Entreclásicos por Rafael Narbona

El diario de Etty Hillesum

6 marzo, 2018 10:14

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Etty Hillesum[/caption]

Ester “Etty” Hillesum es una de las voces más conmovedoras de la Shoah. Su caída al abismo se produce al mismo tiempo que su ascensión hacia Dios. Etty no busca consuelo, sino una perfecta comprensión de las cosas. No fantasea con un Dios omnipotente que evite su previsible inmolación. Se conforma con la alegría que le produce su cercanía. Nota la presencia de Dios en su interior, revelándole que la vida es hermosa y tiene sentido, incluso en las circunstancias más aciagas. Piensa que tal vez Dios puede necesitarnos tanto como un padre enfermo, pues su poder nos es ilimitado y sufre con la injusticia, incapaz de revertir la marcha de la historia. El 11 de julio de 1942, cuando los judíos holandeses ya soportan las medidas concebidas para su deportación y exterminio en los campos de concentración de la Polonia ocupada, Etty escribe: “Y si Dios no me sigue ayudando, entonces tendré que ayudar yo a Dios”. A la mañana siguiente, añade: “Sólo una cosa es para mí más evidente: que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti y así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros. […] No te exijo responsabilidades, tú nos las podrás exigir más adelante a nosotros”.

Etty no era una mujer piadosa y con una vida convencional, sino una joven moderna y desinhibida. Nació el 15 de enero de 1914 en Middelburg, Países Bajos. Su padre era profesor de lenguas clásicas. En 1924 se instaló en Deventer y, poco después, obtuvo la plaza de director del centro municipal de bachillerato. Era un hombre tranquilo y melancólico, apasionado por el saber y el trabajo docente. Su mujer había huido de los pogromos en Rusia y, según Etty, era pasional y extrovertida. Las diferencias de carácter provocaron tensiones y desencuentros, creando una atmósfera familiar conflictiva, que tal vez explica los problemas de su hijo Mischa, un pianista precoz y superdotado que sufriría varios ingresos psiquiátricos. Etty tenía otro hermano, Jaap, que se hizo médico. La familia vivía en la calle Geert Grootestraat nº 9. Ninguno sobreviviría a Auschwitz, adonde fueron deportados tras pasar un tiempo en el campo de transición de Westerbork. Anne Frank también pasaría por este centro de internamiento antes de acabar sus días en Bergen-Belsen, víctima del tifus. Etty estudió derecho y lenguas eslavas en Ámsterdam. Tras licenciarse, inició estudios de psicología. Atractiva, mundana y desenvuelta, encadenó varios romances. No había sido educada en la fe judía y carecía de prejuicios contra el sexo. Al inicio de su diario, confiesa: “En lo erótico soy sofisticada y casi diría que suficientemente experimentada para ser considerada una buena amante”. Corre el año 1941 y ya ha conocido al psicólogo y quirólogo Julius Spier, de cincuenta y cuatro años, separado y con dos hijos. Nada de eso será un obstáculo para Etty, que se convierte en su amante, sin renunciar a otras relaciones ocasionales. Entiende que el sexo se parece a la escritura. Siempre hay algo que no llega a expresarse: “Es igual que ese último grito liberador en la relación sexual, que también se queda tímidamente atrapado en el pecho”.

