El incomodador por Juan Sardá

Clásicos españoles (I): Berlanga

4 agosto, 2016 17:30

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Luis García Berlanga[/caption]

Luis García Berlanga (Valencia, 1921-Madrid, 2010) quizá no sea el mejor director de cine de la historia de nuestra cinematografía, aunque bien podría, pero seguro que es el que mejor ha sabido llegar al hueso de lo que puede significar no tanto lo español como lo que significa ser español, que es mucho peor. Con esa mirada ácida e irónica que le caracteriza y en parte define lo que se da en llamar "berlanguiano", el cineasta retrató en sus 17 películas la evolución de una sociedad que fue de los rigores de la postguerra, como refleja su primer filme, Esa pareja feliz (1951, codirigida con Juan Antonio Bardem) hasta la decepción que supuso la democracia en la demoledora Todos a la cárcel (1993), su penúltima película, que, a la vista de lo que ha sucedido con nuestro país, puede considerarse una obra visionaria. Casi una veintena de películas con dos obras maestras históricas como Plácido (1961) y El verdugo (1963), en las que Berlanga se muestra tan implacable con los males endémicos de España (la corrupción, la ineficacia, el odio a la novedad) como infinitamente comprensivo con las debilidades humanas.

La vida, para Berlanga, es un circo en el que sus miembros corren de un lado para otro como pollos sin cabeza en un guirigay interminable donde, detrás de la fachada de la sociedad, sus normas y ya no digamos su propaganda, se esconde (no mucho) el pequeño interés que guía a todos sus miembros en una batalla constante por la supervivencia. En Esa pareja feliz vemos a dos personajes típicamente berlanguianos, dos sufridos españolitos (los jóvenes Fernán Gómez y Elvira Quintilla) que tratan de superar la miseria de la postguerra, ella haciendo trabajos de costura (lo que duele en el orgullo machista de un marido que considera un deshonor que su mujer tenga que trabajar) y él como electricista en unos estudios de cine, aficionado a todo tipo de negocietes e inasequible al desaliento en su sueño de convertirse en alguien “importante”.

Al cineasta siempre le gustó mucho incluir concursos de la televisión o la radio para mover sus tramas y aquí se trata de dos jóvenes madrileños carcomidos por las penurias que ganan un premio concedido por una marca de jabones que les permite pasearse como reyes por la capital. Al director le gusta mucho la distancia entre lo que se dice “oficialmente” y la exageración de la propaganda en comparación con las cuitas y penurias de la realidad: mientras el anuncio de jabones insiste en la felicidad de esa pareja maltratada, lo que vemos es cómo la miseria puede llegar a destruir el tierno amor de esa pareja, porque Berlanga era un hombre sarcástico pero también un gran sentimental. Esta película, muy en consonancia con el neorrealismo italiano que tanta influencia tuvo en el cine europeo de la época, nos muestra las que serían las mejores cualidades del cineasta: el retrato mordaz de una sociedad codiciosa y la experiencia íntima de esos españoles que son lanzados al mundo como los antiguos cristianos al circo romano.

Su segundo filme, Bienvenido, Mister Marshall (1952), en cuyo guión colabora con Bardem y Miguel Mihura, ya es uno de sus indiscutibles clásicos. En esta ocasión vemos a un pueblo entero remozarse para recibir la visita de los estadounidenses y con un poco de suerte ser beneficiados por esa generosidad yanqui que tanto ayudó a reconstruir la Alemania de postguerra pero pasó de largo por la autoritaria España. A Berlanga le encantan los pueblos y los protagonismos colectivos y en esa fila india de campesinos pidiendo lo que sueñan (un tractor, un camión) a los americanos está toda la poesía melancólica de un cineasta que mira con ternura el inmarchitable deseo humano de una vida mejor y con distancia y acidez a una sociedad anclada en los ritos del pasado y el despotismo que anhela la prosperidad occidental pero no es capaz de abandonar los viejos defectos.

 

Hijo de una familia de la burguesía valenciana, su película Novio a la vista (1954) adapta una obra de Neville para ofrecer lo que sería otro de sus clásicos: una mirada demoledora sobre la hipocresía y la prepotencia de una clase social acostumbrada al dominio sin contemplaciones de la prole a partir de la historia de unos aristócratas de veraneo y la obsesión por “casar bien” a la niña. Porque Berlanga solía ser mucho más condescendiente con los pobres que con los ricos, como podemos ver tanto en Calabuch (1956), donde construye una especie de utopía mediterránea y un canto a los valores sencillos de la vida rural, como en Los jueves, milagro (1957), en la que un pueblo zaragozano trata de ganar notoriedad construyendo un milagro. Son dos filmes que transpiran la ternura y el amor que Berlanga siente por sus compatriotas siendo la segunda, además, una ácida crítica al papel predominante de la Iglesia católica en la sociedad española.

Plácido (1961), escogida por una macroencuesta de la revista Cuadernos de Cine como la segunda mejor película española de todos los tiempos, y El verdugo (1963) son sus dos indiscutibles obras maestras. En ambas, el director se reúne con el guionista Rafael Azcona, con el que encontró la horma de su zapato, para alcanzar las más altas cotas en su retrato de lo que significa ser español para construir la odisea de unos ciudadanos condenados a bregar con la miseria y la brutalidad de la España franquista. Plácido parte de uno de esos concursos populares que tanto le gustaban, el que propone “sentar a un pobre a la mesa” para realizar un demoledor retrato de una sociedad trágicamente dividida en clases sociales con reminiscencias feudales en la que la religión sirve como gran coartada para tapar las injusticias de una España dominada por el poder de los señoritos.

