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Entreclásicos por Rafael Narbona

A la sombra de Marcel Proust: la gloria del Goncourt

La candidatura del escritor a este galardón fue problemática desde el principio. Su mundo literario parecía inadecuado para una posguerra ensombrecida por las víctimas

3 diciembre, 2019 08:12

Borges afirma que una página de Proust nos despierta la misma resignación que una tarde fría y lluviosa, donde las horas pasan al compás del tedio. Borges era perspicaz y, a veces, cruel. Estaba dispuesto a sacrificar la verdad y la objetividad en el altar del ingenio. Esta peculiaridad de su carácter, que lo emparentaba con los dandis aficionados a brillar en los salones mundanos, propicia la arbitrariedad y la injustica. Su opinión sobre Proust está más cerca de la ocurrencia que del juicio fundamentado con argumentos consistentes. Lo cierto es que Marcel Proust fue uno de los grandes renovadores de la novela. Ocupa un lugar destacado entre los padres de la literatura contemporánea. Vulnerable, apasionado, cortés y refinado, su vida frívola retrasó su reconocimiento literario. André Gide rechazó el manuscrito de Por el camino de Swann, sin prestarle mucha atención. Su gesto puede compararse con la ceguera de Sainte-Beuve con Balzac. Escritor tardío con una obra interrumpida por una muerte prematura, la vocación literaria de Proust no es un brote crepuscular en el otoño de su breve vida, sino una necesidad que le acompañaba desde la niñez. Desde muy temprano, sintió la urgencia de transformar sus impresiones en literatura. Minucioso observador, no podía contemplar un tejado o un reflejo de sol sobre una piedra, sin experimentar una punzada interior que le demandaba emprender una búsqueda incansable de las palabras capaces de expresar su percepción. Sin embargo, las palabras se resistían a fluir, ocultándose en la penumbra de una incipiente conciencia artística. Sus primeros pasos como escritor consistirán en contener la respiración para escuchar su propio pensamiento, intentando atisbar ese más allá donde la realidad y el estilo se encuentran para alumbrar una voz jamás oída. Durante veinte años, Proust se debatió con las palabras para liberar esa voz, que bullía en su mente, anhelando la oportunidad de hablar con la exactitud de la intuición poética. En la emoción estética, el olor de un camino o el matiz de una piedra dejan de ser algo efímero para transformarse en un hallazgo artístico perdurable.

El largo camino hacia Swann

Marcel Proust no escribió para entretener. Su largo ciclo narrativo no desdeña el humor, pero su sentido último no es seducir con sus destellos de ingenio, verdaderamente notables, sino mostrar la felicidad de hallar una forma para transmitir una vivencia. Cuando Proust entiende que ha logrado su objetivo de trasladar al papel sus recuerdos y sensaciones, no puede reprimir su alborozo. La certeza de haber logrado describir un campanario con las palabras justas libera cualquier inhibición: “me puse a cantar a voz en cuello, como si yo hubiese sido una gallina y acabase de poner un huevo”. Proust descubre que el secreto del arte consiste en sobrevolar la propia existencia con una perspectiva que funde el yo y el nosotros. El artista pulsa la cuerda de lo subjetivo para extraer un sonido con la resonancia de lo universal. No es un ejercicio sencillo, sino una forma de ascesis que implica el sacrificio de la intimidad. El artista no puede ocultar nada. Debe exponerse y sufrir los rigores de la intemperie. Nacido en París en 1871, Marcel Proust creció en un hogar privilegiado. Su padre, Adrien Proust, era un prestigioso médico; su madre, Jeanne Weil, judía, era una mujer delicada y culta, que inculcó en su hijo el amor a los clásicos y la delicadeza en el trato. Generoso hasta la insensatez, Proust repartía propinas principescas entre camareros y botones. En alguna ocasión, regresó a un hotel o restaurante tras reparar que se había olvidado de gratificar a algún empleado. Siempre utilizaba el mismo pretexto: “Debe ser tan triste sentir que te dejan de lado”.

