En plan serie por Enric Albero

Homeland: los rusos y BRCA-1

4 mayo, 2018 13:27
Seguramente, desconocen qué es o qué significan las siglas BRCA-1. Esta nomenclatura hace referencia a un gen que se encarga de producir proteínas cuya función es la de suprimir posibles tumores. Todos los seres humanos lo poseemos, solo que hay algunas personas que sufren una alteración que impide que esos genes ejerzan su labor reparadora del ADN, lo que aumenta exponencialmente las probabilidades de desarrollar un cáncer. Desde el punto de vista de la ficción serial, esa mutación genética se correspondería, en su primera versión, al matrimonio formado por Elizabeth (Keri Russell) y Phil Jennings (Mathew Rhys), protagonistas de The Americans. La figura del agente soviético infiltrado en el seno de la sociedad norteamericana es un motivo recurrente dentro del cine de espías surgido después de la Guerra Fría y la serie creada por Joseph Weisberg y Joel Fields, cuya sexta y última temporada acaba de arrancar, relata con pulso firme el quehacer diario de esta célula familiar inoculada en el torrente sanguíneo del sistema capitalista para corromperlo desde dentro. Como un quiste maligno, su red de relaciones se va extendiendo para dañar la mayor extensión de tejido posible. Si en lugar de teleficción analizáramos la evolución de un cuadro clínico hereditario, el siguiente eslabón en la cadena lo ocuparía Homeland, la serie cancerígena por antonomasia. Su planteamiento es bastante definitorio: un soldado americano regresa a casa tras haber sido secuestrado; esto es, una célula propia del sistema –un miembro del ejército norteamericano– se transforma para ir destruyendo a las que eran sus iguales. Eso era Brody (Damian Lewis), la versión terrorista de un tumor. Pero con el tiempo, las enfermedades mutan, se reinventan. Como la serie creada por Howard Gordon y Alex Gansa, que ya se ha reseteado tres veces para acabar con los signos de agotamiento que manifestaba en su segunda temporada y que fueron corroborados en la tercera. La teleficción de Showtime arrancó de nuevo en la cuarta entrega y, tras una elipsis de dos años y un cambio geográfico, lo hizo de nuevo en la quinta. En su periplo berlinés, que mejoraba las tandas de capítulos anteriores gracias a una mayor solidez argumental y a un acertado casting (empezando por Miranda Otto), Homeland se alineó con The Americans y puso un espía ruso en su vida. La tercera renovación de la serie se produjo en la sexta temporada, con la llegada a la presidencia de Elizabeth Keane (Elizabeth Marvel) y el intento de magnicidio que desembocaba en una caza de brujas y un férreo control de las libertades. La séptima tongada de episodios sigue con esa línea narrativa, pegándose a la realidad y convirtiendo en trama las relaciones entre Trump y Putin, los ataques de los servicios de inteligencia rusos para derrocar al gobierno y las fake news. Sí amigos, para las series, Rusia es The Big C (en un ratito volvemos con Carrie Mathison and friends). El siguiente y para nosotros último punto en la escala evolutiva de este sarcoma serial sería The Good Fight, que en los episodios séptimo, octavo y noveno de su magnífica segunda temporada, aborda de manera directa la ‘trama rusa’ en el que está involucrado el actual presidente de los EE.UU. y sus adláteres, una conspiración entre obscena y procaz que les habría ayudado a ganar las elecciones merced al robo, por parte de Rusia, de correos electrónicos del Partido Demócrata. La lista de series que sitúan al enemigo en casa sería mucho más larga (de Person of Interest a Quantico pasando por Blindspot) pero para lo que nos interesa –esto es, la Kremlin Connection y los marcadores tumorales que se activan al poner en relación The Americans, Homeland y The Good Fight–tenemos suficiente con estas tres ficciones que no pueden ser más distintas y que, sin embargo, terminan por ofrecer un pésimo diagnóstico sobre el presente de los Estados Unidos.

