Lorenzo Silva, autor de 'Las fuerzas contrarias'. Foto: Carlos Ruiz B.K. / Europa Press

Lorenzo Silva, autor de 'Las fuerzas contrarias'. Foto: Carlos Ruiz B.K. / Europa Press

Entreclásicos

Lorenzo Silva: la condición humana según Bevilacqua y Chamorro

En 'Las fuerzas contrarias', sobre un asesinato con el trasfondo de la pandemia de covid-19, el escritor demuestra una vez más que la novela negra no es un género menor.

Más información: Lorenzo Silva y la pericia para lograr que todo encaje: dos casos simultáneos para Bevilacqua y Chamorro

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A pesar de figuras como Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Chester Himes, Patricia Highsmith o James Ellroy, autores de grandes clásicos, persiste el prejuicio contra la novela negra.

En varias entrevistas, el Nobel noruego Jon Fosse ha situado la novela policíaca en un escalón inferior a otros géneros, alegando que la intriga o suspense pertenece al terreno del entretenimiento y no al ámbito del arte.

Borges y Bioy Casares ya impugnaron esa opinión, apuntando que las precisas tramas de la novela policíaca habían preservado los conceptos de claridad, orden y equilibrio, cualidades que habían escaseado durante los años de la novela experimental, donde se intentaba recoger el flujo de la conciencia con su carga de caos y dispersión.

Borges y Bioy Casares escribieron de forma conjunta magníficos cuentos policiales, pero priorizaron el ingenio sobre el estudio psicológico y las preguntas existenciales.

Por el contrario, Chandler o Highsmith prefirieron explorar las emociones humanas mediante historias que obligaban a sus personajes a enfrentarse a sus límites y poner a prueba sus convicciones. Lorenzo Silva, creador de la fructífera saga de Bevilacqua y Chamorro, actúa del mismo modo.

Portada de 'Las fuerzas contrarias', de Lorenzo Silva

Portada de 'Las fuerzas contrarias', de Lorenzo Silva

Las fuerzas contrarias es la última entrega de la pareja de guardias civiles que comenzaron a resolver casos hace tres décadas. No sé si Fosse mantendría su desdén hacia el género después de sumergirse en una novela que realiza un complejo retrato de la sociedad española durante la epidemia de covid-19.

Indudablemente, con el tiempo los detalles de la trama se difuminan, pero en la memoria persiste lo esencial: un acercamiento a la condición humana impregnado de inteligencia y ternura. Silva habla de la soledad, el fracaso sentimental, la precariedad, el miedo, la impotencia, la solidaridad, la ambigüedad moral, el amor, los secretos.

La trama es apasionante, pero solo sería un bonito fuego de artificio sin ese trasfondo, gracias al cual la investigación de un crimen se convierte en un mosaico que abarca los aspectos esenciales del hombre y la sociedad.

La muerte de una anciana pone de manifiesto que las ciudades albergan espesas penumbras donde los más vulnerables solo son una brizna de hierba en mitad de un huracán. La situación de excepcionalidad impuesta por una inesperada epidemia acentúa la indefensión de esas vidas que mantienen un contacto frágil e insuficiente con el exterior.

Los agentes como Bevilacqua y Chamorro son “lo único que tienen los que ya no tienen nada”. Los que ya no tienen nada no se diferencian en su interior de los que todavía conservan un capital de afecto.

Todos los seres humanos atesoran fortalezas y debilidades, forjadas por las sucesivas etapas de su peripecia vital. No somos uno, sino muchos. En una vida caben muchas vidas. En cierta manera, todos nos identificamos con la frase de Empédocles de Agrigento: “Fui en otro tiempo muchacho y muchacha, arbusto, ave, y un pez mudo en el mar”.

Bevilacqua y Chamorro no son los mismos después de tantos años trabajando en la zona gris de la conducta humana. Han conocido el desengaño, la incomprensión, el fracaso, pero también el reconocimiento, la satisfacción profesional y la dicha de luchar codo con codo contra la impunidad y la injusticia.

