Fotograma de 'Ciudad de sombras'.

Fotograma de 'Ciudad de sombras'.

En plan serie

'Ciudad de sombras', la serie póstuma de Verónica Echegui: un 'thriller' en la Barcelona de Gaudí

Un relato criminal intercambiable por otro de los centenares de refritos del contenedor de Netflix, pero que sirve para calibrar su versatilidad interpretativa. 

Más información: 'Los abandonados': la lucha de titánides entre Gillian Anderson y Lena Heady, lo mejor de un wéstern fallido

Publicada

Escondida bajo la carcasa de un thriller formulario, disimulada con los pertinentes clichés decorativos del género y oculta bajo el ritmo propio de una audioguía elaborada para la Casa Batlló, Ciudad de sombras contiene el germen de una serie a priori interesante.

Sin embargo, Jorge Torregrosa, director de sus seis episodios y coguionista junto a Carlos López y Carla Esparrach de esta adaptación de la novela de Aro Sáinz de la Maza, ha preferido hacer otra cosa (ya les avanzo que del libro desconozco hasta su portada).

El embrión de esa serie todavía por hacer también es culpa del propio Torregrosa, pues él es el responsable de injertar entre los pliegues de la trama detectivesca que ordena el relato imágenes de archivo que, sin necesidad de comentario adicional alguno, nos muestran la transformación urbanística de Barcelona, especialmente de la Barcelona post-olímpica, y las consecuencias que eso tuvo no solo sobre su fisionomía sino, especialmente, sobre las condiciones de vida de una capa muy concreta de la sociedad barcelonesa (la correspondiente a los menos favorecidos, para variar).

Esas anotaciones documentales a pie de página conectan inesperadamente la nueva serie de Netflix con algunas novelas de Manuel Vázquez Montalbán - pienso en la farsesca ‘Sabotaje olímpico’ y en todos los comentarios que el creador de Pepe Carvalho incluyó en las novelas posteriores de la saga a propósito de la metamorfosis que la ciudad condal con motivo de los fastos del 92 y sus beneficiarios - o incluso con Largo viaje hacia la ira (Llorenç Soler, 1969).

Son, repito, pequeños apuntes que me gusta leer como una invitación para que alguien desarrolle un proyecto sobre tan peliagudo asunto; o acaso un deseo exagerado de quien esto firma por encontrar un aliciente referencial al que aferrarse, hastiado como anda tras enfrentarse a la enésima adaptación de una novela superventas.

Esa porción mínima de genio, casi una pequeña nota de color que gana enteros por el modo en que ha sido editada, es lo único de verdad interesante de Ciudad de sombras, por lo demás un relato criminal fácilmente intercambiable por otro de los centenares de refritos con policías y asesinos de por medio que van almacenándose en el contenedor de Netflix (Lauchhamer, Asesinato para principiantes, La cúpula de cristal, El pasado no duerme, El rastro o las trescientas series basadas en las novelas de Harlan Coben).

Centrémonos. Todo arranca con el asesinato de un conocido constructor. Su cuerpo aparece quemado en la fachada de La Pedrera, el emblemático edificio diseñado por Gaudí situado en el Passeig de Gràcia.

Los encargados de resolver el caso serán el inspector Milo Malart (Isak Férriz), hasta ahora suspendido por indisciplina en los Mossos d’Esquadra y reincorporado puntualmente al servicio, y la subinspectora Rebeca Garrido (Verónica Echegui), que en realidad ejerce de tutora de su insubordinado compañero.

Este será solo el primero de una serie de crímenes rituales cuya puesta en escena incluye un cadáver en llamas depositado en alguna de las creaciones modernistas obra del arquitecto catalán.

El colofón, claro está, tendrá lugar en la Sagrada Familia coincidiendo con la visita del Papa Benedicto XVI (la historia está situada en 2010). El serial killer recibirá el nombre de La sombra de Gaudí con lo que uno corre el riesgo de confundirlo con un secretario diligente o con el penúltimo eyeliner sacado a la venta por Margaret Astor.

Ciudad de sombras peca de sobresaturación. Sin necesidad de destripar nada, diremos que se establece una conexión entre la especulación inmobiliaria de todo pelaje – desde la expansión de la ciudad con motivo de las Olimpiadas hasta las ampliaciones de la Sagrada Familia o el Parc Güell y las consiguientes expropiaciones forzadas – con una trama de corrupción que incluye abuso de menores.

Si alguien cree ver algún tipo de equivalencia con lo que explicaba Grupo 7 (Alberto Rodríguez, 2012) con respecto a la Expo de Sevilla del 92, que vaya olvidándose.

La composición de Milo Malart evidencia a la perfección los excesos en los que incurre la serie.

Suspendido por agredir a un superior, traumatizado por el suicidio de su sobrino, hijo de un padre esquizofrénico y con un hermano que sufre la misma dolencia, separado de su mujer, que quiere vender el piso que compartían y con un ex suegro al que quiere tanto como Mia Farrow a Woody Allen...¿Alguien da más?

Verónica Echegui y Manolo Solo en 'Ciudad de sombras'. Foto: Lucia Faraig.