Enfermo desde niño, Proust desarrolló una exquisita sensibilidad para comprender los sentimientos ajenos. Atento y desprendido, no quería lastimar a nadie. La ternura de su madre educó sus sentimientos, instigándole el deseo de agradar. Su niñez transcurrió entre lecturas y paseos por los Campos Elíseos acompañado por una vieja criada. Pasaba sus vacaciones en Illiers, cerca de Chartres. Su fascinación por los paisajes de la Beauce y del Perche inspirarán el imaginario Combray. Estudiante del Liceo Condorcet, destacará en filosofía por sus frases sinuosas y reflexivas. En los últimos cursos, realizará sus primeros esbozos literarios. Poco después, fundará la revista literaria El Banquete con varios de sus condiscípulos. A los diecisiete años, se introducirá en los salones más elegantes de París, logrando una rápida popularidad. Tras un fracaso sentimental, tomará conciencia de su homosexualidad, que siempre ocultará con extremo cuidado. Aún flotaba en el ambiente el trágico final de Oscar Wilde, encarcelado por sodomía y expulsado de la sociedad galante que antes le aplaudía. Valiente y con un creciente autodominio, Proust adquirirá la manía de batirse en duelo por cualquier nimiedad. No esperará a ser llamado a filas para realizar su servicio militar. Se presentará voluntario. El clima de orden y camaradería del ejército, lejos de molestarle, le resultará muy gratificante. Incluso intentará reengancharse, pero le rechazarán por su mala salud. Una nueva herida en su corazón hiperestésico. Volverá a los salones elegantes, conociendo a Anatole France y a Alexandre Dumas. Cursará derecho para complacer a su padre, pero nunca ejercerá. Tildado de snob, aprovechará su vida social para estudiar el comportamiento humano. En el “gran mundo” del XIX, hay comedia y tragedia, ligereza y drama. Para su mirada, nada es irrelevante. Un artista no es más interesante que una costurera. Ambos poseen rasgos dignos de ser narrados. En busca del tiempo perdido será la catedral que recoja todas las clases sociales, mostrando sus complejas relaciones.

Léon-Pierre Quint nos ha dejado un emotivo retrato del escritor: “Grandes ojos negros, brillantes, mirada de extrema dulzura, voz más dulce aún, un poco jadeante, indumento muy rebuscado, amplias pecheras de seda, una rosa o una orquídea en el ojal de su levita, sombrero de copa de alas planas que en aquel entonces se dejaba al lado del sillón; después, poco a poco, a medida que la enfermedad le vencía y también que la familiaridad le daba valor para vestir como le acomodaba, comenzó a aparecer en los salones, incluso de noche, con su pelliza, que usaba tanto en verano como en invierno, pues siempre tenía frío”. En 1896, con veinticinco años, costea la publicación de su primer libro, Los placeres y los días, una colección de poemas en prosa prologada por Anatole France. André Maurois señala que en la obra hay “unos pocos gramos de metal precioso” escondidos entre las piedras. El libro pasa relativamente desapercibido. La salud de Proust empeora. Ya no tolera el campo ni la orilla del mar. En 1893, conoce al aristócrata Robert de Montesquiou. De su brazo, traspasará el umbral de los salones más exclusivos. La experiencia le sirve para escribir una novela que dejará inacabada, Jean Santeuil. Publicada póstumamente, la obra contiene las semillas que fructificarán en À la recherche du temps perdu, incluida su fervorosa defensa del capitán Dreyfus. Proust empieza a sentir el apremio de combatir el paso del tiempo, devastador e inmisericorde, por medio del arte, la única eternidad al alcance del hombre. El artista es el sacerdote de la belleza. La felicidad no pertenece a este mundo, sino al dominio de la imaginación, donde hasta lo más pequeño e insignificante se transforma en un milagro imperecedero. Alumno de Henri Bergson, Proust asimiló que la palabra no es una sucesión de instantes, sino un proceso cuya unidad solo puede captarse mediante la experiencia interior. El tiempo real es “duración” y solo se revela a la intuición.

El descubrimiento de John Ruskin proporcionó las claves que completaron el orbe proustiano. El escritor reunió las pocas fuerzas que le quedaban para viajar a Amiens y Venecia, embriagándose con el paisaje arquitectónico. Ruskin sostiene que la naturaleza y el arte deben fundirse, mostrando la armonía del cosmos. El gótico logró esa hazaña, levantando edificios que mezclaban sofisticación y sencillez. Ruskin educó la mirada de Proust. Le enseñó a mirar las flores, las nubes, las olas. Le reveló la pureza de  Fra Angélico, la delicadeza de las estampas japonesas y el detallismo de Holbein. Con ayuda de su madre, Proust tradujo Sésamo y lirios (1865) y La Biblia de Amiens (1880-1885). Los elogios de Bergson no evitaron el fracaso editorial de sus traducciones.