No son dos estereotipos, sino dos personajes profundamente humanos. Minuciosos, pacientes y serios, no se dejan llevar por intuiciones y no incurren en la imprudencia. Son dos profesionales que han aprendido su oficio a base de esfuerzo y tenacidad. Y no han permitido que los años los endurezcan. Su sensibilidad permanece intacta.

Por eso, cuando se topan con Caridad, una anciana cuya muerte podría atribuirse a la pandemia, no se conforman con las apariencias. No están dispuestos a agudizar el abandono que ya sufren los más frágiles, limitándose a cumplir la rutina policial.

Se sienten concernidos por el dolor de los inocentes. No pueden mirar hacia otro lado. Sus ojos y sus manos están comprometidos con la idea de restituir la dignidad de los humillados y ultrajados. Un crimen sin resolver es una herida que no deja de sangrar. Cuando un agravio no se resarce, la sociedad muere un poco, aunque no lo sepa.

Bevilacqua no se considera imprescindible. Sabe que su carrera se aproxima a su fin. Aunque aún puede aportar su experiencia a los más jóvenes, no ignora que se acerca el momento de echarse a un lado y ceder el paso a una nueva generación. Su mayor preocupación es dejar lo más limpio posible el lugar que ha ocupado.

Bevilacqua es un hombre honesto. Sus principios son sólidos, pero no se trata solo de sentido ético. Ha aprendido que el peso de las mentiras es un pesado fardo y desea vivir sin lastres. Sentirse ligero y libre de sombras. Ha visto muchos cadáveres y es consciente de que todos tenemos los días contados. Su deseo es afrontar la última hora con la conciencia en paz y sin remordimientos. Necesita pensar que su paso por la vida no ha sido inútil y que el mundo es un lugar un poco mejor gracias a su trabajo.

El asesinato de Caridad, la presunta víctima del covid-19, le parece especialmente injusto. Es un final cruel para una mujer que pertenece a la generación de la posguerra y que, como otras personas de su edad, se esforzó para que los más jóvenes no sufrieran las mismas penurias. Caridad merecía un final digno e incruento. La sociedad se lo debía. Se había ganado el derecho a finalizar sus días entre el afecto y el respeto de todos.

Chamorro comparte los sentimientos de Bevilacqua. En una conversación con su compañero, confiesa que piensa en Caridad a menudo y en todos los ancianos, diezmados por el virus: “Pienso en ella y los veo de pronto a todos. A todos los mayores que de la noche a la mañana han visto cómo su vida ya no vale lo que creemos que valía”.

El trato cotidiano con la violencia y la corrupción muchas veces desmoraliza a los policías. Algunos se vuelven cínicos e insensibles para soportar lo que ven a diario; otros, quizás la mayoría, adquieren una sabiduría existencial que a veces no saben verbalizar, pero que les permite conservar la estabilidad mental y las dosis necesarias de empatía.

Bevilacqua sí sabe racionalizar la serenidad adquirida tras décadas de trabajo en las calles: “Aprendí hace tiempo, de la mano de los estoicos, que el hombre que achaca todas sus dificultades a factores externos acaba convirtiéndose en lo último a lo que aspira un corazón libre: un pelele de la fortuna”.

No es pesimista, pero no se hace ilusiones sobre el espejismo de solidaridad creado por el coronavirus. Aventura que todo volverá a su estado habitual cuando acabe la epidemia. Se ha acostumbrado a la soledad, pero agradece los gestos de camaradería de Chamorro y confía en los agentes con los que trabaja.

Lector apasionado, se reencuentra con Musil, Virginia Woolf y Joseph Roth mientras investiga el asesinato de Caridad. Le impresiona especialmente una frase de El hombre sin atributos, que subrayó en su día: “La verdad no es un cristal que uno pueda guardar en el bolsillo, sino un fluido infinito donde uno cae”.

La verdad casi nunca coincide con nuestras ilusiones. El uso de mascarillas provoca distorsiones sistemáticas en la percepción de los otros. Idealizamos los rostros, les atribuimos simetrías inexistentes.

