Image: Mucho ruido y pocas nueces (Unos preparativos). Parte IV

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Letras

Mucho ruido y pocas nueces (Unos preparativos). Parte IV

4 agosto, 2016 02:00

Foto: Moyan_Brenn via Foter.com / CC BY

Durante este mes de agosto, El Cultural adelantará por entregas, de lunes a jueves, cuatro cuentos de autores españoles que se publicarán este otoño. Comenzamos con Mucho ruido y pocas nueces (unos preparativos), de Hipólito G. Navarro, que saldrá a la venta el 6 de octubre en la editorial Páginas de Espuma.

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- Parte II
- Parte III

L
LEGAN entonces sin avisar los del cáterin con la comida y ya no sabe Perengano dónde meter a tanta gente. Como la boda tiene contratado un banquete formidable, vienen incluso con las bandejas de canapés, los sángüiches, las bebidas y todo eso. Esto se va pareciendo cada vez más al apretado camarote de los Hermanos Marx, ¿que no?, se queja. Sí, algo de razón lleva, porque a medida que se va complicando la cosa debe el escenógrafo contratar de urgencia a más eventuales y preparar nuevas remesas de aposentos (el presupuesto primero se ha ido al garete, lo que estaba previsto se ve por completo desbordado, habría que planificar mejor estas obras, estos compromisos), los de la balconada para más inri hacen un receso en la faena para comer un tentempié junto a las jardineras, que se apuntan porque están cansadas de trenzar setos y más setos, y también hacen un alto los modistos que ultimaban el traje del fraile para la ceremonia, los carpinteros igual, mareados sin saber qué aposentos convierten ahora en iglesia o en cementerio o en prisión y se cagan en los antepasados de Chéspir de uno en uno, a ver si no podía haber escrito el tío Esperando a Godot, apunta otro, hasta que salta el de siempre del sindicato con la cantinela argumentando que entonces no harían falta los contratos de verano; según tú entonces: primero, fuera eventuales y sustitutos, ¿no?; se encoleriza, y pierde los papeles: tercero, con contratar a dos herreros va que chuta, ¿no?; sexto y último (y arruina por completo la numeración en ordinales): un banco de forja, una farola, y ya está montado el escenario, ¿no?, y para terminar: ¿de qué es ese sángüich, de salami?, anda, dame un poco, no seas sieso.

Y entonces pare la vieja.

No comprendo, protesta el regidor.

Que no cabíamos en casa y parió la abuela, le aclara un ebanista.

Pues no lo pillo, carajo. Sacude la cabeza de lado a lado.

Un dicho, un refrán, hombre. Y le señalan la puerta por la que entran en ese momento en fila india los disciplinados operarios de la sección musical, cargados hasta las trancas de instrumentos, atriles y partituras. Son para la iglesia, para el momento de la resurrección de Hero, la muchacha que todos tienen que dar por muerta durante dos actos y seis escenas, explican. Del otro lado de los setos un comediante aprovecha la situación y se lamenta con amargura, en voz alta, para que se entere el del sindicato de actores, otro que también acecha a todas horas: ¡Que por narices tengamos los actores que entonar siempre una cancioncita idiota, que no haya una puñetera obra en la que no tengamos que hacer el ridículo y cantar, tiene guasa! Pero su triste parlamento se ve eclipsado enseguida por otro aluvión de músicos, que llegan en versión clarinetista antigua, soplando a rabiar las chirimías. Pertenecen todos a una banda que hacía bastante ruido delante del teatro y el guarda no ha podido por menos que dejarlos pasar, si es que quería seguir sin interferencias con su bonita ensoñación de los furgones. Ahora que se fija con más atención comprueba cómo en las ruedas de muchos de ellos también han dejado su firma algunos perros, como para marcar territorio, con esa técnica majadera de mear a intermitencias que se traen los canes machos desde tiempo inmemorial.

No se piense que todo el rato ha estado el vigilante ahí en su garita contemplando las furgonetas como el que ve llover, no. De vez en cuando se ha levantado a estirar las piernas y ha dado algunos pequeños paseos alrededor del edificio. En la última ocasión ha cogido distraídamente un rotulador indeleble, de esos que los otros guardas atesoran en la caseta para que los grandes divos les firmen autógrafos en los programas, y con él se ha encaminado como un curtido grafitero hasta un furgón y en su flanco más limpio ha dejado escritos, dibujados más bien, con unas menudas letras de palo, tres nombres con sus correspondientes apellidos: Antón Chéjov, August Strindberg y Bertolt Brecht. Iba a continuar con otros más, pero en ese momento ha vuelto a romper el silencio el mensajero de turno con su motillo, y ha debido atenderlo, como es su obligación.

El mensajero es el mismo de primera hora de la mañana, se repite. Debe de tener una fijación chespiriana, una vocación de paréntesis, con eso de aparecer al comienzo y luego también al cierre. Pero no, este no viene a traer la buena nueva de que han apresado al taimado Don Juan, el hermano bastardo del Príncipe de Aragón, sino más prosaicamente a rectificar la entrega inicial. Debe llevarse el paquete anterior y dejar en su lugar uno más pequeño para el director de la obra; ha habido una equivocación, lo siento. Vuelve a firmar el vigilante en un albarán con hojas químicas multicopia, y se fija otra vez en el membrete del impreso: Borges. El maestro argentino de la concisión, piensa de inmediato. El mensajero carraspea y se despide: Anda que no viene de lejos el dichoso paquetito, amigo. No traerá muchas, pero son de California; las mejores. El vigilante tarda unos segundos en pillar el guiño de las nueces. Pero qué son unos segundos, cuando hablamos de la brevedad.

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