La gran división

La cuestión de fondo es que, a base de reformularse, el linfoma comunista es cada vez más indetectable. Para empezar, la asociación del actual modelo político que rige en Rusia con cualquier doctrina de raíz marxista solo pude ser calificada de disparate. En segundo lugar, en la década de los ochenta los soviets enviados a casa del tío Sam necesitaban camuflarse de manera efectiva, puesto que la separación entre bloques no dejaba lugar a dudas y de ser identificados su suerte estaba echada. Por eso, los Jennings asumen con la naturalidad de un personaje sacado de Friday Night Lights el modelo de vida americano. En Homeland y en The Good Fight la cosa se complica hasta el punto de que el comandante en jefe de las fuerzas armadas norteamericanas puede ocupar ese puesto gracias a los favores prestados por su homólogo ruso. Pero dejemos la serie de Michelle y Robert King para otra ocasión y centrémonos en la producción de Showtime. La séptima temporada de Homeland juega la baza de la conspiración en un país dividido. En cierto modo, se especula con qué escenario se hubiera encontrado Hillary Clinton de haber ganado las elecciones (es imposible no pensar en ella cuando se observa a la presidenta Keane y los modos autoritarios con los que se conduce). En una tesitura en la que demócratas y republicanos están dispuestos a abrir el cajón de mierda del oponente y enchufar el ventilador sin respetar las mínimas normas éticas con tal de afianzar (o de conquistar) el poder, una potencia exterior como Rusia, comandada por un presidente al que el pulso le tiembla menos que a un solista de címbalos, solo puede aparejar la caña y pescar en río revuelto. Los guionistas se han empapado de una coyuntura marcada por la crispación, en la que políticos y autoridades están inmersos en continuas batallas internas cuando no están más pendientes de los medios que de gobernar, para tejer un entramado en virtud del cual son los propios agentes, senadores y asesores gubernamentales norteamericanos –el concepto de tonto útil (useful idiot) que da título al episodio noveno– los que, adecuadamente dirigidos por miembros de la inteligencia rusa, terminan por desestabilizar a su propio ejecutivo. Lo mejor de esta última temporada de Homeland –sin entrar en el terreno de los spoilers– es observar cómo funciona el sistema de creación de noticias falsas y cuánta influencia puede llegar a tener sobre la realidad (pese a que carece de cualquier base real), cómo la virulencia mediática ha arrasado con cualquier discurso razonado y cómo, sin mencionarlo, el mandato Trump ha dividido en dos a una sociedad que, de acuerdo con lo mostrado por la teleficción norteamericana contemporánea, parece más vulnerable que nunca. Para reflejar esta tensión, la creación de Gordon y Gansa asume los tics visuales propios del thriller actual y realizadores contrastados como Lesli Linka Glatter, Dan Attias, Alex Graves o Tucker Gates se manejan con soltura a la hora de registrar las escenas de acción, muy presentes en la parte final de la temporada. Las cámaras aéreas y los planos cenitales para filmar las persecuciones o el uso del montaje paralelo para generar suspense funcionan con solvencia en una propuesta que lo fía todo a los giros de guion y al carisma de sus protagonistas. Probablemente, la figura de Carrie Mathison (Claire Danes) sea la que, siete años después, siga generando mayor controversia a poco que se la analice. Que una agente con su trastorno bipolar siga pudiendo llevar a cabo misiones de alto riesgo se antoja un despropósito, por más que el equipo de guionistas se caliente los cascos intentando justificar que la CIA sigue contando con alguien que debería estar internado o, como mucho, asumiendo una ocupación que no permitiera portar armas. Perdonándole esto a la serie –y ojo, que esto es como que el tipo del bar de abajo te perdone los cien euros en cubatas que tiene apuntados en tu cuenta– aún resulta más inverosímil que, viendo ese comportamiento rematado por una colección de tics nerviosos que no muestra ni Rafa Nadal antes de un servicio, Carrie siga siendo la tutora de una hija a la que los servicios sociales deberían haber reclamado hace mucho tiempo. [caption id="attachment_701" width="560"]
Un momento de la séptima temporada de Homeland[/caption] El incuestionable interés del libreto que conforma los 12 capítulos de esta séptima tanda también tiene sus problemillas: el manido recurso de las pelucas para confundir a los perseguidores (¿de dónde aparecen?) en los episodios 11 y 12 o la detección y amenaza al hacker del equipo de rescate por parte de la ayudante del senador Paley (Dylan Baker), sirven como ejemplos.  Con todo, las referencias directas a Waco, al trasvase de capitales de Rusia a USA y los intereses económicos compartidos entre las élites de ambos países  o a la existencia de un paraestado en Putinland, además de la pertinente cita a El puente de los espías (Steven Spielberg, 2015) en el último capítulo, consiguen mantener el interés de una serie que ha sabido abandonar su condicionantes iniciales para, a partir de la quinta temporada, pegarse como una lapa a una realidad que la nutre de argumentos para seguir quemando trama. Un apunte sináptico: en The Americans aparecen los actores Costa Ronin y Margo Martindale ejerciendo como miembros, en distinto grado, del KGB. El primero ha sido reclutado para la séptima temporada de Homeland, ahora como agente del FSB dispuesto a tumbar la administración Keane y la segunda ejerce como asesora del Partido Demócrata en The Good Fight. Estas conexiones actorales sirven, aunque sea de modo tangencial, para activar jugosas interrelaciones entre las tres series.