Escribir un diario le parece una aventura dolorosa, pues las palabras siempre oponen resistencia a las ideas y los sentimientos: “A veces los pensamientos están perfectamente organizados y claros en la cabeza y los sentimientos son muy profundos, pero escribirlos es imposible”. El diario de Etty nace sin ninguna pretensión literaria. No está escrito para la posteridad, sino para conocerse mejor a sí misma. Su relación con Spier no se basa sólo en lo erótico. Spier le anima a leer los Salmos y los Evangelios. No para convertirse, sino para lograr una comprensión del mundo más exacta. Etty atiende sus sugerencias, adentrándose en un terreno espiritual que jamás le había sido ajeno. Nunca había observado ningún rito religioso, pero es incapaz de odiar a los alemanes. Piensa que el odio rebaja y degrada, alejando al hombre del bien y la belleza. Patinando sobre hielo en una penumbra rosada descubre que la belleza puede hacer daño: “Aquello me parecía tan hermoso que hasta me dolía el corazón”. Es un dolor que no produce consternación, sino alegría, revelando que la belleza es la manifestación de un orden trascendente. Etty sabe que palabras como “alma” o “Dios” están desprestigiadas, pero no le importa utilizarlas. Intuye que ha comenzado a desbrozar un camino y no quiere interrumpir su marcha. Dejar de escribir sería como quedarse en una cornisa en mitad de una escalada, soportando indefinidamente el viento y el frío.

El diario de Etty Hillesum permaneció inédito hasta 1981. Su publicación constituyó un verdadero acontecimiento, pero sería injusto atribuir su resonancia al trágico destino de su autora. No es un testimonio más sobre la Shoah, sino una autobiografía espiritual que relata una peripecia interior tan asombrosa como la de Santa Teresa de Jesús. Hillesum nunca escogió un título para los ocho cuadernos que componen su diario. Jamás pensó que sus anotaciones se reunirían en un libro. Los editores han ensayado varios títulos: Un vida conmocionada, Una vida truncada. Ninguno está a la altura del texto, que tal vez podría haberse titulado El Libro de la Vida, pues la escritura de Etty constituye un canto a la vida como creación de Dios. De hecho, cuando adopta la costumbre de meditar media hora al día, piensa que la finalidad de ese ejercicio es “convertirse por dentro en una gran y amplia llanura, sin un alevoso matorral que impida la vista. Que crezca algo de ‘Dios’ dentro de uno mismo, tal como hay algo de ‘Dios’ en la Novena Sinfonía de Beethoven”. Etty repudia el nihilismo. No puede aceptar que el ser humano sólo sea “un barril hueco arrastrado por la historia del mundo” o que la existencia carezca de sentido. “Tal vez cada existencia tenga su propio sentido y se necesite una vida entera para encontrarlo”. Atribuir todo al azar significa condenar el cosmos a la insignificancia y el caos. “Todo es por casualidad, o nada es por casualidad. Si creyera en lo primero no podría vivir, pero de lo último aún no estoy convencida”. No hay que sacar fuerzas de los otros, cuyas opiniones podemos suscribir o rechazar, sino de la vida, que posee un indudable sentido y una inequívoca belleza. Etty repite esta idea una y otra vez, pese a que la ocupación alemana invita sin cesar a la desesperanza y el escepticismo.

Los alemanes prohíben a los judíos circular en bicicleta, pasear por parques y jardines, entrar en los bares, utilizar el transporte público. Sin embargo, Etty no se desmorona. Experimenta en su interior “una inquietud creativa” y suplica: “Dios, cógeme con tu gran mano y conviérteme en tu instrumento, permíteme escribir”. Sus experiencias rozan el misticismo. Al contemplar las grandes llanuras soleadas, siente que está en contacto con Dios y con todos los seres humanos, participando en una unidad cósmica. Fantasea con la soledad de un convento, con una celda llena de libros y una ventana abierta sobre un paisaje con campos de trigo. Entiende que no debe buscar evidencias, sino escuchar su voz interior: “Dentro de mí hay un pozo muy profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me es accesible. Pero a menudo hay piedras y escombros. Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo”. Dios no está en lo alto, sino en lo más hondo, en esa alma que la modernidad llama conciencia, despojándola de su misterio sobrenatural. Para conocer el alma no hace falta conocimiento, sino sabiduría y la sabiduría enseña a “comportarse de forma pasiva y escuchar”. Sólo de ese modo podremos conocer el alma y reencontrarnos con ella, comprendiendo que contiene “un pequeño trozo de eternidad”. Las prohibiciones, humillaciones y amenazas de deportación afectan a Etty, provocándole consternación. A veces desea morir, pero enseguida se repone y recupera su optimismo: “La vida merece ser vivida. Dios, todavía estás conmigo”. Etty confiesa que ha empezado a arrodillarse para sentir el amor de Dios. Admite que hablar de algo tan íntimo resulta más embarazoso que abordar su intimidad sexual. Sin embargo, reconoce que cada vez necesita más el calor de Dios: “Dios, cógeme de tu mano, te acompaño obedientemente, sin resistirme. […] Iré a todas partes de tu mano e intentaré no tener miedo. Intentaré irradiar algo del amor, del verdadero amor humano que hay en mí, en cualquier parte que esté”.

