Fotograma de 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'.

Fotograma de 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'.

En plan serie

'La Ruta. Vol. 2: Ibiza': esto no es una serie sobre música electrónica

La segunda temporada cruza la Ibiza del desarrollismo para radiografiar padres ausentes, maternidades exhaustas y las cicatrices del turbocapitalismo.

Más información: 'Stranger Things', uno de los fenómenos televisivos más importantes del siglo XXI, llega a su fin

Publicada

Encrucijadas y herencias. Si la primera temporada de La Ruta (Roberto Martín Maiztegui, Borja Soler, Clara Botas & Silvia Herreros, 2022) se estructuraba a partir de una narración in extrema res, en su segunda entrega, en lugar de repetir la misma fórmula, sus creadores han optado por un relato intercalado a dos tiempos.

El primero arranca en abril de 1996 y sigue el periplo del DJ Marc Ribó (Àlex Monner), ya instalado en Ibiza, continuando así la línea argumental de la tanda de episodios anterior.

El segundo nos traslada a octubre de 1971, pero no se mueve de la isla. Allí, Manuel Ribó (Àlex Monner) trata de abrirse paso en el incipiente negocio de la construcción. Un inciso: si buscáis una serie sobre música electrónica y discotecas, no es esta, aunque también hable de ello.

Las idas y venidas entre las dos décadas servirán para trazar un sólido discurso sobre la paternidad, las herencias y los lazos familiares. Manuel desatiende a su hijo, que reside en Valencia con su madre Leonor (Marina Salas), para satisfacer sus ambiciones como contratista.

Pese a su cojera y su porte derrengado, posee cierta valentía temeraria y los retos que se le plantean –levantar un hotel en tiempo récord, desafiar a la administración local– le parecen minúsculos en comparación con los beneficios que le esperan. Son los inicios de la cultura del pelotazo, amamantados por desarrollismo franquista.

Marc repite los mismos errores. Si Manuel fue, primero, un padre intermitente hasta que su ausencia se tornó definitiva tras el accidente aéreo que le costó la vida a él y a su esposa; Marc se debate entre sus aspiraciones como DJ estrella, en un contexto adverso en el que los pinchadiscos nacionales están siendo arrinconados por sus colegas importados desde el Reino Unido, y su responsabilidad como padre, pues Vicky (Carla Díaz), una chica a la que apenas conoce, le anuncia que está embarazada de él.

Al final, como Manuel, sus aspiraciones profesionales (y las otras, porque aspirar, aspira más que una roomba) pesarán más que el deber biológico. Marc será, también, un padre ausente.

Hay, en general, un ajuste de cuentas con respecto a la paternidad: no es casual que Leonor empiece a romper con todo contándole a su hijo que los Reyes son los padres, una doble desmitificación que termina de golpe con la inocencia del pequeño Marc.

Hay, también, un uso concienzudo del plano/contraplano y de las estéticas de ruptura, pues estamos, también, ante una serie sobre la desestructuración familiar (véase como ejemplo el último encuentro entre Marc y Vicky en el que se traza la línea divisoria entre el amor y la provisión: una da amor, el otro le dice que no le faltará de nada, los cortes de montaje ponen el punto y final a esa historia).

Ni Manuel ni Marc ejercen como se espera de un progenitor. Vicky siente terror cuando llama a su madre y escucha la voz de su padre que, momentáneamente, ha regresado a la casa familiar de la que ella emigró para trabajar como temporera en Ibiza. Del padre de Olivia no sabemos nada. Cuando Sento (Ricardo Gómez) aparezca, lamentará no poder tener hijos.

La coda final, situada en 2013, reúne a dos miembros de la nueva generación que parecen manejar un código nuevo que no responde al de sus predecesores. Contradiciendo al Pepe Isbert de El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), quizá la raza no degenere.

Esos cruces temporales, que en no pocas ocasiones se dan a través de hermosas transiciones (véase el primer cambio de cronología), funcionan bien a la hora de trazar paralelismos entre los personajes y diagnosticar hasta dónde alcanza el peso de la herencia genética.

Hemos hablado del binomio Manuel/Marc, no por casualidad encarnados por el mismo actor, un Àlex Monner espléndido como DJ desnortado; un tipo magnético, torturado y propenso a unos arrebatos que mezclan pasión y rabia, pero no tan brillante cuando se pone en la piel de Manuel, algo que tiene que ver menos con su actuación que con la sobrecarga de un personaje (cojera, voz gutural, físico contrahecho) con el que cuesta un tanto familiarizarse, por más que, con el paso de los minutos, termine convenciéndonos.