Cirugía (política)

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Elizabeth Marvel en Homeland[/caption] La convulsa vida política norteamericana y la posible injerencia de Rusia en la elección de Trump han provocado que, en poco más de un año, el tamaño del tumor de la controversia haya alcanzado unas dimensiones impensables y, lo que es peor, haya hecho de sus causas un misterio irresoluble: la enfermedad ha mutado y resulta imposible saber si el origen de la metástasis procede de un elemento exógeno (Putin), se debe a una modificación genética del sistema (Trump) o es consecuencia de una mezcla de ambos factores. Sea como fuere, ficciones seriales americanas como The Good Fight o Homeland anuncian que el impeachment –la versión política de una cirugía– parece ser la única solución a los males de un país que exige decencia democrática (véase el gesto final de la presidenta Keane) para suturar una herida profunda cuyas consecuencias se antojan imprevisible si no se cierra pronto. Es bastante probable que muchos de ustedes no vean justificadas las asociaciones entre Homeland (y las demás series citadas) y las enfermedades cancerígenas y no voy a ser yo quien les discuta esa opinión (bastante castigo les impongo si han conseguido leer hasta aquí). Pero sucede que, a veces, inmersos en la lectura de libros o en el visionado y examen continuo de series y películas –todavía mucha gente no entiende que esto pueda considerarse un trabajo– uno pierde de vista la vida hasta que, como el monstruo de Bayona, viene a hacerte la visita. Como entiendo que, más allá del análisis (o además del análisis), el blog no debería perder su parte original de diario electrónico, es lógico que, de vez en cuando, mi día a día se filtre entre los párrafos, aunque solo sea para que quede constancia de que, por muy importantes que sean para uno las ficciones que aborda, la verdad está ahí fuera. Todo esto viene a cuento porque, para evitar un impeachment anatómico en forma de operación seguido de quimioterapia, la mujer a la que acompaño desde hace casi dos décadas se sometió, hace ahora quince días, a una doble mastectomía preventiva a la que ella se refiere, en un tono que no deja de asombrarme y que la sitúa en el estadio de serenidad al que solo tienen acceso los héroes, como operación bolas nuevas. Con la misma tranquilidad con la que Federer se juega un segundo servicio a la T en la final de un Grand Slam que va perdiendo, ella afrontó una intervención cuyas secuelas físicas y psicológicas son impredecibles, asumiendo desde hace ya tiempo que su salud estaba por encima de cualquier otra consideración. La mutación del gen BRAC-1 obliga a tomar decisiones drásticas que implican cicatrices, drenajes y modificaciones físicas para las que una no sabe si está preparada. Mientras ella lidia con todo eso –TODO ESO– , entre gasas y betadine (las inyecciones de heparina se las pone ella misma porque yo parezco un banderillero con Parkinson) voy quitándole importancia a casi todo para depositarla en quien la merece. P.S.: Este post ha sido publicado con el permiso de la afectada.    

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