Foto de Max Fischer en Pexels649

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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Recuerdo de aquella profesora

Cuando ella llegó, cambió todo y la literatura se infiltró en la médula de mis necesidades vitales, de mis pasiones cotidianas y de mis victorias más placenteras

8 septiembre, 2021 09:59

Había leído mi primera novela literaria (teniendo una cierta conciencia de la literatura de verdad) a los 14 años de edad. Era una novela de aventuras: el secuestro de un niño y su búsqueda a través de un desierto lleno de delincuentes árabes. La novela era de un Nobel polaco, el autor de Quo vadis?. Después leí con cierta desidia algunas novelas y libros de poemas que no me dejaron mucha huella. Dos años más tarde, llegó al Instituto Pérez Galdós en Las Palmas de Gran Canaria, donde yo estudiaba sexto de bachillerato después de huir del colegio de los jesuitas como alma que lleva la libertad, una profesora de literatura que resultó ser una persona excepcional. Era una niña apenas de 23 años, o eso me parecía, que daba las clases con una convicción pasional asombrosa. No era una ni dos clases. Fueron todas las que le oí y asistí a ellas. Tengo la certeza absoluta que fue gracias a ella y a esa entrada vocacional a enseñar literatura que yo empecé a leer como un poseso, con la impresión de la necesidad, no por aprobar ni por ser buen alumno, sino simplemente por leer, por aprender y saber leer. Tengo la certidumbre de la memoria que me ayuda ahora a reflexionar sobre aquella profesora maravillosa que se atravesó en mi existencia y me indujo, tal vez sin saberlo ella hasta este momento, a leer y a escribir. Antes de ella, mis profesores de literatura eran más o menos normales, ni malos ni buenos ni regulares, simplemente normales. Pero cuando ella llegó cambió todo y la literatura, la lectura de literatura de verdad, se infiltró en la médula de mis necesidades vitales, de mis pasiones cotidianas y de mis victorias más placenteras. 

En plena adolescencia, llegó el hada madrina de la literatura que ni siquiera sabía yo que estaba esperando. Muchas de las cosas del escritor que creo ser se las debo a ella, a aquella profesora que daba las clases con un ímpetu y una serenidad sabia siendo tan sólo una niña. Esa profesora inolvidable se quedó para siempre, y hasta ahora, dando clases de literatura a generaciones de alumnos que tendrán, estoy seguro, el mismo recuerdo de ella que tengo yo. Se casó con un profesor de matemáticas y seguramente tuvo hijos, no lo sé, aunque sí sé que quedó viuda años después. Entonces la recordé en plena clase de literatura caminando por los pasillos del aula y en un atención y un silencio absolutos, respeto que se había ganado por su propia autoridad y con el talentoso esfuerzo de su conducta humana y profesional.

Desde entonces, la lectura fue para mí una necesidad biológica, intelectual; una necesidad vital, y gracias a la lectura yo llegué a convertirme en el escritor que creo que soy y he deseado ser siempre. En aquella época, leí toda la novela popular europea. Popular y literatura no son conceptos ni términos incompatibles; popular, desde mi punto de vista, es que llegaron a ser leídas por muchísima gente; literatura, digo, porque era literatura de la más alta jerarquía, por encima de avatares, tiempos y características. Leí desde Blasco Ibáñez a Pasternak, sus novelas y los poemas (de Pasternak); desde Pérez Galdós a John Dos Passos; desde Hemingway a Flaubert y mi querido Balzac, aquel que cuando le preguntaron una vez que con qué gobierno estaba, contestó como un rayo y para siempre: "Yo pertenezco siempre a la oposición". Y a tantos otros escritores, poetas, ensayistas, novelistas... Aprendí a distinguir la literatura de lo que no lo era y llegué a la lenta y definitiva conclusión de que yo quería ser escritor, no en mis ratos libres y fines de semana, sino todos los días. Fue la emulación y aquella profesora que, en el fondo, me enseñó a respetar y a leer literatura, el principio remoto de mi profesión y vocación inevitables. Sin duda que luego imprimieron una fuerza descomunal en mí los grandes profesores que tuve en mis años universitarios: Emilio Lledó, Francisco Rodríguez Adrados, José Lasso de la Vega y Luis Gil Fernández. Los cuatro y algunos más -como Carlos García Gual- me llevaron al conocimiento necesario de las literaturas clásicas latinas y griegas, y me inculcaron la literatura italiana moderna y la francesa de siempre en su poesía. Pero a todos ellos tengo que unir el recuerdo imborrable y el homenaje de mi memoria, y mi gran agradecimiento intelectual y vital, a aquella profesora de mi adolescencia rebelde que me enseñó sin saberlo a leer en profundidad y a entender, discernir e interpretar lo que leía, además que amar cuánto era de verdad literatura.

Comprenderán el homenaje y mi recuerdo de ahora, y mi gran orgullo y reconocimiento porque sé que lee estas reflexiones mías de los miércoles en El Cultural. Y sé el artículo que le gusta y el que no por las señas electrónicas que me envía cada semana. Esa profesora inolvidable por eterna se llama María del Prado Escobar y apenas la he vuelto a ver desde aquellas clases un par de veces en mi vida. Sé que vive y que ya tiene muchos años, pero yo siempre la recordaré agradecido paseando en sus clases por el aula, con los brazos a la espalda y hablando sin parar, con una serenidad y un ímpetu increíbles. Mi agradecimiento, pues, querida profesora y que sigas bien hasta el final de los siglos.

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