En 1903 muere el padre de Proust; en 1905, su madre. Ninguno llegará a conocer el éxito de su hijo. El sentimiento de duelo se alía con el naufragio de su salud. El escritor se recluye en el 102 del bulevar Haussmann de París. Tapiza de corcho su dormitorio y mantiene las ventanas cerradas para protegerse de un exterior cada vez más hostil con su asma. Afectado por un frío crónico, Proust solo usa prendas de lana que calienta en un brasero. Se pasa la mayor parte del tiempo en la cama. Apenas come. Sostiene su cuerpo y su mente con grandes dosis de café. Solo sale de noche. Se acerca al Ritz y a los jardines de su niñez para buscar ideas. Habla con los camareros para que le informen sobre esa vida social donde ya solo es un extraño. Entre 1910 y 1922 escribe En busca del tiempo perdido. La Nouvelle Revue Française rechaza Por el camino de Swann. En 1913, Proust consigue que Bernard Grasset publique la obra, pero costea la edición. El estallido de la Gran Guerra aplaza hasta 1919 la publicación de A la sombra de las muchachas en flor, que saldrá a la luz con el aval de la prestigiosa Gallimard. La obra obtendrá el Premio Goncourt. Por fin, la gloria llama a la puerta, pero no lo hará con dulzura y serenidad, sino con verdadero estruendo, desatando una campaña contra Proust, ese petimetre que escribe desde su estrafalaria guarida, lejos de las cruces sembradas por las tempestades de acero del mayor conflicto bélico de la historia.

Proust, Premio Goncourt 1919

El escritor y crítico literario Thierry Laget ha escrito un peculiar ensayo sobre el galardón que consagró a Marcel Proust. Con una espléndida traducción de Laura Claravall, Proust, Premio Goncourt. Un motín literario (Ediciones del Subsuelo) no es un tedioso y pulcro estudio académico, sino un texto muy proustiano que oscila entre el humor, el análisis psicológico y el apunte nostálgico. Autores de un Diario que ha sobrevivido a los cambios estéticos y sociales, y de un puñado de novelas de corte naturalista, los Goncourt establecieron en su testamento la creación de un premio de novela que dignificara un género menospreciado por la Academia Francesa. El galardón comenzó a concederse en 1903 y su intención inicial era estimular a los jóvenes novelistas, proporcionándoles los medios necesarios para escribir sin agobios materiales durante un tiempo. Diez críticos o escritores compondrán la Academia Goncourt, que otorgará un premio anual dotado con cinco mil francos. Una cantidad insignificante para un autor que deja propinas de cincuenta francos. La candidatura de Proust fue problemática desde el principio. Nadie podía acusarle de cobardía, pues su enfermedad le había impedido combatir en las trincheras, pero su orbe literario parecía inadecuado para una posguerra ensombrecida por el llanto de las viudas y el desamparo de los huérfanos.

La crítica había destacado la prosa minuciosa y ondulante de Proust, un extraordinario cauce para el despliegue de la memoria. Robert Dreyfus describe al escritor como un “pintor del mundo” con la rutina de un ermitaño. Denys Amiel explica que “Marcel Proust ejerce el arte de escribir como un vicio por el que lo sacrifica todo; da la sensación de que prepara su escritorio como el bambú para el opio”. Proust es una leyenda, una especie de vampiro con una pluma sublime capaz de describir con inigualable inspiración “la forma del tragaluz por donde la claridad llega hasta su cueva” (Binet-Valmer). Léon Daudet será el principal valedor de Proust para el Goncourt. A la sombra de las muchachas en flor compite con Las cruces de madera, de Roland Dorgelès, un excombatiente que narra con hondo patetismo sus experiencias en las trincheras. Casi todo el mundo considera que Dorgelès se llevará el premio, pero seis votos contra cuatro entregarán el Goncourt a Proust. Las reacciones no se hacen esperar. Se dice que Proust es “un Balzac degenerado”. Es rico y no es joven. El jurado ha incumplido las condiciones establecidas. Furioso, Daudet, primer presidente de la Academia Goncourt, replica que se premia al talento, no a la juventud, y que Proust “se adelanta a su tiempo en más de cien años”. Sus argumentos no aplacan los ánimos. Proust recibe la noticia con serenidad. Cuando su criada Céleste interrumpe su descanso anunciándole que ha sido premiado con el Goncourt, responde: “¿Ah?”. Posteriormente, Céleste evocará su reacción, comentando: “siempre era así, dueño de sus emociones en cualquier circunstancia, nunca rompía su armonía”.

