
Retrato de Anna Ajmátova (Nathan Altman, 1914). Foto: Wikimedia Commons
Anna Ajmátova, musa del llanto
La escritora nacida en Odesa dedica en su poema 'Réquiem' una plegaria a los deportados por el régimen estalinista y a las madres que, como ella, visitaban a sus hijos.
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Anna Ajmátova seducía sin esfuerzo. Su simple presencia física producía un intenso deslumbramiento, no muy alejado del que causaban esas criaturas mitológicas que circulan por el teatro griego, propagando una mezcla de temor y temblor. El poeta Joseph Brodsky nos ha dejado un testimonio que describe elocuentemente ese efecto: "Su sola mirada te cortaba el aliento". Alta, morena y esbelta, se movía con elegancia y solemnidad. Con "los ojos verdosos de un tigre polar", nunca pasaba desapercibida.
Su breve idilio con el pintor Amedeo Modigliani inspiró dieciséis dibujos y un puñado de cartas que ardieron durante la Gran Purga. Su efímero y ardiente romance ha dado pie incluso a ficciones literarias que intentan reproducir la relación. Rebelde e inconformista, Ajmátova no llegó a ser internada en un Gulag, pero su primer marido, el poeta acmeísta Nikolái Gumiliov, fue fusilado por su supuesta implicación en un complot monárquico, y su hijo Lev pasó largas temporadas en Siberia, acusado de contrarrevolucionario. Su tercer y último marido, Nikolái Punin, murió de agotamiento en un campo de concentración.
Ajmátova, que empezó su trayectoria literaria con poemas de amor, acabó dedicando su pluma a recrear el dolor de un pueblo pisoteado y humillado. Su poesía romántica surgió como una respuesta al misticismo del amor de los poetas simbolistas. Lejos de metáforas e hipérboles, se centró en los hechos concretos: el fervor inicial, el desengaño, la ruptura.
Mujer apasionada, mostró la misma agudeza en el estudio del amor y en la exploración del sufrimiento desatado por la violencia estatal. Nathan Altman utilizó la estética cubista para realizar un retrato capaz de captar su complejo mundo interior. Sentada en un taburete y con los pies apoyados en una escalera de dos peldaños, Ajmátova transmite una belleza que oscila entre lo abrupto y lo apacible. Gracias a las formas geométricas y la combinación de azules, lilas y amarillos, los rasgos angulosos no se despeñan por lo terrible, sino que desembocan en un suave misterio teñido de equilibrio.
Ajmátova se casó tres veces y encendió el corazón de grandes figuras como Boris Pasternak e Isaiah Berlin. Pasternak no consiguió que le correspondiera, pero el rechazo no destruyó su amistad ni menoscabó su admiración. Berlin solo pasó con ella veinte densas horas, pero nunca olvidó el encuentro. La reunión, que aconteció en Leningrado, le costó a la poetisa rusa un nuevo encarcelamiento de su hijo Lev.
Marina Tsvetáieva, que soportaría tragedias similares (su marido fue fusilado y una de sus hijas, deportada), escribió un hermoso poema sobre Ajmátova, que comienza con el verso: "¡Oh musa del llanto, la más bella de las musas!". Tsvetáieva apreció en la poesía de Ajmátova el latido profundo del alma rusa bajo la opresión estalinista: "Oh loca criatura del infierno y de la noche blanca. / Tú envías sobre Rusia tus sombrías tormentas / Y tu puro lamento nos traspasa como flecha".
Nacida en Odesa en 1889 como Anna Andréievna Górenko en el seno de una familia aristocrática de origen tártaro, adoptó a los once años el apellido de una de sus bisabuelas para firmar sus poemas. Fue su manera de distanciarse de su padre, que no aprobaba su vocación literaria. De niña, solía alejarse de casa para contemplar la luna y seguir su rastro en el agua. Amante del mar, nadaba como una sirena y llegó a fantasear con sustituir sus piernas por una larga cola de pez.
