J. J. Armas Marcelo y Mario Vargas Llosa en la Casa-Museo de Pérez Galdós, en Las Palmas de Gran Canaria.

J. J. Armas Marcelo y Mario Vargas Llosa en la Casa-Museo de Pérez Galdós, en Las Palmas de Gran Canaria.

A la intemperie

Mario Vargas Llosa: el último 'beatle' apaga la luz del 'boom'

Era un corredor de fondo que persiguió su Ballena Blanca como un poseso: la obra maestra, la imposible novela total que nadie escribiría antes ni después de él.

Más información: Mario Vargas Llosa, el último intelectual ante las guerras del fin del mundo

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Eran cuatro los Beatles. Eran cuatro los novelistas del boom latinoamericano de la novela de los 60-70 del siglo XX: Julio Cortázar, García Márquez, Carlos Fuentes y Vargas Llosa. Los cito por orden de edad: de mayor a menor edad. Dos eran musicales: Julio Cortázar y García Márquez: bañaban las palabras de su prosa con una a la vez clara y sutil música secreta, mágica y genial; los otros dos, Carlos Fuentes y Vargas Llosa eran renovadores de la crónica de ficción que llamamos novela desde antes del Quijote: cabalgaban los párrafos con historias de verdad que contaban mentiras e historias de mentiras que contaban verdades.

Dos, Cortázar y García Márquez, eran grandes directores de orquestas descomunales; los otros dos, Carlos Fuentes y Vargas Llosa, eran generales de división y dueños de una estrategia verbal única; los dos primeros eran geniales, intuitivos, al tanto de que la inspiración llegaba con el trabajo constante; los otros dos eran cholas descomunales de primera dimensión: obsesivos con el trabajo, obsesivos con el cuidado de la palabra, muy pendientes de su elegante imagen pública y sabedores de que el trabajo contumaz era el mapa exacto del tesoro de la inspiración.

Cada uno de ellos se fue muriendo con su ego intelectual en el alma: se quedaron solos ante la muerte y cayeron con las botas puestas de la mejor escritura en manos de la muerte que tenía, en el espejo de su memoria, los ojos de cada uno de ellos. Quedaba el último: el beatle Vargas Llosa: "El Cadete", "el primero de la clase", El Inmortal".

Vargas Llosa murió ayer, como quien dice, pero se había ido muriendo en los últimos diez años de su vida: el día que decidió subirse a un escenario como actor teatral era ya demasiado tarde para serlo y para aprender a serlo. Fue, en cierta manera, un capricho terrible de su intensa curiosidad intelectual: un regalo más para su inmensa vanidoteca. Y ahí comenzó su decadencia, la respiración asmática de un viejo escritor quijotesco que se había enfrentado a todos los gigantescos fantasmas y demonios que se le fueron presentando en sus sueños y pesadillas.

Pero, antes y después, fue lo que se llama un tótem inalcanzable, un corredor de fondo que persiguió su Ballena Blanca como un poseso: la obra maestra, la imposible novela total que nadie escribiría antes ni después de él. Y cazó a sus Moby Dick, una por una, cinco veces en su vida: era un incansable ballenero que sobrepasaba los mares revueltos de las literaturas de lengua española y se instalaba en el universo sideral de todas las culturas, sin tiempo ni lugar exactos.

Quiso ser, como todos los espíritus soñadores del siglo XX, novelista francés del siglo XIX. Carlos Barral, su verdadero descubridor (por favor, no perdamos el norte y demos a cada uno lo que en justicia le pertenece), lo definió de un golpe: "El último realista".

Convengámoslo. Sostiene Cercas que Vargas Llosa era una mezcla de Flaubert y Víctor Hugo: el primero para el método y el trabajo, el segundo para la ética civil y ciudadana. ¿Y el resultado de tantos esfuerzos a lo largo de tantos años? Balzac. Porque Vargas Llosa ha escrito la comedia humana de América Latina y sus tragedias. Y su prosa narrativa no es flaubertiana, es balzaciana. Recuerden lo que decía el Príncipe de Lampedusa de Balzac: "No solo es un gran novelista, sino un gran historiador".