No solo alteramos las superficies. También modificamos lo que hay detrás. Bevilacqua juzga equivocadamente a la jueza que se ocupa de la investigación. Hasta que descubre su vulnerabilidad confunde su firmeza con una escasa comprensión del sufrimiento ajeno.

Afectado por el asesinato de Caridad, Bevilacqua alberga pocas expectativas sobre la rehabilitación de ciertos criminales. La cárcel solo es un lugar de paso, no un laboratorio con el poder de transformar las mentes más perversas.

Sin embargo, el mal no es solo un problema individual. La sociedad puede ser tan despiadada como un delincuente sin escrúpulos. Lejos de proteger a los ancianos durante la epidemia, les transmite la sensación de que sus vidas son superfluas. España no es un país especialmente violento, pero lo vivido durante la crisis sanitaria no invita a la esperanza. Las generaciones más jóvenes no siempre reconocen la deuda contraída con las anteriores y el individualismo ha endurecido los corazones.

En Madrid, la vivienda cada vez es un bien más inaccesible y las divisiones sociales e ideológicas no cesan de crecer, creando un clima de crispación y desconfianza. Pese a todo, hay islas de ternura y bienestar, como esa cena que comparten Bevilacqua y Chamorro. Unos filetes de dorada, un buen vino y una buena conversación son suficientes para recordar que la vida no es una porquería.

La amistad entre los dos investigadores carece de dobleces o zonas grises. Bevilacqua se conmueve ante el dolor de Chamorro, angustiada por su padre enfermo de covid-19. Su indefensión y desconcierto incrementa el afecto y respeto que siente por ella. Para aplacar su malestar, le recomienda tener fe en que todo saldrá bien.

Vivir es soportar grandes dosis de incertidumbre. Dado que no podemos neutralizar el azar, debemos cultivar la confianza. “Porque sí. Porque no hay otra forma de vivir”. Hay que alimentar la esperanza, incluso contra toda esperanza. Lo esencial es mirar hacia atrás y pensar que hicimos lo correcto, que asumimos la carga que nos correspondía.

Los policías no son superhéroes de Marvel, sino hombres y mujeres corrientes que intentan cumplir con su deber. Sin grandes gestos, sin reclamar condecoraciones ni recompensas. No son ingenuos. Saben que los centros de menores y las cárceles no sirven para reinsertar. Solo son parches en una sociedad con grandes problemas estructurales: desigualdad, corrupción política, inmigración mal gestionada.

El malestar social ha propagado los recelos y el miedo, propiciando el aislamiento. La soledad ya es un mal endémico. Bevilacqua se ha acostumbrado a vivir solo. Echa de menos la música de su juventud y comienza a no comprender aspectos del presente, pero no se siente desgraciado. No es uno de esos detectives amargados con hábitos autodestructivos, como el alcohol o el tabaco.

No piensa que vive en el mejor de los mundos posibles. A veces los poderosos se salvan de la cárcel gracias a sus recursos, pero en otras ocasiones acaban entre rejas. Bevilacqua es consciente de que el bien sufre graves derrotas. Quizás por eso pinta soldados de plomo de la antigua Bizancio, una civilización destruida por el poderoso imperio otomano. Esa fascinación por la derrota no es un signo de derrotismo. El estribillo de una canción de Franco Battiato (“defiéndeme… de las fuerzas contrarias”) refleja bastante bien su espíritu, con su mezcla de prudencia, estoicismo y astucia.

Lorenzo Silva ha demostrado una vez más que la novela negra no es un género menor. La saga de Bevilacqua y Chamorro combina hábilmente expectación y reflexión, intriga y retrato social, tensión dramática e indagación psicológica. No hay grandes golpes de efecto, sino una mirada tranquila y sabia que escruta el mundo actual, abordando sus miserias y destacando sus aspectos positivos.

Silva no despliega esa perspectiva nihilista de otros maestros de la novela negra, sino el punto de vista de un observador inteligente que prefiere comprender a condenar. Espero que Bevilacqua y Chamorro vuelvan pronto. Es inevitable cogerles afecto y nos hacen sentir que no estamos tan solos y desamparados como creemos.