Jorge Semprún. Foto: Iván Giménez

Jorge Semprún. Foto: Iván Giménez

A la intemperie

Caminando con Semprún por París

Recuerdo una de esas lentas caminatas en París con Jorge. Le recordé el mayo del 68, los adoquines, la playa y la libertad, la Place Saint Michel.

Más información: Remedios Zafra, Premio Nacional de Ensayo 2025 por su libro 'El informe'

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Estoy en París. Paseo por sus calles y avenidas. Me vienen a la cabeza las veces que Semprún y yo, peripatéticos, paseamos por Saint Germain para llegar al Café de Flore, el mismo lugar donde "el Francés", según Cela –que no lo podía ni ver–, discutía con Sartre, día sí y día no, las noticias de los periódicos franceses e internacionales.

"¿Cómo era?", le pregunté en uno de aquellos paseos. "Muy feo, cínico, pero más inteligente que nadie", me contestó. Recuerdo ahora en París a Jorge Semprún, fuera ya de todos los poderes del mundo, y recuerdo una cena en Barcelona con Oriana Fallaci y Carlos Barral. Hablábamos de Semprún. "Un día fui a París a hacerle una entrevista a Jorge y cuando me di cuenta estaba en la cama y con él encima de mí", nos contó la periodista italiana. "Es un seductor irreductible", añadió.

Recuerdo una de esas lentas caminatas en París con Jorge. Se me quejaba un poco de que su novela La segunda muerte de Ramón Mercader (1969) hubiera tenido solo una acogida muy tibia.

Yo le había exaltado esa novela por la calidad clara de su prosa, por el cuidado del tratamiento de los tiempos y el espacio, por los mecanismos mismos de la escritura novelística, por la inteligencia en la construcción de la estructura narrativa, por la personalidad sólida de los personajes y la historia y porque decía mucho más entre líneas que lo mucho que decía en la escritura misma.

Trotski y Ramón Mercader. ¿Cómo un hombre tan inteligente como el revolucionario ruso le dio toda la confianza a su asesino sin darse cuenta de que venía a matarlo?

Me acordé en aquella ocasión del paseo por París con Semprún de aquella interpretación del mundo que Julio Cortázar intentó con éxito en el que para mí es el mejor de sus cuentos, Continuidad de los parques, y asocié su argumento a la muerte de Trotski y a sus circunstancias. "Nadie había visto eso", se sorprendió Federico Sánchez –uno de sus seudónimos–, "ni esa asociación loca pero certera". Me apunté una ante el maestro.

Años después leí con asombro El hombre que amaba a los perros, de mi amigo el novelista cubano Leonardo Padura, una gran novela que llenó de interrogaciones la historia de Ramón Mercader y me enlazó el recuerdo con La segunda muerte de Ramón Mercader, un personaje que a veces me persigue como si fuera uno de mis demonios literarios preferidos.

Le recordé el mayo del 68 en París, los adoquines, la playa y la libertad, la Place Saint Michel, en uno de cuyos cafés ahora estoy escribiendo esta nota para El Cultural. "Fue el hastío del sistema lo que provocó esa revuelta, el cansancio de los militares", me contestó. Y luego añadió nombres y nombres de los farsantes que intervinieron en aquel episodio histórico que llegó a amenazar de muerte a la República francesa de De Gaulle.

París, recuerdo que le conté a Jorge, para mí es el ultimo reducto de mi libertad amenazada. Hizo un gesto de sorpresa interrogativa. "Sí", le dije, "cuando el ejército de Franco me procesó en 1971 como editor de un libro de Valente, pensé en huir en barco desde Las Palmas de Gran Canaria, donde vivía entonces, hasta Agadir y, de ahí, saltar a Marsella y pedir asilo político".

Me sonrío del tiempo pasado, de lo poco que nuestro país dio en vida a Semprún y de lo mucho que lo desconoció

Pero no lo hice . Mi condena fue dura: seis meses y un día de cárcel, que cumplí en prisión domiciliaria durante la instrucción del proceso, y el robo de todos mis derechos civiles, incluida la prohibición de ejercer como profesor en ningún centro del Estado y la privación del pasaporte hasta el final de la dictadura.

En 1978 llevé a Semprún a Canarias a hablar en público de su vida y obra en la Casa de Colón. Fue apoteósico el suceso: derrumbó con su discurso todas las falacias vacías de un dirigente comunista insular, el pobre Tony Gallardo, nefasto escultor aunque buena persona.

Federico Sánchez era así: serio con lo serio y jovial con lo trivial y doméstico. Un día de aquellos lo llevé al muelle de Santa Catalina, un espigón donde recalaban para su descanso la flota de barcos de pesca rusos. "Pero, hombre, esto es un palacio de espionaje", exclamó con una sonrisa.

Ahora estoy aquí, en esta cafetería parisina, esta tarde de otoño perfecto, con un café con leche y un paté de primera división evocando mis correrías conversacionales con Semprún. Y recordándolo. Y me sonrío del tiempo pasado, de lo poco que nuestro país le dio en vida y de lo mucho que lo desconoció, a pesar de ser el único ministro de Cultura con auctoritas biográfica que ha tenido la democracia española.

Hace poco me enteré de que, por fin, habían colocado en la fachada de la casa frente al Retiro de Madrid que habitó de niño y de joven con su familia. Ya era hora. Pero lo sabemos desde hace tiempo: España y yo somos así, señora.