La vitalidad de Etty se tambalea cuando se plantea el tema de la maternidad. No quiere añadir más sufrimiento al mundo con una nueva vida. Su actitud es contradictoria, pero completamente lógica en un momento histórico que no proporciona ningún argumento para la esperanza. Etty incluso reconoce que abortaría, si se quedara embarazada. Piensa que es la única opción responsable. Es inevitable experimentar perplejidad al leer unas palabras que contrastan con su amor a la vida, pero su postura parece congruente ante la perspectiva de un genocidio. No obstante, unos días después escribe: “La vida es grande y buena, fascinante y eterna. […] Señor mío, te agradezco que me hayas creado como soy. Te agradezco sentir una amplitud tan grande en mí, ya que esa amplitud no es otra cosa que estar colmada de ti”. Su lucha interior, llena de contradicciones, sólo puede entenderse en una época donde el nihilismo avanza por el mundo como una plaga incontenible. El nazismo no propone nada. Su visión del futuro rinde culto a la muerte y la destrucción. El amor a la vida fluye a duras penas en un escenario semejante, sufriendo constantes crisis. Pese a todo, la vitalidad de Etty prosigue su curso ascendente. Acepta un puesto de dactilógrafa en el Consejo Judío y aprovecha su posición para aliviar el sufrimiento de los judíos holandeses. Los nazis son despiadados, pero no está dispuesta a odiarlos. El mal ajeno debe ser una invitación a reflexionar sobre los defectos propios, pues víctimas y verdugos pertenecen a la misma especie. Etty piensa que vendrá otra época, que los nazis serán derrotados, juzgados y condenados, pero sus crímenes volverán de otra forma, si no luchamos contra nuestros propios demonios: “No creo que podamos mejorar en algo el mundo exterior, mientras no hayamos mejorado primero nuestro mundo interior”. Etty intenta crecer humana e intelectualmente, leyendo a Rilke, Tolstoi, Dostoievski. Además, recorre a menudo los Evangelios, particularmente San Mateo, y medita sobre los Salmos. No reniega de la existencia, pese a que la brutalidad de la ocupación crece sin cesar, imponiendo el toque de queda a los judíos y privándoles de cualquier derecho. Su padre pierde su puesto de profesor y a su hermano Jaap sólo se le deja ejercer la medicina por las necesidades de la guerra. “Sigo alabando tu creación, Dios –exclama Etty-. ¡A pesar de todo!”.

