Gustavo Torner, centenario, rodeado de músicos. Foto: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

Gustavo Torner, centenario, rodeado de músicos. Foto: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

Qué raro es todo!

Música para Gustavo Torner en su centenario

El pintor y escultor ha recibido como regalo por su cien cumpleaños un concierto en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando que tiene su obra plástica como tema central. 

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El pintor y escultor Gustavo Torner ha celebrado su cien cumpleaños entre músicos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. No es de extrañar, porque la transfiguración de Cuenca, su ciudad natal, en polo de arte, tuvo lugar paralelamente en dos terrenos: el de la plástica, gracias a Torner, Zóbel, Rueda y Saura, entre otros, y el de la música.

Durante decenios, casi todos los compositores españoles con algo que decir estrenaron en Cuenca, en la Semana de Música Religiosa. Algunos se establecieron allí un tiempo, para enseñar y crear en el Gabinete de Música Electroacústica. Antes de convertirse en el actual Espacio Torner, santuario de la obra de este artista, la antigua Iglesia de San Pablo había acogido el estreno de numerosas partituras.

Se puede decir que Gustavo Torner ha visto siempre sus espacios rodeados o atravesados de tiempo, de música. Pocos elementos plásticos tienen una correspondencia musical tan natural como las texturas de Torner, a menudo extremadas: lo limpísimo o lo granulado. Las partituras que oímos ―e imaginamos ver― en este concierto fueron compuestas todas en homenaje a Torner. Tres de ellas, las de José María Sánchez-Verdú, José Luis Turina y José Ramón Encinar, escritas para la ocasión, eran estreno.

La de Tomás Marco se había estrenado en París hace medio siglo. Todas parecían surgir de claves tornerianas: sea la mencionada contraposición liso-rugoso o, subiendo un peldaño en la abstracción, la exploración creativa de la dualidad, puesto que muchos de los cuadros de Torner se desdoblan, de una forma u otra, en dos.

En sus Geometrías del fuego, José María Sánchez-Verdú hace sonar, precisamente, el juego del uno y el dos. La obra es un díptico cuyo primer elemento es un solo de flauta y el segundo, un cuarteto formado por flauta y trío de cuerda. La gracia está en que las dos partes son, en realidad, una sola. La flauta toca en ambas la misma música, pero, en la segunda, la oímos rodeada de otros sonidos, lo que nos hace percibirla como distinta, cuando no lo es. Nuestro oído y nuestra mente se quedan rumiando en bucle: la música de la flauta es una, ¡pero yo la percibo como dos!

Efectivamente, además de acompañada, la segunda vez la oí como esencialmente diferente. Me recordó a ese juego de montaje que a veces vemos en el cine, cuando un mismo plano neutro, digamos, un rostro inexpresivo, se vuelve cómico o trágico a nuestros ojos según lo que el montador haya insertado inmediatamente antes o después.

La tal flauta, en todo caso, no era una flauta travesera normal, sino una "prónomo", que tiene el diseño de llaves alterado para aumentar el control del intérprete sobre el sonido. Su creador, el flautista conquense Julián Elvira, exhibió las sorprendentes capacidades de su invento, sobre todo en cuanto a los glisandos ―esas notas que se arrastran hasta la siguiente... o la siguiente... o más... ¡hasta alcanzar una octava entera!― y a los multifónicos, que en la prónomo suenan precisos y limpios. Sánchez-Verdú supo convertir esas novedades del instrumento en tensión y expresión musical.

Para su obra Los complementarios, para trío de cuerda, José Luis Turina toma como punto de partida los reflejos, sombras y proyecciones que abundan en las esculturas de Gustavo Torner y, concretamente, en su serie de ese nombre. Son volúmenes que se reparten por igual entre lo corpóreo y lo incorpóreo, lo percibido y lo imaginado.

La obra de Turina es un juego de espejos enfrentados, esos en los que las figuras huyen en direcciones contrarias, pero dispuestos no en el espacio, sino en el tiempo; concretamente en seis secciones, tres lentas y tres rápidas que, por sus características formales, parecen alejarse unas de otras. Se tiene la impresión de que, en base a su plan formal preestablecido, Turina podría demostrar minuciosamente, nota a nota, indicación a indicación, la necesidad de cada detalle de esta partitura.