Irene Escolar en una escena de la serie 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'. Foto: Laia Lluch

Irene Escolar en una escena de la serie 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'. Foto: Laia Lluch

También interpreta a madre e hija Irene Escolar y esa elección es, de nuevo, harto significativa. Violeta es una hippie convencida que reside en la Instant City (id corriendo a Wikipedia), protesta contra la indiscriminada construcción de hoteles, practica el amor libre y luce una mirada en la que cristalizan su talante contestatario y el amor por la disipación. Su hija, Olivia, reniega ya de adulta de esa despreocupación materna, pero termina regentando el centro de meditación que su madre montó.

No es casual que, en el tercer episodio, la figura de Manuel se asocie a la de Fraga y la de Marc a la de José María Aznar – ideología y genealogía fundiéndose; aquellos polvos, estos lodos –, mientras que en el caso de Violeta/Olivia observamos la asimilación del modelo de vida hippie por parte del capitalismo y la evolución comercial de aquellos asentamientos libres en centros de meditación a los que uno va a buscarse a sí mismo mientras pierde sus ahorros.

Una escena de la serie 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'. Foto: Laia Lluch

Una escena de la serie 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'. Foto: Laia Lluch

En La Ruta. Vol 2: Ibiza hay una lectura sobre la transformación de la isla a nivel urbanístico, económico, social y cultural. La evolución del clubbing, la llegada de nuevas tendencias musicales o los cambios de la moda estupefaciente según cada época hacen que la serie funcione como interpretación sociológica de un entorno modificado por el desembarco del turbocapitalismo.

Geometrías imperfectas. Si a nivel discursivo el solapamiento cronológico multiplica el potencial expresivo de la serie, a nivel de engarce dramático hay momentos en los que se tensan demasiado las costuras de la causalidad. En ese sentido, Vicky constituye el vector más débil de la compleja geometría emocional diseñada por Roberto Martín Maiztegui, Clara Botas y Borja Soler.

El principal problema lo encontramos en el tercer episodio, cuando Vicky acude al hospital al adelantársele el parto y su ingreso coincide con el de Julián (Fernando Delgado–Hierro), un camarero con el que compartía barra en el chiringuito en el que trabajaban y que afirma que el niño que ella espera es suyo.

Ese encuentro fortuito resulta crucial para que Marc, que esa noche ha abandonado una sesión que podía consolidarle en el panorama musical ibicenco (¡también es casualidad!), dude de su paternidad y sienta que lo ha dejado todo por nada.

Esa será, no lo olvidemos, su motivación para iniciar el viaje que ocupará los capítulos cuarto y quinto (sin duda los dos mejores de la temporada).

Ese cruce inopinado entre Vicky y Julián, cuya atropellada relación se resuelve siempre a golpe de azar, volverá a repetirse en el cuarto capítulo, cuando la joven vaya al hospital por si Marc, que lleva días desaparecido, se encuentra allí, y descubra que su ex compañero ha muerto de una embolia pulmonar.

Pese a su marcada dualidad temporal, La Ruta.Vol. 2: Ibiza sigue mostrándose como una serie libre, tan aferrada al riesgo como un guiri con el cerebro forrado de cristal y un balcón a tiro.

Si en los tres primeros capítulos mantiene esa estructura, en el cuarto, toda vez que Marc vacila a propósito de si el hijo que acaba de nacer comparte su ADN y llama a su viejo amigo Sento buscando amparo, la serie se rompe. Como él. (También podríamos hablar de como se reintegran los personajes de la temporada anterior de manera puntual y natural, sin rastro alguno de impostura).

El cuarto episodio se sitúa exclusivamente en el año 96 pero fractura el punto de vista (otra ruptura). Se nos cuenta una jornada desde la perspectiva de Sento, primero, que viaja a Ibiza tras la preocupante llamada que recibe de su viejo amigo. Después nos colocamos del lado de Olivia, que ha acogido a Marc en su centro y trata de ayudarle a encontrar su camino.

Acto seguido, lo veremos todo desde la óptica de Vicky, que busca infructuosamente a su pareja mientras trata de cuidar a su retoño con la ayuda de su amiga Sandra (Lucía Martín Abello). Por último, regresaremos con Marc antes de que inicie un acid trip que nos depositará en el (fabuloso) quinto episodio.

Pese a que el capítulo se reajuste continuamente, se evita en todo momento caer en la repetición innecesaria o frenar la evolución de un relato en progresión constante pese a los pequeños rebobinados que hay al inicio de cada segmento (un paso atrás para que la historia tome un nuevo impulso).

