Image: Inmersos en el Holocausto

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Cine

Inmersos en el Holocausto

15 mayo, 2015 02:00

Una imagen de El hijo de Saúl

Una grata sorpresa en el Festival de Cannes. El húngaro László Nemes, con su extraordinario debut The Son of Saul, lleva a un lugar insólito la representación cinematográfica de la Shoah.

Tiene 37 años, es su ópera prima y es una obra maestra. Apenas en el segundo día, el húngaro Laszlo Nemes ha dado el primer golpe en la mesa, la primera gran sorpresa del festival. Se llama El hijo de Saúl y es una película que lleva el siempre tan delicado cine de ficción en torno al Holocausto nazi un paso más allá en la historia del cine. No se había visto nada igual. Es capaz de concentrar la experimentación autoral, elementos del survival y el cine carcelario, y sobre todo, ofrece un posicionamiento moral respecto a la puesta en escena de lo irrepresentable (por la abyección, por el horror y porque nunca se registró visualmente) con brutal originalidad, fuerza cinemática, inteligencia y respeto a la memoria histórica. Sabemos que es uno de los debates centrales en la historia de las imágenes (Godard, Resnais, Lanzmann, Sontag, Bazin, etc.), el pecado original del cine y todo lo demás, y la película de Nemes parte claramente de esos presupuestos, que no son solo de carácter cinematográfico, sino que revelan el modo en que escribimos la historia del hombre y sus terrores.

Sin matices: ¿el rigor de la Shoah documental de Claude Lanzmann o el dramatismo spielbergiano de La lista de Schlinder?, ¿la precisión histórica y poética de Noche y niebla o la celebración vital de Roberto Benigni? No podemos imaginar lenguajes más opuestos. ¿Qué clase de ética hace espectáculo con el horror histórico? En cierto modo, espectadores y críticos ponen a prueba sus conceptos sobre el arte del cine frente a este tipo de películas. El hijo de Saúl no puede ni quiere huir de este debate, pero se posiciona en otro lugar. Apelando a la inmersión total, se coloca en un lugar insólito pegándose a la anatomía del ficticio Saul Ausländer (Géza Röhrig), deportado judío que forma parte de la Sonerkommando en Auschwitz. Como nos anuncian los títulos que dan entrada a la atrocidad -y el ingreso en el horror, les aseguro, es inmediato-, los llamaban los "portadores de secretos", vivían aislados de los prisioneros y forzados a asistir como mano de obra a los mandos nazis en la logística del exterminio.

No es un relato ni en primera ni en tercera persona. La cámara no se despega de Saul, el foco es su rostro y su nuca, y somos testigos de todo lo que acontece a su alrededor -el "todo" con mayor peso y más infernal imaginable: tiros de gracia, cámaras de gas, crematorios, descuartizamientos, fosas comunes, etc.- de forma fragmentada y la mayor parte del tiempo desenfocada, en segundo plano. Es consecuente: no existen planos generales del Holocausto. Lo sabemos todo de lo que acontecía en los campos de exterminio, pero lo que existe es un imaginario del terror hecho de fragmentos y anclado en la sugerencia, construido a partir de testimonios reales, de la literatura y la poesía y, sobre todo, la cultura de la imagen. La concepción de Nemes parece una traducción visual de ese imaginario colectivo que retrata el lado más monstruoso del ser humano en el siglo XX.

La claustrofobia es inmediata, el pánico no cesa. El perpetuo movimiento de la cámara nos conecta con Béla Tarr, desde luego, con quien ha trabajado Nemes (fue su ayudante de dirección en El hombre de Londres), también con los hermanos Dardenne, pero sobre todo nos devuelve al abigarramiento y la tensión de Cómo ser un dios, el reciente milagro fílmico del desaparecido Alexei German. Bajo estos presupuestos visuales, el terror surge sobre todo del sonido fuera de campo. Los márgenes del plano devoran su centro. El infierno es el griterío y las órdenes y la demencia humana que se desató en los campos de exterminio, y también el miedo y la determinación de un hombre que ha visto a su hijo morir y solo piensa y actúa para darle sepelio. El drama es tozudamente íntimo y desesperadamente colectivo.

Se suma otra capa narrativa al filme, la que introduce un motín y un intento de fuga de los prisioneros. Se calcula que unos 800 prisioneros lograron huir de las alambradas de Auschwitz, pero la historia que Nemes pone en escena surge de fabular con la historia. El hijo de Saúl no se escuda con la premisa "basada en una historia real", esgrimida por tantas películas que no han tenido problemas en pisar los terrenos más indecentes, lacrimógenos y maniqueístas en la representación del holocausto. No es el caso de esta película. A su fabulación con la historia se adscriben los elementos del cine carcelario (la trama de la insurrección) y los códigos del survival que ocupan el tramo final, y cuyo magnífico cierre tendrán que descubrir por su cuenta con la sonrisa congelada.

En su testarudo proceso, Sául se aísla del horror como lo hace la película, aún participando de él (¿nosotros también?). Esto permite a Nemes huir de todo efectismo, retratar con heladora indiferencia la logística de la "solución final" en la factoría de la muerte: los verdugos hablan de la urgencia de "eliminar" unas cinco mil "piezas" en una noche. Asistimos al horror casi de refilón, pero al mismo tiempo inmersos por completo en la experiencia. Vemos la película de un tipo que quiere enterrar a su hijo en un contexto infernal, pero vemos al mismo tiempo un capítulo histórico en los últimos y más demenciales días de Auschwitz, en octubre de 1944. No podemos huir de lo que queda fuera del centro del plano. No podemos huir de nosotros.

[Nota: Afortunadamente, el filme ya tiene distribución española. Para cualquier espectador, la experiencia debería ser irrenunciable].