Las científicas Maria Goeppert-Mayer y Vera Rubin

Las científicas Maria Goeppert-Mayer y Vera Rubin

Ciencia

Goeppert-Mayer y Rubin, ciencia y pasión

El historiador de la ciencia homenajea a las dos investigadoras, decisivas en la física y la astronomía, respectivamente

22 marzo, 2021 09:00

He tratado no pocas veces en estas páginas de científicas. Sin duda han existido más hombres que mujeres que se han dedicado a la investigación y, desde este punto de vista, puede considerarse injusto que, comparativamente a su presencia en la historia, haya dedicado, probablemente, más espacio a ellas que a ellos. No necesito explicar, espero, por qué, aun así, me he detenido con alguna frecuencia en científicas, aunque sé que con ello no se compensan injusticias pasadas ni presentes. Esa tarea de reparación –en la que me inicié hace mucho tiempo, en un capítulo de la primera edición (1992) de mi libro El poder de la ciencia– está ahora bien servida, lamentablemente en ocasiones con no pocas exageraciones y deformaciones. Pero, como bien sabemos todos, no somos los únicos dueños de nuestro destino, de las ocupaciones o acciones que emprendemos y, afortunadamente, algunas veces influencias o requisitos exteriores terminan enriqueciendo nuestras perspectivas y conocimientos.

Esto es lo que me sucedió hace algunos meses, cuando el Consejo de Seguridad Nuclear me pidió que para conmemorar sus cuarenta años de existencia, escribiera una biografía de Maria Goeppert-Mayer (1906-1972), la segunda mujer, después de Marie Curie, que recibió el Premio Nobel de Física. Lo obtuvo en 1963, compartido con Eugene Wigner y Hans Jensen. Curie lo había recibido en 1903, y después de Goeppert-Mayer lo han ganado –es un magnífico y bienvenido indicador– Donna Strickland (2018) y Andrea Ghez (2020).

Maria Goeppert-Mayer no era una desconocida para mí, pero estudiando su biografía y contribuciones he aprendido mucho, de física al igual que de “contextos”. Fue una persona particularmente bien dotada para la física teórica, disciplina en la que recibió, de la mano de Max Born y James Franck, una magnífica educación en la Universidad de Gotinga, uno de los centros líderes de la física más avanzada del momento, la física cuántica. Sin embargo, cuando se analiza el conjunto de su carrera, se comprueba que las “circunstancias” de su vida no le permitieron desarrollar un programa de investigación propio con cierta coherencia y continuidad, como sí pudieron hacerlo otros jóvenes compañeros suyos de los años de Gotinga.

"Me convertí en astrónoma porque no podía imaginar el vivir en la Tierra y no intentar comprender cómo funciona el Universo”. Vera Rubin

La principal “circunstancia” de su vida profesional fue su matrimonio con el químico-físico estadounidense Joseph Mayer, a quien conoció cuando éste fue a pasar un año en la universidad alemana. Instalada definitivamente en Estados Unidos, su matrimonio hizo que las instituciones en las que trabajaba Joseph –él, no ella– negaran a Maria puestos y salarios, escudándose en las leyes antinepotismo. Tuvo que ir a remolque, adecuarse a los intereses de los científicos que investigaban en los centros en los que su esposo profesaba, centros que se beneficiaron bastante, a coste cero, de su presencia. Fue con el inicio de la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial cuando su suerte comenzó a cambiar, al ser llamada para colaborar en trabajos relacionados con la fabricación de la bomba atómica. Y cambió aún más cuando empezó a colaborar con la Universidad de Chicago, a la que se había trasladado Joseph Mayer al término de la guerra. Allí, cercana al gran Enrico Fermi, produjo su gran éxito científico, el modelo nuclear de capas, que le valió el Premio Nobel.

Me he animado a hablar de esta física nuclear al repasar la breve autobiografía que escribió una celebrada astrofísica estadounidense, Vera Rubin (1928-2016), publicada en Annual Review of Astronomy and Astrophysics (2011). Sabía quién era Rubin pero lo que atrajo poderosamente mi atención fue el resumen que encabezaba su escrito, que comenzaba con estas hermosas palabras: “Mi vida ha sido un viaje interesante. Me convertí en astrónoma porque no podía imaginar el vivir en la Tierra y no intentar comprender cómo funciona el Universo”. La mayor parte de los humanos pasamos por la vida como autómatas. Trabajamos, nos alimentamos, nos reproducimos, gozamos o sufrimos, pero no sentimos lo mismo que Vera Rubín.

Decía que Rubin fue una “celebrada” astrofísica. Su mayor logro fue participar de manera destacada en la comprobación de la existencia de la denominada “materia oscura”, el todavía desconocido “material” que constituye en torno al 27 por ciento del contenido del Universo, mientras que la “materia ordinaria” forma el 5 por ciento (el resto es la llamada “energía oscura”).

A menudo se asigna a Rubin el descubrimiento de esa ignota materia, pero no es cierto. Fue Fritz Zwicky (1898-1974), el original y creativo físico búlgaro que desarrolló el grueso de su carrera primero en el Instituto Federal de Tecnología (ETH) de Zúrich y luego en el Instituto Tecnológico de California, quien introdujo en 1937 esa idea, como posible explicación del tipo de “pegamento” que podía mantener unidas las galaxias, dentro de esas supraunidades cósmicas que son cúmulos de galaxias. Lo que hizo Rubin –y no es poco–, junto a Kent Ford, en la década de 1970, fue estudiar las velocidades de las estrellas que orbitan en torno a los núcleos –las más alejadas especialmente– de sus respectivas galaxias, y comprobar que se movían con mayor rapidez de la que se podía explicar en base a la masa visible de esas galaxias. Se confirmaba así la idea de Zwicky.

En la autobiografía mencionada anteriormente Vera Rubin no resaltó su papel en ese gran descubrimiento. Quienes verdaderamente lo merecen no suelen necesitarlo. Sin embargo, sí hizo referencia a su condición de género en las últimas líneas del resumen citado: “Las mujeres generalmente requieren más suerte y perseverancia que los hombres. A mí me ayudó tener unos padres y un marido que me apoyaron”.