Image: La libertad considerada como fantasma

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Cine

La libertad considerada como fantasma

por Javier Tomeo

8 enero, 2004 01:00

Jacqueline Andere y Silvia Pinal en El Ángel Exterminador

El ángel exterminador -próxima entrega de la Filmoteca de El Cultural del jueves 15 de enero- plantea para el escritor Javier Tomeo una serie de preguntas todavía sin respuesta. Afirma Tomeo que, con este filme, Luis Buñuel se permitió "alterar las fronteras de la realidad inmediata". Pieza ejemplar del surrealismo y el absurdo, El ángel exterminador es para muchos críticos y espectadores la mejor película del genio de Calanda. Sobre ella también escriben en el cuaderno de dieciseis páginas que acompaña al DVD, el crítico Jesús Palacios y el cineasta Cesc Gay.

El arte que innova es siempre impopular. Nos lo enseñó Ortega hace años. En su momento, por ejemplo, fue impopular el romanticismo. Luego, superada aquella primera etapa, el pueblo lo hizo suyo y lo defendió a capa y espada.

El arte abstracto y el surrealismo, sin embargo, lo tienen peor. No sólo fueron impopulares en su primera época, sino que continúan siéndolo todavía hoy. Del arte abstracto podríamos decir, con Ortega, que es incluso antipopular. Hace años se levantó por encima del pueblo llano, en otra dimensión, y en ella continúa todavía hoy, humillando en cierto modo a la inmensa mayoría de los ciudadanos sobre los que, sin embargo, se sitúa hoy el centro de gravedad de un consumismo a ultranza.

En unos tiempos en los que prevalecen de forma abrumadora los mensajes culturales y publicitarios capaces de motivar a la masa y de empujarla en la dirección que conviene a quienes la manipulan, resulta lógico que esos ciudadanos de a pie se sientan irritados por la permanencia de un arte que se permite alterar las fronteras de la realidad inmediata, que cambia incluso los colores de las cosas y que, al hacer todo eso, les está recordando sin piedad su condición de simples amanuenses en el mundo de la cultura.

Sucede, sin embargo, que algunos de esos ciudadanos se arman de buenas intenciones y se esfuerzan por comprender. No quieren sentirse como todo el mundo y no se resignan al misterio. Nos lo explica también Ortega: "Es, intelectualmente, masa el que ante, un problema cualquiera, se contenta con pensar lo que buenamente encuentra en su cabeza. Es, en cambio, egregio quien desestima lo que halla sin previo esfuerzo en su mente y sólo acepta como digno de él lo que aún está por encima de él y se exige un nuevo estirón para alcanzarlo".

Decimos todo eso pensando en las personas que todavía hoy tratan de explicarse el surrealismo de algunas películas de Luis Buñuel. Esos ciudadanos no aceptan los enigmas que les propone el genio de Calanda y, para que encajen todas las piezas de su puzzle, prefieren darse a sí mismos las explicaciones más peregrinas.

¿Por qué crees tú, se preguntan, que Buñuel utiliza dos actrices para representar el mismo papel en Ese oscuro objeto del deseo? ¿Quiso expresar de ese modo que las mujeres, si bien no tienen unos labios únicos, como deseaba lord Byron (para besarlas a todas al mismo tiempo), sí tienen un alma común, sea cual fuere el color de su pelo? ¿Será tal vez, como dicen otros, que solucionó de ese modo un conflicto de producción entre españoles y franceses, cuando cada uno de los coproductores quiso imponer su actriz? ¿Por qué razón, en El ángel exterminador, se repite la entrada de los invitados en la mansión precisamente cuando dos sirvientas estaban a punto de huir? ¿Por qué el anfitrión repite el brindis? ¿Fueron realmente errores de montaje, que Buñuel, que daba mucha importancia al azar, aceptó luego como buenos? ¿Lo hizo tal vez porque la película le quedaba corta? ¿No será más bien que Buñuel gustaba de repetir ciertas escenas, tal como se hizo luego en el cine experimental europeo?

Sigamos con más preguntas: ¿y las ovejas, en El ángel exterminador? ¿y ese oso que deambula berreando por la elegante mansión? ¿Simboliza, como piensan algunos, a la Unión Soviética, dispuesta en aquellos tiempos a devorar a todos los burgueses?

Vamos, por fin, a la pregunta fundamental: ¿por qué los comensales no pueden salir del salón? ¿por qué no intentan cruzar el umbral y recuperar la libertad? ¿Ese es el castigo que merecen unos individuos que se encogen de hombros cuando descarrila un tren y sólo mueren en el accidente los pasajeros que viajan en tercera clase?

Todo el mundo tiene derecho a preguntar. "Haga lo que haga -nos dice el propio Buñuel- siempre verán en mí los tres pies al gato".

Pero sigamos el hilo de nuestra película: tras la cena, los invitados pasan al salón y pronto advierten que una fuerza misteriosa les impide salir. Se intranquilizan cada vez más y empiezan a caer las máscaras. Pasa el tiempo y salen a relucir todas las fobias y filias. La degradación es imparable. Una de las damas encerradas (Leticia, interpretada por Silvia Pinal) nos dice, hablando en nombre de todos, que están asomados a una "horrible eternidad". El reducido espacio por el que van y vienen los veinte prisioneros se abre a profundidades abismales, se transforma en la lóbrega mazmorra de un castillo encantado. Acaban perdiendo la cuenta de los días que llevan encerrados, mueren los más débiles y llega por fin el día en el que recuperan la libertad. Los supervivientes se sitúan en la misma posición que ocupaban en el momento en el que se cerraron las puertas invisibles del salón, pronuncian las mismas palabras y, como por arte de birli-birloque, se deshace en alguna parte el nudo misterioso que les impedía ser libres.

