El escritor Gustave Flaubert en una imagen de archivo.

El escritor Gustave Flaubert en una imagen de archivo.

A la intemperie

La literatura, entre la idiotez y la inutilidad

El mundo está lleno de esos supuestos "inútiles" cuyo objetivo es, ni más ni menos, escribir una obra maestra.

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Mucha gente sigue pensando al día de hoy que la literatura es una inutilidad. Otra mucha gente cree que el escritor forma parte de la tribu de los idiotas que se dedican a la literatura porque no saben hacer otra cosa.

Contra esa línea, reivindicando al escritor, escribió Sartre su monumental, profundo y lúcido ensayo bibliográfico sobre Flaubert, titulado con precisión El idiota de la familia.

Así es como consideraba la familia a Flaubert, una especie de inútil que se dedicaba a perder el precioso tiempo de su vida con la idiotez de encontrar lo que él mismo, en su juego pernicioso, llamaba "la palabra perfecta".

En esa misma línea, Jorge Edwards escribiría muchos años una novela titulada El inútil de la familia, a partir de la biografía de su tío abuelo Joaquín Edwards Bello, un bohemio, un hacedor de la nada o la cosa ninguna, cuyo viaje por el mundo fue una completa inutilidad según toda su familia.

Edwards Bello era un tipo simpático, dicharachero, culto literariamente, vividor, aventurero, putero, amigo de sus amigos que escribió mucho, aunque para su familia era más inútil mientras más escribía.

Jorge Edwards se miró en el espejo de este gran personaje para escribir su novela, observando con el rabillo del ojo del recuerdo el ensayo de Sartre sobre Flaubert.

El relato del autor de Persona non grata resultó para mí una novela extraordinaria que siempre recordaré como uno de los logros narrativos más lúcidos del novelista.

Un paseo con Borges

El mismo Jorge Edwards me contó una vez que, durante una visita a Borges en su casa del microcentro de Buenos Aires, el gran viejo le preguntó si era familiar cercano de Joaquín Edwards Bello. "Sí, maestro, era mi tío abuelo", contestó Edwards.

El gran viejo asintió con un gesto de su cabeza y volvió a preguntarle a Edwards: "¿Y escribió una novela que se titulaba El roto, verdad?". "Sí maestro, El roto, así se llamaba la novela", contestó Jorge Edwards.

El gran viejo volvió a asentir con un gesto de la cabeza, con la barbilla apoyada en su bastón. El gran viejo guardó silencio durante un par de segundos, antes de volver a preguntar: "Y el protagonista de la novela se llamaba Esmeraldo, ¿no es verdad?". "Así es, maestro, Esmeraldo" contestó Jorge Edwards.

Entonces, Borges levantó un poco la cabeza, la volvió hacia el lugar de donde salía la voz de Edwards y, con una sonrisa que pretendía ser amable pero no evitaba en ningún momento su profundo sarcasmo, exclamó: "¡Es muuucho, pero muuucho!, ¿eh, no le parece?". Y siguió sonriendo durante algunos segundos.

El episodio tiene que ver, claro, con lo que Borges pensaba de Edwards Bello, a quien conoció en su tiempo y trató amistosa e intelectualmente, pero recala de nuevo en la inutilidad de aquel bohemio que era un don nadie para toda su familia y un personaje incómodo del que no valía la pena comentar gran cosa.

No sé si Edwards Bello tiene hoy algún lector en Chile o en cualquier otra parte del mundo, o si toda su obra literaria pasó al silencio más absoluto de la eternidad. Sé, eso sí, que para mí El inútil de la familia me muestra un personaje que, a veces grotesco y otras patético, pero en otras ocasiones sublime y grandioso, pasó a la historia para sus más cercanos, a pesar de sus grandes esfuerzos literarios a los que sin duda dedicó gran parte de su vida, como "el inútil de Joaquín".

Debe de haber todavía hoy, por estos nuestros mundos confusos, muchos inútiles que se refugian en el vicio idiota de la escritura literaria para huir de la crueldad de una vida que no quieren compartir y, en última instancia, para huir inútilmente de ellos mismos hasta convertirse en un personaje al que todo el mundo trata como si fuera un idiota.

Y, sin embargo, la insistencia, la resistencia y contumacia de la literatura sigue dando borrachos extraordinarios como Scott Fitzgerald, provocadores como García Lorca o farsantes inteligentes como Sartre que siguen persiguiendo ese compromiso a veces secreto que es la gran novela, el ensayo luminoso, el poema epifánico.

Cientos de nombres avalan la eternidad de esa cosa que tanta gente desprecia y que llamamos literatura, ese mundo al que se adhieren rémoras y parásitos, crápulas y psicópatas de toda laya para disimular su propia naturaleza y su objetivo mayor: escribir una obra maestra, perseguir por todo el territorio de La Mancha, como Carlos Fuentes llamaba a la literatura, a la soñada Dulcinea, dueña de toda sus ilusiones y de todas sus aventuras, la gran novela, el poema epifánico, el luminoso ensayo final.