Álvaro Morte en ‘Anatomía de un instante'

Álvaro Morte en ‘Anatomía de un instante'

En plan serie

‘Anatomía de un instante’: disección de un golpe de estado

La serie de Alberto Rodríguez, que adapta la novela de Javier Cercas, es un prodigio de ritmo con un afán didáctico que descubrirá para muchos un hecho fundamental de la historia ya no tan reciente de nuestro país.

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Javier Cercas explotaba las posibilidades de las figuras retóricas sustentadas en la repetición al tiempo que se aplicaba en un hábil ejercicio de literatura condicional —“Conspiran contra Suárez (o Suárez siente que conspiran contra él)”— para fijar una distancia mínima entre el autor y su objeto, en su aproximación, por lo demás muy en sintonía con el discurso oficial, al golpe de estado del 23 de febrero de 1981 en Anatomía de un instante.

Ahora, 16 años después del lanzamiento de aquel libro convertido en fenómeno editorial, el director Alberto Rodríguez y los guionistas Rafael Cobos y Fran Araújo presentan una respetuosa adaptación en forma de miniserie de cuatro episodios, vista por primera vez en el festival de San Sebastián antes de su estreno en Movistar Plus+ el próximo 20 de noviembre (perfect timing, que dirían los anglosajones, pues ese día se cumplen 50 años de la muerte de Franco).

Cobos y Araújo se han enfrentado a un titánico trabajo de síntesis. Condensar las más de 450 páginas del original literario en apenas 180 minutos supone destilar determinados apuntes históricos —la participación de Gutiérrez Mellado (Manolo Solo) en el golpe del 36, por ejemplo— a brevísimos flashes memorísticos, de manera que termina perdiéndose cierta perspectiva.

Pero ¿dónde pueden radicar los motivos de tales sacrificios? O, dicho de otro modo, ¿por qué la serie no es más extensa, sobre todo habida cuenta de la prolijidad del libro? A cambio de incurrir en algunos reduccionismos se nos hace entrega de un prodigio de ritmo con un afán didáctico —en el mejor sentido del término— que descubrirá un hecho fundamental de la historia para muchos ya no tan reciente de nuestro país.

La voz de Javier Cercas, que en el prólogo de su libro explica por qué desestimó escribir una ficción sobre el golpe para optar por una aproximación que se mueve entre el ensayo, el registro documental y la conjetura documentada, es sustituida por una sorprendente voice over —magnífico trabajo de Raúl Arévalo— que lejos de saturar el relato o abundar en lo explicativo contrapuntea las afirmaciones de los personajes, corrige, enmienda y reinterpreta los hechos mostrados, amén de imprimirle a la historia (y a la Historia) una absorbente cadencia que se sitúa entre el allegro y el vivace.

A excepción del preámbulo y el epílogo, los guionistas mantienen la estructura del libro, con un capítulo centrado en la figura de Adolfo Suárez (Álvaro Morte), otro en la de Santiago Carrillo (Eduard Fernández), un tercero dedicado a Gutiérrez Mellado y un último que comprime el asalto al congreso, el posterior juicio y el triple final de estos tres héroes de retirada como Cercas los bautiza tomando prestado el concepto de Hans Magnus Enzensberger.

Cobos y Araújo han sabido no solo extraer los pasajes con mayor potencial dramático del libro de Cercas —los enfrentamientos de Suárez con Tejero (¡cuádrese!) y con Milans del Bosch o las triquiñuelas para aprobar la 8ª ley del Movimiento que desarmó el franquismo, por citar algunos— sino que además han rastreado otras fuentes para añadirle peso emocional a su versión: del regreso de Carillo a España pelucón mediante a la comparativa Suárez-Julio Iglesias (ese Me olvidé de vivir)...

De entre todos esos aportes destacaremos uno que es de vital importancia: el rey Juan Carlos (Miki Esparbé) escapando en el Seat de Suárez para irse a jugar al billar. En esa partida, además de dirimir el futuro del país y la idiosincrasia de cada uno de ellos —véanse las alusiones femeninas o ese hoy tan irónico “se me dan mal las trampas” que suelta Juan Carlos— se introduce el concepto del juego como elemento clave para entender la política como una sucesión de estrategias que es necesario dominar y ejecutar con precisión para salir triunfante.

Eduard Fernández y Álvaro Morte, en 'Anatomía de un instante'

Eduard Fernández y Álvaro Morte, en 'Anatomía de un instante'

No es casual, no puede serlo, que veamos partidos de tenis, duelos de ajedrez o un recital de carambolas del monarca en una historia en la que sus protagonistas, cada uno desde su posición, se dedican a cambiar, precisamente, las reglas de un juego que conocen a la perfección en aras de construir uno nuevo que no dominan.