Spier, al que Hillesum llama simplemente S., le regala cinco capullos de rosas rojas, y le dice: “Usted nunca espera nada del mundo y por eso siempre recibe algo”. La opresión alemana se agudiza y Etty, lejos de caer en la rabia, el rencor o el desánimo, persiste en su aprecio a la vida y en su acercamiento a Dios: “La vida me parece bonita y me siento libre. El cielo se extiende ampliamente tanto dentro de mí como sobre mí. Creo en Dios y creo en la gente y me atrevo a decirlo sin ninguna vergüenza”. No se hace ilusiones sobre su futuro. Sabe que antes o después será deportada a Polonia en un vagón de ganado, pero ni siquiera esa perspectiva enfría su fervor místico: “Incluso en este siglo XX se puede todavía creer en milagros. Y yo creo en Dios, también cuando dentro de poco en Polonia me hayan devorado los piojos”. Sabe que los nazis desean aniquilar al pueblo judío, pero no le inquieta la idea de la muerte. No piensa malograr la vida que le resta, rebelándose contra su destino. La muerte forma parte de la vida y no hay que lamentarlo. Sólo le angustia pensar que tal vez no podrá volver a escribir, pero piensa que siempre le quedarán sus vivencias interiores y su confianza en Dios. Ahora entiende que amar a Dios desde un confortable y soleado cuarto de estudio carece de mérito. La fidelidad a Dios se pone a prueba en las horas más sombrías, cuando todo parece irremediablemente perdido. Obligada a mudarse al campo de tránsito de Westerbork con sus padres y hermanos, Etty no sucumbe al sentimiento de desamparo. Dios sigue a su lado: “Hay momentos en los que me siento como un pajarillo acurrucado dentro de una gran mano protectora”.

Gracias a su empleo en el Consejo Judío, puede abandonar Westerbork de vez en cuando para realizar gestiones en Ámsterdam. Aunque su salud empieza a quebrantarse, conserva su empuje, procurando ayudar y consolar a los demás. Es “el corazón pensante del barracón, […] una esclusa a la que llega una y otra vez una nueva riada de sufrimiento”. La inesperada muerte de Spier le produce un hondo abatimiento, pero su espíritu soporta la noticia sin resquebrajarse. Piensa que su alma es como el pan de una ofrenda. Puede alimentar a muchos y aplacar su desesperación. Desearía que todos sus compañeros de infortunio pudieran contemplar el mundo desde su perspectiva, sentir que es posible llevar frutos y flores a todos los rincones de la tierra, saber que la muerte sólo es un tránsito hacia otra vida, comprender que se puede ser feliz solamente con un verso o un fragmento de cielo. Ha perdido a su amante y puede ser deportada, pero la vida le sigue pareciendo hermosa y justa. “Dios mío, te estoy agradecida por todo”, afirma como si rezara una plegaria. Las últimas palabras del diario de Etty Hillesum revelan su extraordinaria calidad moral: “Una quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas”.

Deportada a Auschwitz con sus padres y sus hermanos, Etty murió el 30 de noviembre de 1943. Sus padres fueron enviados a la cámara de gas apenas llegaron al campo de concentración. Su hermano Mischa sobreviviría hasta el 31 de marzo de 1944. Su hermano Jaap murió el 17 de abril de 1945, cuando regresaba a los Países Bajos. En el convoy que trasladó a la familia Hillesum viajaban 987 personas, de las cuales 170 eran niños. Sólo hubo ocho supervivientes. Etty confió sus diarios a su amiga Maria Tuinzing, que los conservó sin ignorar su enorme valor. Necesitaron casi cuarenta años para salir a la luz, pero cuando lo hicieron causaron un verdadero revuelo, mostrando que era posible resistir sin odio y sin perder la confianza en Dios, el hombre y el mundo. Pero, ¿a qué Dios se refiere Etty? ¿Al de la tradición cristiana? En parte. Etty era un espíritu demasiado libre para someterse a cualquier forma de ortodoxia. Sería absurdo reivindicar su legado desde una tradición concreta, como el catolicismo o el judaísmo. El Dios de Etty se parece más bien al Dios de Rilke, particularmente al que aparece en El libro de las horas (1905). “¿Qué será de ti, Dios, cuando yo muera?”, escribe Rilke. “¿Qué harás, Dios? Temo por ti”. Etty, que admiraba a Rilke y leía a menudo El libro de las horas,  canta a ese Dios, que nos ha regalado la vida, pero que necesita nuestra ayuda para no caer en el olvido y dejar el mundo completamente a oscuras.

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Nota bibliográfica:

El Diario de Etty Hillesum ha sido traducido al castellano por Manuel Sánchez Romero. La Editorial Anthropos publicó esta versión en 2007, revisada por Asunción Sainz Lerchundi.

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