Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Trotski y el volcán de México

30 marzo, 2016 12:14

[caption id="attachment_1043" width="560"] Patrick Deville[/caption]

Los lectores de Peste & Cólera y Ecuatoria -cabe pensar que entusiastas- van a redoblar su fervor hacia Patrick Deville (Saint-Brevin-les-Pins, 1957) cuando lean Viva, también publicado por Anagrama, con traducción de José Manuel Fajardo. Deville se supera a sí mismo, lo que parece difícil, aunque tal impresión también depende del interés de cada uno hacia los personajes, lugares y épocas que el escritor francés trata en sus libros.

El protagonista -¿el héroe?- de Viva es León Trotski, gigantesco intelectual, líder y revolucionario. El escenario principal es México, y la época medular del relato es la comprendida entre la llegada de Trotski -en permanente exilio y persecución- a territorio mexicano en 1937 y su asesinato por el estalinista español Ramón Mercader, a golpe de piolet, en su propia casa, en el verano de 1940. La narración se abre a la década de los años 30, y bastante más atrás, a otros escenarios -Rusia, Francia, España…- y a una nómina apabullante de grandes figuras de los ideales absolutos de la revolución, la creación y la vida vividas con derroche de energía y contradicciones, al pie de todos los abismos, lealtades y traiciones, entre amantes, alcohol, acción, proclamas y todas las variables de la muerte, con importante presencia del crimen y la locura.

El procedimiento narrativo seguido por Deville no varía: cantidades ingentes de documentación, tono de reportaje histórico entreverado de firmes pinceladas novelescas y presencia del autor sobre el terreno, que permite -dentro del constante y muy controlado baile de fechas y de personajes- la aparición armónica de un yo que cuenta y reflexiona.

Junto a Trotski, abarcado en toda su irrepetible, trágica y asombrosa trayectoria biográfica, los otros principales personajes de Viva son la no menos irrepetible y convulsa pareja formada por los pintores mexicanos comunistas Diego Rivera y Frida Kahlo -anfitriones iniciales del huido- y el novelista británico Malcolm Lowry, que pelea en aquellos años con sus demonios para escribir su obra maestra, Bajo el volcán (1947), cuyo accidentado proceso creativo Deville sigue al detalle y en paralelo al devenir de Trotski.

Deville hace un portentoso fresco de un país, México, fácil de amar y difícil, antes y ahora, de comprender e (incluso) de comprenderse, y, por si ese núcleo estelar e incandescente de personajes fuera poco, hilvanando y desovillando, como él dice, maneja los hilos de un deslumbrante conjunto de actores subidos a la veloz noria de la época. Me limitaré sólo a nombrarlos, para excitar las salivales del lector: B. Traven, Arhur Cravan, Tina Modotti, Antonin Artaud y André Breton, con las “colaboraciones especiales” de César Augusto Sandino, Graham Greene, Alfonsina Storni y muchos otros, en gran medida bajo la sombra la sombra alargada y feroz de Stalin.

Deville describe así los murales que pinta Diego Rivera: “Esboza con trazos grandes las violentas imágenes de la historia del pueblo, los himnos narrativos que los campesinos iletrados entienden y comentan en el mercado, arroja contra los muros, a baldazos de color, su fe en la vida, en la hermosura de la Naturaleza y de los cuerpos, senos grandes de pezones oscuros, el ritmo de las estaciones y de los trabajos en el campo, el violeta de la tormenta sobre la cosecha, los sacerdotes guerreros dentro de sus pieles de felino erizadas de plumas, los sacrificios rojos, los porteadores humillados bajo las balas de algodón y los racimos de bananas, las fábricas azules, las herramientas, los altos hornos de las acerías, las guerras, las municiones, los navíos, las cantinas y las pulquerías, las ametralladoras, las flores y los frutos, los vestidos verdes y naranjas de las muchachas, los caballos, las hoces y los martillos…”

He elegido este formidable párrafo no sólo porque en él están condensados Rivera, su pintura, México y la época, sino porque también, consecuentemente, está quintaesenciado el espíritu del libro y, además, se hace evidente el constante y alto temple literario, mucho más allá de los datos y los nombres, de la escritura de Patrick Deville.

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