Image: Antonio Gramsci. Vida de un revolucionario

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Entreclásicos

Antonio Gramsci y la lucha por la hegemonía cultural

Aprovechemos sus mejores ideas y descartemos las que se alinean con perspectivas poco fecundas. Una de sus frases más iluminadoras es “decir la verdad siempre es revolucionario”.

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Antonio Gramsci fue hijo de una familia obrera. Con graves problemas de salud desde su nacimiento, pasó su infancia moviendo pesadísimos archivos por un salario que equivalía al precio de una hogaza de pan.

Licenciado en filosofía por la Universidad de Turín gracias a una exigua beca, distribuyó su juventud entre la militancia socialista y la actividad periodística en la revista Avanti.

Marxista desde la Revolución de Octubre, fundó el periódico L'Ordine Nuovo con Angelo Tasca, Palmiro Togliatti y Umberto Terracini.

Tras participar en los Consejos de Fábrica y apoyar la huelga de 1920, abandonó el partido socialista y se incorporó al recién creado Comité Central del Partido Comunista. Mantuvo un diálogo fluido con los católicos de izquierda de la corriente de Guido Miglioli del Partido Popular Italiano y se mostró muy crítico con el anticlericalismo.

Elegido diputado en mayo de 1924, cuando se produjo la irrupción del fascismo alertó que no era una creación de la clase dominante, sino de la burguesía urbana y rural, frustrada por la crisis económica y convencida de que el imperialismo era la única salida al deterioro de sus condiciones de vida.

En 1926, Mussolini aprovechó un atentado fallido en Bolonia para disolver el parlamento y liquidar las libertades democráticas. Gramsci fue detenido y encarcelado el 7 de febrero de 1927.

Liberado en 1937, salió de la cárcel con la salud gravemente menoscabada, lo cual precipitó su muerte el 27 de abril, con solo cuarenta y seis años.

En 1938, se publicaron en Moscú los Cuadernos de la Cárcel, casi tres mil páginas donde Gramsci aborda cuestiones políticas, literarias, históricas, sociales, culturales y artísticas.

Entre esos temas, destaca el concepto de hegemonía cultural. Frente al marxismo tradicional, que interpreta las ideas dominantes como un efecto del orden social, Gramsci afirma que el orden social se configura a partir de las ideas dominantes.

La hegemonía política siempre está precedida por la hegemonía ideológica, una posición que se alcanza mediante el liderazgo moral e intelectual. El poder puede conquistarse mediante la fuerza, pero esa iniciativa solo prospera cuando se ha forjado un mayoría con una concepción global de la sociedad.

El fascismo construyó esa mayoría mediante ideas altamente sugestivas: exaltación patriótica, vocación de imperio, glorificación de la violencia, enaltecimiento de la juventud y el deporte, celebración de la virilidad, misticismo revolucionario, elogio de la unidad nacional y social, mitificación del pasado, superioridad racial, miedo a la diferencia, culto a la tradición, desprecio por los débiles, heroísmo de cartón piedra, belicismo, creación de enemigos exteriores e interiores, retórica incendiaria.

Gramsci aboga por que el partido comunista, concebido como una vanguardia revolucionaria, asuma el papel de crear un discurso capaz de aglutinar a una mayoría social. Sin ese primer paso, nunca será posible crear un Estado sin clases sociales ni propiedad privada.

El “reino de la libertad” no se implantará sin una cultura dominante basada en la igualdad y la solidaridad. Cuando el partido comunista logre el poder, le corresponderá ejercer una dirección intelectual y moral que consolide ese nuevo modelo social.

La historia no es un proceso impulsado por el desarrollo de las fuerzas productivas, cuyas paradojas y contradicciones desembocan necesariamente en crisis recurrentes, sino un campo de batalla donde se enfrentan distintos modelos culturales.

La historia, afirma Gramsci, es “siempre lucha entre dos principios hegemónicos, entre dos religiones”. La superestructura no es el simple reflejo de la infraestructura, sino el principal motor de la historia.

Gramsci invierte la filosofía de la historia del marxismo, situando a las ideologías en la matriz de los acontecimientos y ubicando las instituciones en un segundo plano. De ahí que se muestre partidario de la realización del socialismo por medio de una revolución política. A fin de cuentas, Marx señaló que el objetivo de la filosofía no es contemplar la realidad, sino transformarla.