Siempre mostró una conciencia aguda del dolor propio y ajeno. En 1912, apareció su primer libro de versos, La tarde. Pulió su estilo bajo las consignas del acmeísmo, cultivando un lenguaje claro, transparente y directo. En 1938, visitó a Ósip Mandelshtam en su destierro en Vorónezh. Poco después, se prohibieron sus poemas por ser "una estéril expresión de la conciencia pequeño-burguesa". Al mismo tiempo, se proscribieron la Biblia, la Comedia de Dante, la filosofía no marxista. Acusada de traición y deportada, quemó todos sus manuscritos por miedo a que fusilaran a su hijo.
En 1941, se suicida Marina Tsvetáieva, abrumada por las pérdidas y la persecución política. En 1944, se permite a Ajmátova regresar a Leningrado con su hijo Lev. Ambos se instalan en el paisaje de ruinas que había dejado el largo asedio de la Wehrmacht. Mientras sus amigos emigran y sufren represalias, traduce a Leopardi y publica ensayos, entre los que destacan sus magníficos estudios sobre Aleksandr Pushkin.
Una plegaria grabada en la memoria
Al mismo tiempo, trabajó en su Réquiem, un poema sobre la represión ejercida por el gobierno comunista. Aterrorizada por la idea de que alguien lo descubriera, se aprendió la obra de memoria y destruyó el original. No fue la única. Otras once personas memorizaron el Réquiem. Gracias a eso, el poema vio la luz en Múnich en 1963. Los editores no le informaron de su publicación ni pidieron su autorización. Mientras crecía la fama de Ajmátova en el extranjero, el Kremlin no cesaba de complicar su existencia. Expulsada de la Unión de Escritores Soviéticos, perdió su cartilla de racionamiento. Propuesta para el Premio Nobel de Literatura en 1962, no llegó a recibir el galardón.
En 1964 se le permitió viajar a Taormina (Italia) para recoger el Premio Internacional de Poesía y en 1965 fue nombrada doctora honoris causa por la Universidad de Oxford. Tras pasar unas semanas en Reino Unido y visitar París, volvió a la Unión Soviética y tradujo al ruso las obras completas de Rabindranath Tagore. El 5 de marzo de 1966 sufrió un infarto agudo de miocardio en un sanatorio de las afueras de Moscú. No superó el ataque y fue inhumada en Komarovo.
Su obra, traducida a infinidad de idiomas, no se publicó íntegramente en Rusia hasta 1990. Su poesía se mantiene muy viva y ejemplifica el poder de la palabra, de acuerdo con los versos que ella misma escribió: "Se pudre el oro, cede el metal, / el mármol. Todo la muerte alcanza. / Del mundo no muda solo el pesar / y permanece, sublime, la palabra". El Réquiem corrobora lo que ya apuntó el poeta Boris Alekseevich Chichibabin, que sobrevivió a cinco años en un Gulag: "Ya ven, yo tengo esta manía: / que el mundo lo salvará la poesía".
Ajmátova descartó el exilio para huir del totalitarismo soviético. En el umbral del Réquiem, escribe:
Jamás busqué refugio bajo cielo extranjero,
ni amparo procuré bajo alas extrañas.
Junto a mi pueblo permanecí esos años,
donde la gente padeció su desdicha.
Ajmátova dedica su 'Réquiem' a las víctimas del Gulag, cuyo sufrimiento doblega los montes e interrumpe el curso de los ríos
Ajmátova relata que una mujer "de labios morados" le preguntó si podría describir lo que sucedía en la Unión Soviética, mientras las dos esperaban en fila a las puertas de una cárcel de Leningrado. La poetisa respondió afirmativamente, consiguiendo que en su compañera de infortunio se dibujara una especie de sonrisa en lo que "alguna vez había sido su rostro".