Ese Plácido interpretado por Cassen, el pobre hombre que en medio del caos y la feria de vanidades trata de ganar dinero para pagar la letra de su motocarro, se erige como el rostro de una España entera para la que la vida es una constante lucha por sobrevivir. Los personajes de Berlanga con frecuencia deben aceptar la humillación como única forma de supervivencia, ahí está ese José Luis López Vázquez que en todo momento debe presentarse como “el hijo del de la serrería” o ese cuñado al que da vida Manuel Aleixandre condenado a que no le paguen por los trabajos y le sableen. Pero si Berlanga siente mucha simpatía por el motor humano de ganarse el sustento, siente mucho menos por las vanidades humanas y ese director de cine “condecorado” que no asume su condición de paria es una parodia tronchante de la fatuidad del mundo del espectáculo y de una sociedad tan jerárquica como la española.

El verdugo (1963), película asombrosa, es el mejor alegato jamás realizado por el cine contra la pena de muerte. Es un canto asimismo al sino de los perdedores al colocar como protagonista a un pobre diablo (Nino Manfredi) que no encuentra novia porque trabaja en pompas fúnebres y que acaba casándose con la hija del verdugo. La tragedia de ese hombre condenado a ser verdugo si quiere conservar su piso se convierte al mismo tiempo en un drama íntimo de poderosas resonancias que amplifica la conciencia moral del país como en el reflejo de la brutalidad de una España empobrecida en la que sus desdichados habitantes tienen que llevar vidas miserables para poder sobrevivir.

¡Vivan los novios! (1970) parte de una premisa berlanguiana a más no poder como la de dos novios que para no retrasar la boda ocultan el cadáver de la madre. Es la historia de Leonardo, un hombre obsesionado con las mujeres extranjeras pero abocado a casarse con una chica de provincias y seguir sus ritos, para construir una metáfora de una España que quiere ser europea para acabar regresando a sus más absurdos rituales. Tamaño natural (1973), rodada en Francia, nos revela en todo su esplendor al Berlanga erotómano para realizar una película visionaria en la que el director avanza una sociedad impersonal en la que los humanos prefieren relacionarse con creaciones artificiales que con seres humanos.

La trilogía de los marqueses de Leguineche es otra de sus grandes gestas. En tres filmes, La escopeta nacional (1978), Patrimonio Nacional (1981) y Nacional III (1982), el cineasta nos cuenta la historia de España a partir de una familia de aristócratas que pasan del esplendor del franquismo a la decadencia en la democracia. En la hilarante primera parte destaca José Sazatornil interpretando a un empresario catalán que vende porteros automáticos y paga la cacería para codearse con la flor y nata de la sociedad madrileña. Mucho antes que Ocho apellidos catalanes, Berlanga ofrece un retrato demoledor y divertidísimo de esa España diversa e imposible dominada por la corrupción y el poder económico de una aristocracia ruralista y desfasada.

Es cine de grandes actores y por momentos da la impresión de que Luis Escobar, en su inmortal composición del marqués de Leguineche, ese señor tan pijo pero irremediablemente divertido, y su hijo, el “salido” López Vázquez , podría funcionar sola y que simplemente con dejarlos a los dos habría suficiente. A la troupe se une la fantástica Amparo Soler Leal haciendo el papel de desdicahada esposa o Luis Ciges como estoico criado. Si en La escopeta nacional vemos el inicio de la decadencia de la aristocracia, en Patrimonio Nacional asistimos a su debacle. Miserables y codiciosos, los Leguineche solo hablan de dinero y sus esfuerzos por incapacitar a la madre y hacerse con el favor del rey casi nos acaban causando la misma ternura que los de Plácido por pagar la letra de su motocarro, porque aunque lo que cuenta Berlanga es terrible, uno nunca puede dejar de tener un cierto cariño por sus fantásticos personajes. Cierra esa segunda parte con la demoledora escena del marqués como atracción de feria para turistas avanzando, nuevamente, el destino de una Europa condenada a convertirse en un cliché de su glorioso pasado.

Con La Vaquilla (1985), Berlanga realiza con Azcona su gran película sobre la Guerra Civil sin abandonar el tono sarcástico que les es propio para entregar una tristísima radiografía de un conflicto en el que no hubo tanto buenos y malos sino españoles. Esa vaquilla que se erige como símbolo de una España que pelea de forma absurda confundiéndose la una con la otra porque nunca fue tan distinta, dominada por el odio entre unos y otros, el prejuicio y la brutalidad de las costumbres (el toreo es aquí una forma de inhumanidad) mientras los jóvenes solo piensan en acostarse con las chicas, nos sorprende y nos conmueve por la capacidad del cineasta para reducir al absurdo una tragedia de proporciones casi bíblicas para terminar con una última imagen (a Berlanga le gustaban mucho las últimas imágenes reveladoras) demoledora.

Todos a la cárcel (1993), por la que ganó el Goya a mejor película y director, es una obra visionaria. Desmadrado en su vejez, hay muchos pedos, pajas y tetas en esta película hilarante que reúne a altos cargos del Gobierno con ávidos empresarios (de nuevo Sazatornil, que no vende porteros automáticos sino sanitarios) para mostrar a una España que desaprovecha la oportunidad de la democracia para convertirse en una cleptocracia en la que cunde la corrupción y donde los valores progresistas se han convertido en una mercancía. Termina el filme literalmente con un pedo que condensa lo que a Berlanga le parecía la España del desarrollo económico y la rápida modernización. Visto hoy, ese pedo estremece.

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