Esa es la tesis de Cercas: Suárez desarticuló las leyes del Movimiento porque había mamado el franquismo y conocía todos sus resortes; Carrillo varió el rumbo del Partido Comunista desviándolo hacia la socialdemocracia y permitiendo, con sus renuncias, su legalización, y Gutiérrez Mellado apartó el ejército en el que se había formado de las riendas del poder para depositarlo en la sociedad civil de la que los mandos militares pasaban a estar al servicio.

Después, implantadas las reglas de una democracia recién inventada, ninguno de ellos supo jugar al nuevo juego, solo el Rey (de nuevo, recuperen la partida de billar y ese metafórico “conduzco yo” que el soberano le espeta al futuro presidente nada más salir del maletero).

El otro reto al que se enfrentaba Anatomía de un instante, la serie, consistía en que la reproducción audiovisual de hechos y personajes históricos resultara verosímil, que los kilos de maquillaje necesarios para transformar a Eduard Fernández en Santiago Carrillo dieran el pego y a los espectadores no les diese la risa floja cada vez que apareciese en pantalla como tantas y tantas veces ha pasado (piensen en J. Edgar de Clint Eastwood, por ejemplo).

Manolo Solo y Álvaro Morte, en 'Anatomía de un instante'

Manolo Solo y Álvaro Morte, en 'Anatomía de un instante'

Quizá salvo en el caso de Gutiérrez Mellado, y solo en algún momento puntual, el trabajo de maquillaje y peluquería no solo da el pego, sino que roza lo increíble. El resto —y el resto es mucho— es mérito de los actores y de quien los dirige.

Álvaro Morte firma el papel de su carrera —el porte, los gestos, la inflexión de la voz—, Eduard Fernández podría volver a cruzar la frontera con peluca y nos creeríamos que Carrillo ha resucitado (y eso asustaría a más de uno), y Manolo Solo, que por edad y complexión es el que más se aparta de su personaje, sale airoso del envite e interpreta al noble general con indudable credibilidad. Lo mismo vale para los secundarios, de Miki Esparbé a David Lorente, de Óscar de la Fuente a Juanma Navas.

Decíamos al inicio que Cercas jugaba con variantes de la anáfora, reiteraba los apelativos que se les daba las distintas figuras políticas (sobre Suárez: “un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin formación”) o que insistía en determinados pasajes que se iban reinterpretando en función del aporte de nuevos datos.

Esa idea de repetición conecta con la tradición golpista española, como si estuviésemos condenados a padecer una asonada cada cierto tiempo, tragedia política ad nauseam de un país inestable (Riego, Pavía, Primo de Rivera...).

La réplica de estos mecanismos iterativos quizá sea lo menos acertado de la función, no tanto porque carezca de sentido —al fin y al cabo hay que volver a ese instante en que tres hombres aguantaron de pie mientras el resto de diputados desaparecían bajo sus escaños— sino porque el modo elegido —el ralentí y los contrapicados de la ametralladora en la toma del Congreso, o ese travelling de retroceso cuasi sorrentiniano para mostrar al Estado Mayor— resulta demasiado enfático integrado dentro de una propuesta en la que prima la sobriedad.

Eso no quiere decir que Alberto Rodríguez y Paco R. Baños, que dirige uno de los episodios y es uno de los habituales del equipo, se abandonen a la funcionalidad. Ni mucho menos.

Ahí está esa conversación entre Suárez y Carrillo surcada por distintos saltos de eje, símbolo de las oscilaciones del poder y de cómo puede cambiar el futuro del país en función de lo que uno y otro estén dispuestos a aceptar (atención a la discusión sobre Paracuellos).

O el momento en el que un Adolfo Suárez inoperante, al borde de la derrota, recibe a Gutiérrez Mellado en el ala en reformas de la Moncloa en la que se refugia, oculto tras una cortina de plástico, estampa de un hombre devorado por un escenario que escapa ya a su control.

Anatomía de un instante propone, en definitiva, un acercamiento pedagógico a un episodio nacional de vital importancia que encuentra ecos en este convulso presente y que debería servir, más allá de que uno esté de acuerdo con la versión de Cercas, para reconocer los ingredientes con los que se elaboró el caldo de cultivo en el que se coció el golpe de estado de 1981. Hay recetas jodidas, mejor no repetirlas.