Verónica Echegui y Manolo Solo en 'Ciudad de sombras'. Foto: Lucia Faraig.

La serie cuenta, además, con numerosos problemas de construcción. Ya en su inicio, una artera elipsis nos impide ver cómo el asesino es capaz de cargar con un cuerpo inerte hasta lo alto de la Casa Milà y colgarlo en la fachada previa superación de todos los controles de seguridad.

Después se nos informará que el interfecto ha hecho copias de todas las llaves y pases de entrada, pero en ningún momento se nos explica cómo eso ha sido posible y, sobre todo, cómo es capaz de superar las medidas de vigilancia de varias instalaciones (la respuesta más verosímil es que la compañía de seguridad a cargo es la T.I.A.).

Digamos que los guiones siempre intentan justificar esas incongruencias recurriendo a todo tipo de subterfugios para hacernos creer que Doraemon se parece a Bugs Bunny.

Desde ese ‘mosso’/ rata de archivo que advierte a los inspectores de la muerte de una viejecita en una iglesia diciendo aquello de “puede que solo sea una coincidencia” —verbalizar la incoherencia para crear un efecto de suspensión de la incredulidad—que será clave para resolver el caso, hasta la recurrente aparición de personajes sin peso (el ex suegro, el ex comisario) que siempre aportan información valiosa en el momento oportuno.

Tampoco deja de sorprender que todo el mundo conociera las oscuras inclinaciones de Félix Torrens, la segunda víctima, y a la policía le cueste tanto averiguarlo.

La dosificación de la información es poco juiciosa, pues se nos oculta la identidad del villano para, en el quinto capítulo, desvelarla: ¿no hubiese sido mejor mostrar todas las cartas desde el inicio o, por el contrario, dejar que sean los inspectores los que den con el criminal y no los guionistas?

No faltan, tampoco, los consabidos flashbacks cuyas texturas buscan imitar el material de archivo, porque en los tiempos que corren hay que contarlo todo de todo el mundo (todos los referidos a la muerte del sobrino de Malart son … pónganle ustedes el adjetivo).

Manolo Solo en 'Ciudad de sombras'. Foto: Lucia Faraig.

Manolo Solo en 'Ciudad de sombras'. Foto: Lucia Faraig.

Esa necesidad expansiva incluye, también, toda una subtrama protagonizada por el taimado periodista que encarna Manolo Solo..porque también hay que hablar del amarillismo que sacan cada mañana a su escaparate televisivo periodistas como Susanna Griso, en la que parece basarse la Julia Valle que interpreta María Adánez, conductora del programa para el que trabaja el reportero Mauricio Navarro (Manolo Solo), contrabandista de las exclusivas filtradas por el asesino.

Sobre la realización de Jorge Torregrosa, de nuevo mediatizada por el libro de estilo de Netflix al que ya hemos aludido en anteriores ocasiones, solo citaré la secuencia de presentación de Malart.

Lo vemos en un acantilado que da al mar, angustiado, quizá pensando en quitarse la vida. Para captar esa sensación de agobio se utilizan hasta cuatro tomas (tres con dron) con sus respectivos cortes de montaje: una de acercamiento frontal; otra, en ligero picado, de aproximación por detrás; un plano medio de su cogote y un cenital, antes de pasar a un primer plano de su rostro atormentado (que sería el quinto).

¿De verdad son necesarios cinco planos para transmitir esa sensación? ¿Qué justificación dramática hay detrás de esas decisiones visuales? Si alguien la sabe o da con ella, estaré encantado de escucharle.

Por lo demás, Isak Férriz y Verónica Echegui, cuya robótica interpretación le va que ni pintada a su personaje, sostienen la función como buenamente pueden —cuando vean las escenas de Malart enfrentándose a su hermano, lo entenderán mejor—.

Tampoco conviene menoscabar el buen trabajo de la mayoría del plantel de secundarios, una pequeña vindicación de la escuela catalana representada aquí por intérpretes de generaciones muy distintas como Irene Montalà, Àgata Roca, Marc Clotet, Aina Clotet, Pep Munné, Vicky Peña o el habitual actor de doblaje Juan Carlos Gustems. Por cierto, es de agradecer que la serie abrace el bilingüismo con total naturalidad.

Ciudad de sombras es el proyecto póstumo de la malograda Verónica Echegui. Más allá del resultado final, el papel debería servirnos para calibrar su versatilidad interpretativa, pues aquí se mueve en un registro que nada tiene que ver con el que manejó en algunos de sus trabajos más recientes (A muerte), en series policíacas como Fortitutde (VV.AA., 2015-2018) o en dramas tan notables como La mitad de Óscar (Manuel Martín Cuenca, 2010).

Y ahora a ver si alguien se mete a fondo con ese material de archivo y desentierra la historia cuasi oculta de los desmanes que hicieron posible la Barcelona olímpica.

Ciudad de sombras

Creador: Jorge Torregrosa
Intérpretes: Isak Férriz, Verónica Echegui, Manolo Solo
Productora: Arcadia Motion Pictures
País: España
Año: 2025
Plataforma: Netflix

Fecha de estreno: 12 de diciembre