas secuencias de carácter onírico, experimentado con el negativo de la imagen mientras Höss lee el cuento de Hansel y Gretel a sus hijas pequeñas (sobre cómo incineran a la bruja en un horno).

Y al final del relato, que se corta abruptamente, emprende una discutible fuga al quehacer de las limpiadoras del museo de Auschwitz en nuestros días. En gran medida, estas fugas no dejan de chirriar en el conjunto, y en el mejor de los casos nos indican que sin lugar a dudas todavía hay muchos modos en que el cine puede representar lo que resulta a todas luces irrepresentable.

Las grandes dicotomías turcas, según Nuri Bilge Ceylan

Una imagen de 'Kuru Otlar Üstüne', de Nuri Bigel Ceylan

Una imagen de 'Kuru Otlar Üstüne', de Nuri Bigel Ceylan

Otra de las extrañas fugas a otra dimensión espacio-temporal con las que nos están intrigando algunos títulos del festival (bien sea en el impresionante filme argentino Los delincuentes o incluso en la magnífica aventura de Indiana Jones) lo experimentamos en la nueva película del turco Nuri Bilge Ceylan.

No daremos mucha importancia a esa escapada, breve y aparentemente caprichosa, realmente inexplicable (al menos para este cronista), en la que el actor protagonista del relato, un profesor de escuela acusado de no mantener la “distancia correcta” con sus alumnos, se sale de la habitación donde acontece una escena climática para recorrer el estudio de rodaje, entrar en su camerino por unos segundos y tomarse una pastilla.

La relevancia de Kuru Otlar Üstüne (Sobre tierras secas) reside en su impecable prosa poética, que combina largas secuencias dialogadas y caracterizaciones profundas con una estructura de relato novelístico que va más allá de la precisión. Y como siempre en el cine del turco, el paisajismo se ofrece como una forma de retrato de la realidad interior de los personajes.

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Sus más de tres horas de metraje, situados en su mayor parte en la escuela de una pequeña población, se centran en Samet, profesor de escuela que comparte piso con otro docente del centro bajo la ansiedad y el hastío de una existencia en la que ya no encuentra gran estímulo, deseoso de ser transferido a la gran ciudad.

Hay dos tramas principales en el filme, dos bloques narrativos que se centran en las circunstancias de ambos personajes. La primera planea sobre la investigación y los efectos de una supuesta carta de amor que una alumna ha escrito a Samet (aunque puede haberle escrito a un compañero), y de las acusaciones que recibe por parte de las autoridades escolares de avivar un trato demasiado cercano con los alumnos. La segunda, que hace crecer la película, se centra en otra relación, la que mantienen ambos con Nuray, otra profesora de una población vecina, víctima de un ataque terrorista.

En apariencia inconexas y descosidas, ambas historias tejen un sólido discurso, en un país donde “o eres cobarde o eres un traidor”, sobre las grandes dicotomías turcas que viene explorando Ceylan en su valiosa filmografía (ya premiada previamente con la Palma de Oro), un país dividido entre la tradición y la modernidad, el patriarcado extremo y el empoderamiento femenino, la ciudad y el campo...

En el tramo final del filme, la voz en off del protagonista trata de establecer algunas conclusiones sobre el opaco guion, poblado de disquisiciones y debates sin aparente rumbo fijo, que, sin embargo, ejercen un efecto parecido a sumergirse en una novela decimonónica atravesado por corrientes existencialistas del siglo XX. No es la mejor película de Bilge Ceylan, ni la más lograda y accesible en su retrato social (esa sería Érase una vez en Anatolia), pero no deja de ser una muestra más del singular talento de este cineasta superdotado.