Gracía Riera, uno de los críticos que más ha estudiado la obra mexicana de Buñuel, señala que en El ángel exterminador se manifiesta una inclinación vehemente por el encierro y, al mismo tiempo, un deseo no menos vehemente de apertura. Al fin y al cabo los invitados son libres para abandonar el salón, no hay una barrera física que se lo impida, pero no lo hacen. Buñuel insiste pues en esta película en su personal concepto de libertad, que consideró inalcanzable. Puede, sin embargo, que la clave para comprender el encierro de los invitados nos la facilite el propio Buñuel en la primera parte de la película, cuando, tras el brindis repetido del anfitrión, los huéspedes nos ofrecen un auténtico recital de insensateces y una absoluta falta de entendimiento recíproco.

Recordemos, por ejemplo, al coronel que confiesa que le "revienta el retumbar estruendo de los cañones" y que define a la patria como el conjunto de ríos que van a dar en el mar. Recordemos, asimismo, el tragicómico resbalón del camarero cuando se disponía a servir a los comensales un exquisito guiso maltés, la pareja de prometidos que hablan como si no se conociesen, los absurdos comentarios sobre la fauna de Rumania...

El elegante comedor se convierte muy pronto en una especie de torre de Babel, en el que cada cual utiliza su propio lenguaje.

¿Merecen la libertad, puede preguntarse alguien, unos individuos que se ignoran e incluso se desprecian? ¿Merecen ser libres quienes son incapaces de dialogar? ¿No resulta más lógico que los tobillos de todos esos sujetos acaben ceñidos por argollas invisibles?

Cuando se enciende la luz de la entrada y los "náúfragos", convertidos en una horda de desarrapados, salen al jardín de la mansión, algunos sirvientes, que les esperaban en la calle, no demuestran una alegría especial. Corren a su encuentro, es cierto, pero lo más probable es que, en el fondo, les reviente ver salir sanos y salvos a los que estuvieron humillándoles durante años.
Cambio de plano. La cámara nos muestra las cúpulas de una iglesia mexicana que nos hacen pensar en la Basílica del Pilar de la capital aragonesa. Inmediatamente pasamos al interior del templo y nos reencontramos con los invitados, que han recuperado sus aires de respetables burgueses. Un sacerdote de rostro patibulario, ayudado por dos acólitos, celebra un solemne Te Deum en acción de gracias. Acaba el oficio, voltean otra vez las campanas, idénticas seguramente a las que ensordecieron al propio Buñuel en su juventud zaragozana, y cuando los fieles se disponen a abandonar el templo, comprueban que no pueden salir a la calle. Vuelven a estar encerrados. Se repite, pues, la misma situación de días atrás. La libertad es, efectivamente, un poco de niebla, un fantasma. Otra bandera amarilla en la entrada de la iglesia señala el nuevo encierro de los apestados. Antes eran veinte, ahora son más de doscientos. "Es como una epidemia que se extiende hasta el infinito", observa el propio Buñuel. Inexplicablemente estalla en la puerta de la iglesia una algarada popular y suenan algunos disparos por parte de los represores mientras una columna de corderos se encamina mansamente hacia la entrada del templo. Esos corderos inocentes serán con toda seguridad las nuevas víctimas propiciatorias. Una película, en suma, llena de hallazgos magistrales, que resulta ciertamente inquietante, sobre todo para quienes no son capaces de escaparse, aunque sea únicamente un par de horas, del mundo de la lógica cartesiana en la que dos y dos son siempre cuatro.

"Desde luego -nos dice el genio de Calanda- no he introducido ni un solo símbolo en el film y aquellos que esperen de mí una obra de tesis con un mensaje... ¡pueden esperar! Pero que El ángel exterminador es susceptible de ser interpretado, qué duda cabe. Todos tienen derecho a interpretarlo como quieran. Hay quien le da una interpretación únicamente erótico-sexual. Otros, política. Yo le doy más bien una interpretación histórico social".

Algunos opinaron, incluso en México, que la película se ve perjudicada por la deficiente calidad de los actores. Buñuel no está de acuerdo y considera que, aunque no sean, en absoluto, de primera fila, en conjunto le parecen bastante buenos. "Por otra parte, añade, no creo que se pueda decir de una película que es interesante y, al mismo tiempo, que está mal interpretada".

El mismo año que se inició en México el rodaje de El ángel exterminador (1962), el cosmonauta John Gleen, liberado de la fuerza de la gravedad, completó un vuelo maravilloso alrededor de un mundo que, sin embargo, estaba (y continúa estando) muy lejos de solucionar sus problemas más graves. Y eso es lo que pretendió Buñuel, tanto con el El ángel exterminador, como con sus otras películas: dejar constancia de que el hombre no está viviendo, ni mucho menos, en el mejor de todos los mundos posibles.