De izquierda a derecha, rodeando a Viktor Orbán y Vladímir Putin, Eugene Wigner, Edward Teller, Theodore von Kármán,  Dmitri Mendeléyev, Sofia Kovalévskaya y Piotr Kapitsa. Montaje: Rubén Vique

De izquierda a derecha, rodeando a Viktor Orbán y Vladímir Putin, Eugene Wigner, Edward Teller, Theodore von Kármán, Dmitri Mendeléyev, Sofia Kovalévskaya y Piotr Kapitsa. Montaje: Rubén Vique

Entre dos aguas

La cultura y la ciencia que hemos amado de Rusia y de Hungría

Pese a las desavenencias geopolíticas actuales, cabe recordar todo lo que nos han dado estos países en todos los ámbitos del conocimiento. 

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La dramática situación política actual, en la que Rusia desempeña el papel y la responsabilidad principal, con la colaboración reciente de Estados Unidos, y con la aquiescencia de la Hungría de Viktor Orbán, gran obstáculo este en la política de la Unión Europea, puede conducir a que se olvide lo mucho que Rusia y Hungría han aportado a la cultura y a la ciencia europea y mundial.

¿Cómo olvidar a Tolstói, Dostoievski y Chéjov, a Stravinski y Chaikovski, a Kandinski y Malévich (bielorruso)? Y si pensamos en la ciencia, la nómina de rusos es extraordinaria, con nombres imposibles de olvidar cuando se escribe una historia de la ciencia medianamente completa.

En física, la ciencia con la que estoy más familiarizado, pienso inmediatamente en Kapitsa, autoridad mundial en magnetismo, trabajos que desarrolló primero en Cambridge y más tarde en Rusia, cuando Stalin le impidió regresar de sus vacaciones a su cátedra y laboratorio inglés; en Landau, que iluminó la física cuántica y, en particular, el comportamiento superfluido del helio a bajas temperaturas, y cuyo curso de física teórica en colaboración con Lifshitz (diez volúmenes), hemos estudiado los físicos de todo el mundo, españoles incluidos (la editorial Reverté los publicó en castellano), el Landau que estuvo a punto de morir en una de las cárceles de Stalin (salvado por la intervención de Kapitsa).

También en Nikolái Básov y Aleksandr Prójorov, coinventores del máser y del láser a la par que Charles Townes; y en Sájarov, recordado hoy más por su pacifismo que por ser el padre de la bomba de hidrógeno soviética.

En química, sobresale por encima de cualquier otro el nombre de Dmitri Mendeléyev, que ideó ese instrumento conceptual que se aprende en el colegio, la tabla periódica de los elementos químicos, aunque no se debería olvidar a Lomonósov (1711-1765), el primer científico ruso significante —combatió la teoría del flogisto, midió el punto de congelación del mercurio y preludió la teoría cinética de los gases—, aunque es más recordado por ser el fundador (1755) de la Universidad de Moscú, ni tampoco a Semiónov, Premio Nobel de Química por sus trabajos sobre los mecanismos de las reacciones químicas.

En matemáticas, sobresalen Lobachevski, inventor junto al húngaro Bolyai de las geometrías no euclidianas, Sofia Kovalévskaya Kolmogórov, luminaria en sus estudios sobre la teoría de la probabilidad y la topología, o Grigori Perelmán, quien demostró la muy compleja "conjetura de Poincaré".

Y, es mi último ejemplo, en las ciencias biomédicas está el gran Pavlov, el Nobel de los "reflejos condicionados", pero también merece un recuerdo Vavílov, que falleció en la prisión, víctima de su oposición a las pseudocientíficas ideas del ingeniero agrónomo Lysenko, quien arruinó durante décadas la agricultura soviética, eso sí, con la aquiescencia de Stalin. Y Oparin, con sus estudios pioneros sobre el origen de la vida.

En el caso de Hungría, su comportamiento, la cercanía y simpatía que su poderoso primer ministro, Orbán, manifiesta constantemente a la Rusia de Vladímir Putin, alejándose de la posición general de la Unión Europea, a la que pertenece, es más sorprendente y más triste.

Y lo es en primer lugar porque parece haberse olvidado de lo que significó la actuación del ejército soviético en noviembre de 1956, reprimiendo el movimiento revolucionario espontáneo que había surgido contra el gobierno prosoviético de la entonces República Popular de Hungría. Fueron miles los muertos y heridos que produjo la invasión militar soviética, y cientos de miles los húngaros que abandonaron el país.

"Los científicos húngaros más notables no eligieron el lado ruso-soviético para dejar sus huellas en la ciencia. Orbán debería recordarlo"

Limitándome a la ciencia, aunque cómo olvidar a Béla Bartók, es obligado señalar que en el siglo pasado nacieron en Hungría algunos científicos que dejaron huellas profundas en la ciencia mundial: el ingeniero aeronáutico Theodore von Kármán, figura central en el establecimiento en el Instituto Tecnológico de California del Jet Propulsion Laboratory; el matemático y físico teórico John von Neumann, que contribuyó de manera importante al esfuerzo bélico de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial (incluyendo la resolución de problemas importantes en la fabricación de la bomba atómica de plutonio, y pionero en el diseño de computadoras electrónicas).

También los físicos Eugene Wigner (Premio Nobel de Física 1963) y Edward Teller, padre de la bomba de hidrógeno estadounidense; el químico Von Hevesy, codescubridor del hafnio; y los matemáticos George Pólya y Paul Halmos.

Todos terminaron abandonando su patria y contribuyendo al avance científico-tecnológico de otros países, la mayoría, al de Estados Unidos, y a su poderío militar (gracias también a Von Kármán, Von Neumann, Wigner y Teller). Y fue la aversión que muchos de ellos sentían por el comunismo soviético lo que les empujó a que emigraran.

Ejemplifica este sentimiento las manifestaciones de Von Neumann en abril de 1953, cuando tuvo que declarar en la investigación que la Junta de Seguridad del Personal de la poderosa Comisión de Energía Atómica estadounidense abrió en 1954 para juzgar si Robert Oppenheimer, el director del Laboratorio de Los Álamos del Proyecto Manhattan, en el que participó Von Neumann, suponía un riesgo para la seguridad en asuntos nucleares.

Interrogado sobre si "cuando creció", él y su familia consideraban "a Rusia como una especie de enemigo natural de Hungría", Von Neumann respondió: "Tradicionalmente, Rusia era un enemigo de Hungría. Hubo un intento de guerra entre Hungría y Rusia en 1848, en la que, según la versión húngara, que es la que conozco, los húngaros derrotaron al ejército ruso. Después de esto, no fueron amigos".

Y continuaba: "Este trauma duró hasta después de la Primera Guerra Mundial. Pero yo era un niño de 9 años cuando comenzó la Primera Guerra Mundial. De manera que Rusia tradicionalmente era el enemigo. Después de la Primera y Segunda Guerras Mundiales se puede observar un cierto esquema. Hablando en general, pienso que se encontrará entre los húngaros un miedo emocional y un rechazo a Rusia".

No pretendo juzgar la complicada historia de Hungría, sí quiero resaltar lo mucho que este país ha dado a la ciencia mundial. Y también, claro está, el que sus científicos más notables no eligieron el lado ruso-soviético para dejar sus huellas en la ciencia. Viktor Orbán debería recordar ese lado de la historia del país que dirige.