La comitiva de Gallimard, que ha acudido a felicitarlo, se queda desconcertada con el aspecto del apartamento 102 del bulevar Haussmann: un frío glacial, penumbra en pleno día, olor a rancio. El escritor, muy pálido, emerge de un dormitorio espartano, con una cama con barrotes de hierro y pocos muebles. Solo tres mesas de trabajo llenas de papeles testimonian el esfuerzo titánico de un escritor al que la muerte ya le pisa los talones. Proust da instrucciones a Céleste. No quiere recibir a los periodistas ni a los fotógrafos. No piensa alterar su rutina. Eso sí, transmite su gratitud a Léon Daudet. En los días siguientes, la izquierda y la derecha colman de insultos a Proust, acusándole de ser rebuscado, insulso e insano. Su obra es un obsceno ejercicio de “onanismo sentimental”. Solo unas pocas voces salen en defensa del escritor. René Clair, futuro cineasta, escribe que las Muchachas de Proust “despiertan, en nuestra memoria, una multitud de fantasmas íntimos persistentes o ligeros”. Léon Daudet augura un largo porvenir a la literatura de Proust: “Vincula la literatura y la poesía con la alucinación y la ciencia. Abre el camino a todos los descubrimientos, en todos los ámbitos”. Los detractores de Proust continúan con su labor de desprestigio, ridiculizando al escritor. Solo bebe leche, desayuna por la noche, vive rodeado de bibelots, no soporta el ruido, enferma con el olor de las flores, vive cómodamente desconectado del mundo hasta el extremo de ofrecer cien francos por una botella de agua. A la sombra de las muchachas en flor es el fiel reflejo de ese mundo enfermizo. Hasta la edición de la obra es desagradable: más de cuatrocientas páginas en una letra minúscula. Párrafos interminables, sin un punto. El perfecto lecho para mortificar al lector. El motín indica claramente que Proust es un gran innovador, pues solo los visionarios concitan tanta enemistad.

Los defensores de Proust surgen a veces por el lado más inesperado. Jacques Riviére sentirá nostalgia de su literatura durante su estancia en un campo de prisioneros alemán. En un ambiente tan sombrío, la prosa de Proust es un soplo de belleza que apela a los impulsos más nobles del alma humana. Robert Proust, cirujano del Estado Mayor del general Charles Mangin, descubre que el militar aprecia los libros de su hermano Marcel. Más adelante, supervivientes de los campos del Lager nazi y del Gulag soviético, confesarán que el recuerdo de la literatura de Proust fue “alimento para el espíritu”. El deseo de volver a Combray o Balbec, dos lugares imaginarios, les ayudará a soportar las penalidades de infiernos tristemente reales. Se acusa a Proust de reaccionario y clerical, sin reparar en que es un hombre de izquierdas, judío y nada religioso. Léon Daudet, un conservador a machamartillo, recuerda que no se debe mezclar moral y creación artística. La patria es sagrada, pero se debe mandar a la mierda cuando se trata de juzgar el arte o la literatura. El mundo de Guermantes, siguiente novela de À la recherche, no decepciona a Daudet: “Cuando pienso que observa todo esto desde su cama –ya que prácticamente no se levanta usted casi nunca, ¿verdad?- me pregunto para qué sirve estar de pie”. Como apunta Thierry Laget, el tiempo le dio la razón a Daudet. Proust abrió caminos, trascendiendo su siglo. Su labor creativa nos enseñó a mirar el pasado con una nueva perspectiva. La “memoria involuntaria” abre brechas en el aquí y ahora, devolviéndonos lo que quedó atrás. El tiempo vuelto a encontrar no es un simple vestigio del ayer, sino una vivencia nueva que enriquece el presente, evidenciando la íntima unidad del tiempo.

Proust quizás podría haber vivido unos años más. Abusaba de los somníferos, no cuidaba la higiene, apenas se alimentaba y su ánimo rozaba la depresión. Pese a todo, no cesa de escribir y corregir. A veces se levanta de la cama penosamente para hacer una acotación. Aún le da tiempo de ver la publicación de Sodoma y Gomorra, y llega a escribir la palabra “Fin” en el último de sus cuadernos. Ha cumplido su misión. No ha sido feliz, pero su vida está justificada. Cuando contrae una pulmonía, se niega a recibir la visita de un médico. Fallece el 18 de noviembre de 1922. Fue enterrado en el cementerio de Père-Lachaise, donde descansa junto a los restos de su padre y de su hermano. Aún transcurrirían cinco años antes de que se terminaran de publicar las últimas novelas de À la recherche: La prisionera (1923), La fugitiva (1925) y El tiempo recobrado (1927). Es inevitable recurrir a las palabras que escribió Proust para comentar la muerte de Bergotte, el gran escritor que concibió a partir de Anatole France y, en menor medida, de Paul Bourget: “Estaba muerto, ¿muerto para siempre? ¿Quién puede decirlo? Ciertamente, ni las experiencias espiritistas ni los dogmas religiosos aportan la prueba de que el alma subsista. Lo que puede decirse es que todo sucede en la vida como si nosotros entrásemos en ella con la carga de obligaciones contraídas en una existencia anterior”. ¿Descarta Proust completamente la idea de la resurrección? Nos da él mismo la respuesta: “Lo enterraron, pero toda la noche fúnebre, en las vitrinas iluminadas, sus libros expuestos de tres en tres, mezclados como ángeles de alas desplegadas, semejaban para aquel que ya no existía el símbolo de su resurrección…”. Si la eternidad es triunfo sobre el tiempo, Proust es inmortal. Su obra flamea como una llama perpetua.

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