Mucha gente en el mundo entero conoce más el Perú por la lectura de las novelas de Vargas Llosa que por todos los libros de los historiadores peruanos, sin desdoro de partes. Como mucha gente conoce más Francia por las novelas de Balzac que por las lecturas de Michelet. Sin desdoro de partes, claro.

¿Quién le puso el alias de "El Cadete"? Según mis pesquisas, fue Carlos Barral, tras la lectura del original de La ciudad y los perros. Según las lenguas y plumas del boom, fue Carlos Fuentes. ¿Y quién lo bautizó como "El primero de la clase"? No hay dudas: Carmen Balcells, toda la vida enamorada intelectualmente (cuidado con este adverbio del amor: es el permanente) del "Cadete".

Cómo van a sobrevivir sin ver a Vargas Llosa provocando hora tras hora, día tras día, a la zafia mediocridad que lo apedreó inútilmente toda la vida

Es conocida la afirmación de Onetti sobre Vargas Llosa: "Mientras yo mantengo una relación de amante con la escritura literaria, Vargas Llosa mantiene una relación matrimonial". Como acuñó Carlos Barral, "Vargas Llosa es el único novelista que conozco hoy que trabaja como un obrero y vive como un burgués. Al margen del otro sarcasmo de Onetti, privado, solo para los amigos más cercanos: "Es que Mario es el novelista más guapo del mundo". Algo de verdad hubo en las afirmaciones del gran novelista de nacionalidad uruguaya. Algo de envidia inversa, a la contra: una clara admiración por el autor de Conversación en La Catedral.

Hace unos años, en un acto multitudinario (sí, casi un par de miles de personas silenciosas, respetuosas, absortas) en la Feria Internacional de Guadalajara, México, presidida por el inolvidable Papa Laico de las literaturas de lengua española, Raúl Padilla, Vargas Llosa fue preguntado sobre el boom por alguien del público. Mario habló de los cuatro novelistas canónicos (incluido él mismo) durante veinte minutos increíbles: un lenguaje gestual del más alto nivel, una brillantez verbal extraordinaria, un conocimiento personal y profundo, un descubrimiento de ciertos secretos del cogollo del boom, una pieza única.

Lo sé bien: yo estaba en primera fila escuchándolo, viéndolo y siguiéndolo. Este fue el final de del discurso de Mario: "Hay un quinto novelista que merecía estar en el canon del boom: José Donoso. Incluso escribió y publicó una pequeña crónica sobre el boom para quedarse dentro de él, pero lo dejaron fuera. Todos se han ido ya al otro mundo. Solo quedo yo, el último beatle. Yo apagaré la luz".

Dicen que Vargas Llosa se ha muerto en Lima, "la ciudad horrible" según Sebastián Salazar Bondy, uno de sus amantes más evidentes en toda la literatura del Perú. Dicen que allá en Barranco, del Puente a la Alameda, y en todos los rincones de Lima y el Perú, hasta sus más grandes enemigos lloran la muerte de Vargas Llosa: ¿dónde encontrarán ahora un enemigo de tal envergadura, un tótem al que lapidar coral copulo y en privado, contra qué dios mitológico van ahora a disparar sus bombas, cómo van a sobrevivir sin ver a Vargas Llosa provocando hora tras hora, día tras día, a la zafia mediocridad que lo apedreó inútilmente toda la vida, cómo va a justificar su deuda con la vida, su asmática respiración, su nada o su cosa ninguna?

Están despidiendo a Vargas Llosa en todo el mundo. Todo el mundo lo conoció, todo el mundo lo leyó, todo el mundo lo admiró, todo el mundo lo quiso, todo el mundo lo llora. Estas líneas mías no son una despedida. Ni una elegía. Ni un obituario. Son las palabras de un bolero inédito para quien en vida fue mi hermano mayor (así lo consideraba y así se consideraba), "El Cadete", "El primero de la clase","El último realista".

Podría yo haber escrito los versos más tristes esta noche en la que -dicen otros- que Vargas Llosa ha muerto. Prefiero, sin embargo, terminar "versiparafraseando" a Jorge Luis Borges en los últimos versos de su poema Fundación de Buenos Aires: "A mí se me hizo cuento que murió Vargas Llosa,/ lo juzgo tan eterno como el aire y la rosa".