La revolución no prosperará si no se elabora antes que nada una cultura propia, una interpretación de la historia basada en una filosofía sólida. No es suficiente desarrollar una cultura. Además, hay que difundirla entre las masas y convertirla en su referencia ideológica. Ese es el papel de los intelectuales: “Una masa no se vuelve independiente sin organizarse y no hay organización sin intelectuales”. Los intelectuales son imprescindibles para la construcción del socialismo.

Son los que revelan al proletariado “la conciencia de su misión histórica”. El intelectual debe transformarse “en político, en dirigente orgánico de partido”. Su papel consiste en “mezclarse activamente en la vida práctica; como constructor organizador y persuasor permanente”. Por intelectuales, Gramsci entiende “en general a todo el estrato social que ejerce funciones organizativas en sentido amplio, tanto en el campo de la producción como en el de la cultura y el político-administrativo”.

El intelectual marxista siempre está cerca del pueblo trabajador. Comparte sus inquietudes, urgencias y problemas y lo incita a luchar por sus derechos.

Se trata de una relación esencialmente pedagógica. El intelectual no es un erudito, sino un educador y un agitador. “La realidad está definida con palabras. Por lo tanto, el que controla las palabras controla la realidad”.

Gramsci opina que “el partido comunista representa la totalidad de los intereses y las aspiraciones de la clase trabajadora”. Es el instrumento de la voluntad colectiva, la encarnación del espíritu revolucionario y el artífice de un mundo nuevo, sin desigualdad ni explotación.

El partido es “el hogar de la fe”, “el depositario de la doctrina”. Ocupa el lugar del imperativo categórico y es la base del laicismo moderno. Para Gramsci, el partido es la verdad y el militante debe subordinarse a su voluntad.

El partido solo puede sobrevivir mediante una disciplina férrea y la revolución necesita un estado mayor obrero capaz de dirigir una revolución.

Con el tiempo, Gramsci descartó la idea de una confrontación directa con el Estado burgués, pues comprendió que poseía una fuerza casi invencible. Descartado el choque frontal, preconizó una “guerra de posiciones”, es decir, una estrategia de desgaste.

Luchar en pequeños frentes para desmontar progresivamente las estructuras de dominación. Se ha dicho que el pensamiento utópico de Gramsci esconde el proyecto de un Estado totalitario, con un partido ocupando la cúspide del poder y sin márgenes para la discrepancia.

No es un juicio equivocado. La exaltación de un mando unificado por medio de un partido hegemónico es incompatible con una sociedad abierta y plural, pero la estrategia de desgaste y la lucha por la hegemonía cultural constituyen lecciones políticas que abren posibilidades al cambio social.

Todos los que hablan frívolamente de revoluciones políticas, ignoran que una revolución es una guerra que exige la creación de grupos armados con los recursos necesarios para atacar al Estado. Es lo que hicieron las Brigadas Rojas, la Baader-Meinhof, los GRAPO y ETA. O, en su momento, los bolcheviques y los nazis. Es una estrategia tan inmoral como inútil.

Provoca un enorme sufrimiento y casi nunca consigue su objetivo, pues el Estado y sus instituciones poseen medios suficientes para derrotar a cualquier organización armada, a pesar de sus reveses puntuales. Además, es muy improbable que la violencia revolucionaria origine una insurrección generalizada. Muy pocos ciudadanos están dispuestos a morir o matar.

Sin embargo, las movilizaciones pacíficas sí pueden desbloquear situaciones críticas y acabar con las injusticias. Ahí están los logros del feminismo, el sindicalismo, la lucha contra el apartheid o el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos.

No seamos pesimistas. Hagamos caso a la voluntad, matriz del optimismo, y no caigamos en el escepticismo, un vástago de la inteligencia que puede llegar a paralizarnos.

En cuanto a la búsqueda de la hegemonía cultural, es un objetivo legítimo e incruento. Crear mayorías identificadas con ideas como la solidaridad, la justicia o el bien común es el primer paso para poner fin a los abusos, la pobreza y el malestar general. El papel de los intelectuales no es ponerse al servicio de un partido, sino trabajar por una sociedad más justa, solidaria e igualitaria.

Un intelectual orgánico es una perversión, pues implica la renuncia al espíritu crítico. No es menos nocivo un intelectual conformista, pues su actitud contribuye a perpetuar los agravios y las injusticias.

Aprovechemos las mejores ideas de Gramsci y descartemos las que se alinean con perspectivas poco fecundas. Personalmente, me quedo con una de sus frases más iluminadoras: “decir la verdad siempre es revolucionario”.