Ajmátova dedica su Réquiem a las víctimas del Gulag, cuyo sufrimiento doblega los montes e interrumpe el curso de los ríos. Aislados del mundo y desdibujados por la ventisca siberiana, solo hallan consuelo al observar "el círculo blanco de la luna". En esos tiempos, "solo los muertos sonreían, / alegres por haber hallado al fin reposo". Las columnas de condenados desfilaban "enloquecidos por el dolor" y "estrellas de muerte planeaban en lo alto".
Todo el país sufría, impotente ante la violencia de Stalin. "La inocente Rusia se retorcía / bajo las botas ensangrentadas / y bajo las ruedas de los furgones celulares". Ajmátova visibiliza el dolor de las familias sobre las que se desploma la mano de hierro del poder: "Te llevaron al amanecer, / fui tras de ti como quien despide un cadáver. / Lloraban los niños en la estancia oscura / y humeaba la vela bajo un icono. / No podré olvidar el frío de tus labios / y el sudor mortal de tu frente. / Como la mujer de los strelzi / aullaré a los pies del Kremlin".
El dolor produce sensación de irrealidad: "No, no soy yo, es otra la que sufre, / yo no podría sufrir tanto". En el exterior, el luto se extiende como un fenómeno natural. La noche parece más espesa, la luna amarillea y el silencio pesa como un yunque. El Don fluye apacible, pero sus aguas arrastran una tristeza infinita.
Ajmátova adopta un tono autobiográfico, contrastando su niñez feliz y su juventud despreocupada con el horror del presente. Confiesa que se ha arrojado a los pies del verdugo, suplicando clemencia. "Una estrella inmensa" anuncia la inminencia de la muerte y un álamo se mece en el patio de una cárcel, sin producir un solo murmullo. Ya no es capaz de "distinguir a la fiera del hombre, al hombre de la fiera". Se siente sola. "Rodeada de flores / polvorientas, del tintinear del incensario", solo atisba huellas que no conducen a ninguna parte. "Ligeras vuelan las semanas" y "las blancas noches" miran "con ojos de halcón afiebrado", hablando de la "alta cruz y de la muerte".
La única forma de soportar el dolor es "matar la memoria". Aunque "el cálido susurro del verano" parezca una fiesta, la casa está vacía. Mientras espera la visita de la muerte, el alma llora y nota el aleteo de locura. El desconsuelo es un valle negro. Ya solo quedan los recuerdos: "el brillo azul de los ojos que amo", "el amable frescor de sus manos, "la sombra temblorosa de los tilos", el "distante y levísimo rumor de las palabras".
Una alusión a la crucifixión cierra el poema. El hijo martirizado pregunta al Padre por qué le ha abandonado y pide a su Madre que no llore por él. Sin embargo, la Madre llora en silencio y el discípulo amado, sumido en el estupor, parece de piedra. En el epílogo, de nuevo se invoca el sufrimiento de los que hacen cola a las puertas de la cárcel. En vísperas del Día de los Muertos, las mujeres que sufren a los pies de una "pared roja y ciega" transitan de la desesperación a la resignación. Sus rostros casi se han borrado, pero perdura su "llanto inconsolable".
Cien millones de almas gritan sin esperar que nadie atienda sus súplicas. Ajmátova reclama que si alguien decide erigirle un monumento, no lo haga en su ciudad natal, sino al lado de la pared donde pasó trescientas horas, aguardando que se abriera el portón para visitar a su hijo. Solo pide que su estatua pase allí los días. "Para que por mis párpados de bronce / la nieve del deshielo fluya como lágrimas. / Y la paloma de la cárcel arrulle en el cielo / y en silencio los barcos naveguen por el Neva".
Verdaderamente al mundo lo salvará la poesía. Gracias a una obra como el Réquiem, los años del estalinismo no se recordarán tan solo por la crueldad del Gulag, sino también por la ternura de las madres que visitaban a sus hijos encarcelados y por la sensibilidad de Ajmátova, que alzó la voz entre furgones negros y alambradas para musitar una plegaria por los deportados. La infamia, reina de la historia, retrocede ante el poder de la palabra y su poder de rescatar a las víctimas del silencio y el olvido.