Àlex Monner en una escena de la serie 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'. Foto: Laia Lluch

Àlex Monner en una escena de la serie 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'. Foto: Laia Lluch

La facilidad con la que el espectador es capaz de reconstruir el hilván de relaciones que une a los personajes sin necesidad de recordatorios (Marc visitando el bar en el que Olivia trabaja a ratos de camarera donde la conoció días atrás) o la utilización de la fórmula repetición + variación para lograr secuencias de un impacto emocional tremebundo (el me quedo contigo que cantan Vicky y Sara y que antes habíamos oído a través del auricular de un teléfono) dan la medida de la densidad de una propuesta en la que la estratificación de la información transmitida a través de pequeños detalles va creciendo a medida que el capítulo, que es una pieza de orfebrería narrativa, avanza.

El peso de los objetos. Un anillo, una tortuga o una caja de paparajotes. El modo en el que los guionistas de La ruta recargan de peso simbólico determinados objetos (o animales) no resulta demasiado habitual en las series españolas (o foráneas, ya que estamos).

La tortuga, caparazón que contiene el paso del tiempo, sirve como nexo de unión entre Violeta/Olivia y Leonor/Marc, y representa la relación entre las madres que los hijos revivirán, más de 20 años después, en ese cuarto episodio.

La caja de paparajotes funciona como recordatorio de un pasado del que Vicky huyó como alma que lleva el diablo. Una juventud marcada por la presencia de un padre que “tenía del demonio dentro” (sic), un eufemismo que no necesita explicación alguna. No es casual que los paparajotes terminen en la basura.

Marina Salas e Irene Escolar en una escena de la serie 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'. Foto: Laia Lluch

Marina Salas e Irene Escolar en una escena de la serie 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza'. Foto: Laia Lluch

Martín Maiztegui, Botas y Soler demuestran tener un talento infrecuente para el plant objetual: pensemos en las bolsitas de cocaína que aparecen y desaparecen de los bolsillos de Marc; cuándo y por qué lo hacen, qué relación guardan con su estilo de vida y con las dificultades que el DJ experimenta a la hora de dejarlo…

El viaje de Leonor. Hemos dejado para el final al personaje de Leonor, figura bisagra entre Manuel y Marc. Marina Salas completa aquí el que, hasta ahora, es el mejor papel de su carrera televisiva y cinematográfica (si pueden, véanla en teatro). Encarna a una mujer en apariencia débil, nerviosa y permanentemente acogotada.

Arrumbada en Valencia por un marido que quiere hacer carrera como promotor, cuida del pequeño Marc mientras su familia la supervisa no sea que sus nervios le jueguen una mala pasada. Su viaje a la isla para encontrarse con su esposo, que ha prolongado su estancia allí sine die, acabará siendo una liberación. De su encuentro con Violeta aflorará una mujer nueva.

El personaje es sumamente complejo porque su desplazamiento es interno, contradictorio, está repleto de vacilaciones y jalonado por decisiones difíciles de asumir, la mayoría de ellas relacionadas con la maternidad y sus sobrecargas.

Leonor descubre que tiene una vida que no quiere, que no ha buscado, que la ha caído encima después de casarse demasiado joven y traer un hijo al mundo que la ata a unas convenciones sobre las que nunca se ha parado a pensar.

Sola, sin su hijo al lado y con el marido trabajando, va quitándose los corsés que Violeta le enseña como desanudar. El rostro de Marina Salas es capaz de transmitir ternura, rabia, desconcierto, amor y miedo, a veces al mismo tiempo. Y eso no está al alcance de cualquiera.

El episodio quinto, en el que la madre muerta y el hijo adulto se reúnen en una Ibiza lisérgica a la que Marc viaja montado en una nube de ácido, reconstruye una relación imposible, sirve como catalizador del duelo del DJ y estalla en una declaración de amor materno–filial en la que el hijo trata de inventarle un futuro a una madre que sabe que se le morirá, mientras Leonor le anima a volar libre, a ser él mismo. Como en Romería (Carla Simón, 2025) pero mucho más orgánico.

Las drogas como máquina del tiempo sensorial (ojo a la charla en el coche sobre cómo los estupefacientes y el dinero son los hilos que cosen una Ibiza polimorfa y dividida en compartimentos casi estancos: la de los clubs y los DJ’s, la de los hippies, la de la jet–set, la de los temporeros y la de los lugareños).

El bosque como espacio mágico en el que todo es posible. La luz azulada de una noche brillante diseñada para convocar lo inefable. El musical como género para creer en las ensoñaciones como una derivación de lo real.

Y dos actores en estado de gracia que protagonizan uno de los reencuentros más hermosos que se hayan podido ver este año en una pantalla: ese reconocimiento paulatino entre ambos, el asombro de estar asistiendo a algo que no puede ser y que, sin embargo, está siendo delante nuestros ojos, será difícil de olvidar. Como La Ruta. Vol. 2: Ibiza.