Al mismo tiempo, el oyente ―al menos, este―, movido por la expresividad de la obra, tiende a desentenderse de la arquitectura que la hace posible. Quizá deba ser así. El tema de las secciones lentas de Los complementarios, sobre todo en su primera exposición, está formulado de manera profundamente conmovedora.

El concierto entró después en el túnel del tiempo. En primer lugar, para rescatar del pasado al José Ramón Encinar compositor ―"un compositor en barbecho", se define él mismo―, que llevaba decenios eclipsado por el Encinar director de orquesta.

Marco, Encinar, Sánchez-Verdú y Turina junto a los intérpretes de sus obras. Foto: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

Marco, Encinar, Sánchez-Verdú y Turina junto a los intérpretes de sus obras. Foto: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

Sus Tres ocurrencias sobre Rojo partido aplasta a plomo, de Gustavo Torner, para clave y trío de cuerda, se organizan a partir de múltiples referencias a imágenes y a otras músicas, que suenan veladas al principio y explícitas al final: la limpia partición del rojo, el chorretón de plomo, la Ofrenda musical de Bach, la serie dodecafónica de la Opus 24 de Webern, el tema ultra agudo del fagot de La consagración de Stravinski, la flauta de Fernando Zóbel y la tamborrada de la conquense procesión de Las turbas, que se aleja del espectador marchando, como la guarnición de Madrid cuando Boccherini la hace regresar a sus cuarteles.

Este enfoque referencial me hizo pensar en la obra maestra de Encinar, la ópera Fígaro, que está cumpliendo ahora 40 años. La recuerdo como un divertimento culto iluminado por un chisporroteo de mil alusiones a Mozart, Da Ponte, Beaumarchais y a no sé cuántas cosas más. Pero, entonces como ahora, por encima del juego de las referencias, se impone en el oído un orden musical propio, puramente Encinar.

Finalmente, viajamos aún más atrás para evocar un momento Torner que tuvo lugar en París, en 1978. Élizabeth Chojnacka, la reina entonces del clave contemporáneo, la clavecinista preferida de Ligeti, estrenó Torner, de Tomás Marco, junto al Trío de Cuerda de París. La obra suena tan perfectamente actual como las demás del programa, con las que se lleva medio siglo. El propio Marco dice que esta música no pretende una descripción ni una evocación de la pintura de Torner, sino establecer con ella una correspondencia, es decir, una determinada proporción.

En la música de Marco existen espacios de dos colores, magma granulado sobre superficie lisa, que es una forma dual muy propia de Torner y que en esta obra, como en la de Encinar, parece encontrar su encarnación ideal en el clave. El sonido propio de este instrumento, rugoso y efímero, sin apenas resonancia, es necesariamente discontinuo, picado, y, sin embargo, quizá por reacción de los compositores, se ha convertido en paradigma de lo continuo.

Un trino de clave puede durar eternamente, igual que un pedal del órgano, pero, a diferencia de esta, su continuidad está viva, cargada de acontecimientos. No es una nota, sino un millón, y eso le confiere dramatismo. En Torner de Marco, los instrumentos de cuerda parecen surgir todos del clave, para irse en seguida cada uno a lo suyo.

En la segunda mitad, la obra se vuelve repetitiva, no en plan playa minimalista, sino con vocación constructiva: los patrones repetidos se vuelven acumulativos, lo que les dota de sentido, tensión y expresión dramática. Torner emerge de los años setenta como una de las obras más logradas de Tomás Marco.

El éxito de este concierto, regalo de cumpleaños a Gustavo Torner, que estaba presente en la sala, se debió en buena medida a las excelentes interpretaciones del mencionado Julián Elvira, la clavecinista Silvia Márquez y el Trío Andrés Segovia, que forman Víctor Ambroa, Rocío Gómez y Carlos Sánchez.