Natalia Labourdette como Colorina de 'Tejas verdes'. Foto: Javier del Real

Natalia Labourdette como Colorina de 'Tejas verdes'. Foto: Javier del Real

Qué raro es todo!

'La vida breve' y 'Tejas verdes': así suenan las víctimas

El díptico formado por las obras de Manuel de Falla y Jesús Torres es uno de los espectáculos más duros que el Teatro Real ha llevado a su escenario.

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El díptico La vida breve - Tejas verdes, de Manuel de Falla y Jesús Torres, respectivamente, es uno de los espectáculos más duros que el Teatro Real ha llevado a su escenario. Se destruye brutalmente a dos mujeres jóvenes. En la ópera de Falla, la gitanilla Salud es traicionada por un señorito infame hasta matarla de amor. En el estreno de Torres, encargo del Teatro Real, Colorina es torturada por la dictadura de Pinochet y es "desaparecida" por el procedimiento de ser lanzada viva al océano desde un helicóptero militar.

Pero el espanto no lo provocan tanto las circunstancias de la opresión, social en un caso, política en el otro, como el espectáculo de la iniquidad inhumana (o, peor, esencialmente humana) de los opresores. Vemos a Salud desplomarse muerta cuando su enamorado la niega en público y en la cara ("¡Mientes! ¡Echadla"!) y vemos a Colorina sufrir torturas imposibles ("Me dolía tanto que ya no me dolía"). Vemos todo esto, pero, sobre todo, lo oímos. Dice Colorina que, para que la vida no nos resulte intolerable, hemos aprendido a no escuchar los gritos de las víctimas. Oír o no oír, ese es el dilema moral que Falla y Torres nos resuelven queramos o no. Su música, combinada, nos hace sentir el horror.

Forjado en la aridez de la vanguardia, Jesús Torres evolucionó hace ya tiempo hacia la fertilidad de un lenguaje propio, colorido y punzante que, en las obras escénicas, alcanza enorme eficacia narradora. El propio Torres sitúa este viaje suyo en la geografía de un eje norte-sur, de la Alemania expresionista a la España expresiva.

La orquesta de Torres es avasalladora por creativa. Su vocalidad es de dimensión humana por sus gestos e intervalos. La oímos ya en su anterior ópera, Tránsito, sobre Max Aub, y la vemos florecer aquí en dos formas: la brutal de las agresiones y la tierna de las escenas de compasión.

Torres es un melodista de primer orden. De Tejas verdes, se me quedaron grabadas tres arias (o así) de aliento verdaderamente straussiano, tanto por el canto como por la profundidad conmovedora del acompañamiento: "No sé cuanto tiempo pasó", "El número de sangres" y "Beso soy", las dos últimas sobre poemas del Cancionero y romancero de ausencias de Miguel Hernández, que trufan el libreto de Fermín Cabal.

Adriana González (Salud) y Eduardo Aladrén (Paco), junto a los rojos claveles de Soledad Sevilla. Foto: Javier del Real

Adriana González (Salud) y Eduardo Aladrén (Paco), junto a los rojos claveles de Soledad Sevilla. Foto: Javier del Real

La puesta en escena de Rafel R. Villalobos, inteligente, creativa e impactante, da continuidad a las dos historias cristalizando una unificación que se encontraba ya en las propias partituras. La queja de los herreros granadinos por haber nacido yunque en vez de martillo se compara fácilmente a la de los mineros del cobre de cuando Allende y Pinochet. Falla, partidario de la "bella utilidad social de la música", hace que la orquesta pronuncie la palabra "¡martillo!" en el último compás de su partitura. Todo está en la música.

La hondura musical de estas dos óperas eleva sus respectivos asuntos por encima de sus circunstancias concretas y los universaliza hasta hacerlos confluir. ¿En qué? Cada uno dirá. A mi me parece que, detrás de los gritos sordos y las campanas, después de los horrores, ambas óperas confluyen en la necesidad de bálsamo, ternura y consolación. "Duerme, muchacha", empieza diciendo Vicente Aleixandre en el poema que se recita entre ópera y ópera. Es una nana gélida ("Láminas de plomo" es el segundo verso), pero nana al fin y al cabo.

Visualmente, el espectáculo queda enmarcado por dos obras de Soledad Sevilla que pueden verse estos días en el Museo Reina Sofía. El telón de boca reproduce uno de sus Insomnios, de ominosos tonos oscuros, y el decorado principal recrea la instalación Leche y sangre, con un millón de claveles dispuestos en una cascada llameante, pero igualmente ominosa.

Detrás del mural rojo, sosteniéndolo, están los hierros de la cárcel y, en ambos lados de esta escenografía, Villalobos desplegó su tejido de referencias dramáticas cruzadas entre Falla y Torres. Protagonistas de este cruce fueron el ballet de hombres asesinos, que bailaron la famosa danza española de La vida breve, y los brazos de Sara Jiménez, que bailaron el interludio fluidos, descoyuntados y crucificados, en premonición de la luxación emocional de Salud o del violentamiento anatómico de Colorina.

María Marín, cantaora y tocaora. Foto: Javier del Real

María Marín, cantaora y tocaora. Foto: Javier del Real

La interpretación musical fue de mucha altura. El maestro Jordi Francés hizo un trabajo admirable, al igual que todo el elenco, con las dos protagonistas, las dos víctimas, al frente. Adriana González es una Salud poderosa y emocionante. En el aria final alcanzó gran expresividad, que hubiera sido aún mayor con una vocalización más clara. En estos tiempos que vivimos de sobretítulos en los teatros, todos sabemos lo que están cantando los cantantes, pero sigue importando mucho oírselo a ellos, porque la palabra es la razón de ser de la melodía y viceversa.

Eduardo Aladrén compuso un Paco convincente y María Marín fundió los roles de cantaora y tocaora. Colorina, la protagonista de Tejas verdes, tiene un papel muy exigente que Natalia Labourdette resolvió con afinación, eficacia y un equilibrio preciso entre proyección y matización, bien acompañada por las otras cinco mujeres con papel solista. Como la del ballet, fue clave la contribución del coro, acertado en Falla y genial en Torres, donde, dividido entre mujeres y hombres, tiene un papel importantísimo, casi como en los griegos.