Escena de 'Ladrón de bicicletas', de Vittorio De Sica

Escena de 'Ladrón de bicicletas', de Vittorio De Sica

Cine

'Ladrón de bicicletas': los ojos de un niño

25 septiembre, 2003 02:00

El Neorrealismo italiano, elaborado teóricamente y plasmado en las pantallas a mediados de los años 40, no fue sino la feliz culminación de una larga aspiración que ya contaba con antecedentes e intentonas: dotar a la ficción cinematográfica del máximo verismo en el empeño de representar la realidad.

El cine francés y el soviético habían abordado el objetivo, y, siempre bajo principios estéticos y políticos, no faltaban muestras en el cine norteamericano. Sin embargo, no se había obtenido la fórmula en toda su pureza y sencillez. Rossellini ya había hecho Roma, ciudad abierta (1945) y Paisá (1946). Y el propio Vittorio de Sica había rodado El limpiabotas (1946), que deslumbró en el mismísmo Hollywood y obtuvo el Oscar. Con otras aportaciones no menos importantes, las bases del Neorrealismo ya estaban puestas. Recordemos los preceptos y los propósitos elementales: reflejar en la pantallas con el máximo sabor a realidad los problemas del país y de la gente corriente, mediante historias sencillas, narradas de forma directa y, a ser posible, interpretadas por actores no profesionales en escenarios naturales.

Pero fue Ladrón de bicicletas (1948) la película que canonizó el movimiento neorrealista y la que ha quedado como más emblemática. Basada en una novela de Luigi Bartolini, cuenta la abrumadora peripecia de un obrero a quien roban la bicicleta que necesita para su trabajo como empleado municipal, bicicleta que, para salir del paro, había recuperado empeñando su ropa de cama. En compañía de su pequeño hijo, vivirá una aciaga y humillante jornada en la que, entre otros incidentes, localizará al ladrón pero no podrá recuperar su vehículo y cuando, desesperado, roba él una bicicleta, resultará detenido y abochornado. Todo ello, siempre ante la mirada dolorosa e insoportable de su hijo.

En la Italia empobrecida de la posguerra, una historia así, y trufada además de infinidad de apuntes sobre la sociedad del momento y la vida cotidiana, adquiría una gigantesca dimensión como drama social. Pero las opiniones se dividieron. Encumbrada por la crítica internacional, la película encontró en el público italiano una respuesta ambivalente. Mientras unos espectadores se conmovían y daban por buena y necesaria su identificación con lo que sucedía en la pantalla, otros no querían saber nada de sus propias miserias y huían de la película para seguir distrayéndose con el cine de evasión y de espectáculo.

Del mismo modo, unos comentaristas consideraron que la película ponía el dedo en la llaga social, pero de forma insuficiente, pues, embadurnada de buenos sentimientos de filiación cristiana, no planteaba con contundencia críticas ni soluciones de cambio. Dicho en planta, la izquierda marxista más estricta atacó la película, mientras que los sectores cristianos vinculados a la acción social la aplaudieron.

Dando por hecho la excelencia en la materialización en esta película de los postulados neorrealistas, ¿cuál es el secreto del enorme impacto que la película causa en el espectador? El agudísimo crítico John Kobal respondió a esta pregunta con una valoración breve y clara: “Es una película de tal simplicidad y tan directa que parece como si no hubiera nada entre el espectador y la propia experiencia”.

Es asombroso que esa simplicidad se consiguiera tras el siempre chirriante proceso de adaptar una novela -y fueron muchas las modificaciones- y tras pasar por las manos de siete guionistas, aunque Cesare Zavattini fuera quien llevase la voz cantante de principio a fin.

Los méritos de Vittorio de Sica fueron infinitos desde que rechazara la tentadora oferta millonaria del magnate David O’Selznick, condicionada a que Cary Grant fuera el protagonista. Como es sabido, el infortunado obrero fue interpretado por un auténtico trabajador en paro que jamás había hecho cine, Lamberto Maggiorani, que fue seleccionado cuando se presentó ante De Sica, en una audición, con su hijo para que el niño fuera elegido para el papel del hijo de la ficción. El chico fue rechazado, pero De Sica se quedó con el padre.

Es evidente que el drama humano del obrero Antonio Ricci, claveteado sobre el tablón social de la pobreza, el paro, la insolidaridad y la soledad, acongoja a los espectadores, remueve su conciencia social y política mientras, gracias a la levedad de la narración y a la sencillez de la anécdota argumental, persiguen, también ellos, con angustia la bicicleta desaparecida.

Pero, mientras las conquistas del decálogo neorrealista y la contundencia del documento socio-político parecen acaparar las virtudes del filme, puede ser oportuno someter a consideración la siguiente hipótesis: la auténtica clave de todas las emociones que la película suscita está en el niño, en el hijo, en su mirada hacia el padre, en su condición de testigo de sus desdichas, de su vergüenza, de su pérdida de autoestima, de su sensación de fracasado como hombre, esposo y padre. La relación entre el padre y el inocente y desolado hijo -inolvidable rostro, el de Enzo Staiola- es el nervio central de Ladrón de bicicletas, el núcleo emisor de la tremenda carga de sentimentalidad que nos anega como espectadores.