Image: Miguel Ángel Blanco: arte, naturaleza y alquimia

Image: Miguel Ángel Blanco: arte, naturaleza y alquimia

Exposiciones

Miguel Ángel Blanco: arte, naturaleza y alquimia

El aura de los ciervos

7 noviembre, 2014 01:00

Instalación en el Museo del Romanticismo

Museo del Romanticismo. San Mateo, 13. Madrid. Hasta el 1 de marzo.

La concepción del arte como vía de encuentro espiritual entre el ser humano y la naturaleza surgió en el Romanticismo, como una revuelta contra la concepción mecanicista del Universo que divulgó el racionalismo cartesiano (deus ex machina), tranquilizador ante la revolución científica que situaba nuestro planeta en los confines del cosmos. Si el hombre dejaba de estar en el centro del universo, al menos podía ser dueño y señor de la naturaleza en la Tierra: todos los seres vivos, animales, vegetales y minerales estaban a su servicio. La revolución científica de Kepler, Galileo y Newton también acabó con antiguos saberes, como la astrología y la alquimia y definitivamente vació y redujo a mera retórica el simbolismo de la mitología grecorromana que había sido recuperada por los humanistas del Renacimiento, quienes todavía creían en las correspondencias entre macrocosmos y microcosmos, y que convirtieron la imitatio naturae (imitación de la naturaleza) en el axioma de la creación artística, dictado que se fue diluyendo en la exaltación de lo artificialis durante el Barroco.

Sin embargo, en las raíces genuinas del Romanticismo anglosajón y protestante, que a su vez había combatido la superstición en ritos religiosos de la cultura católica, la experiencia estética del "libro de la naturaleza" se convirtió en puente espiritual entre el ser humano y Dios creador. Un sentimiento aurático que se llamaría sublime (en Alemania, con resonancias alquímicas), y que desarrolló la gran tradición de pintores paisajistas en paralelo a los científicos naturalistas, sobresalientes frente a sus homónimos mediterráneos y católicos.

Miguel Ángel Blanco (Madrid, 1958), inspirado directamente en esa tradición anglosajona que él aúna en un trabajo cuyo resultado es artístico pero elaborado también mediante metodologías científicas, sin embargo, lleva tiempo empeñado en revalorizar a los paisajistas del tardío Romanticismo español. Por ello, no sorprende que su intervención en el Museo del Romanticismo (tras su brillante comisariado el pasado año en el Museo del Prado) fuera un proyecto largamente deseado, desde las "Visiones del Guadarrama" que presentó en La Casa Encendida en 2006 y que ya tuvimos ocasión de reseñar en estas páginas.

De manera que esta exposición supone un cierto cierre o contrapunto de aquel proyecto en donde se transcurría por telas desde Carlos de Haes a Beruete; mientras que aquí se presentan casi una decena de estampas desde principios del XIX hasta su conclusión, con idílicas porcelanas alpinas. Siempre en torno al motivo iconográfico del avistamiento del ciervo en la montaña y su derivación en escenas de cacería, que resulta ser el núcleo de reflexión latente de principio a fin de este proyecto.

La exposición, que el propio artista ha comisariado, de hecho se abre con un espejo con el motivo de "Diana cazadora", que tras ser sorprendida bañándose desnuda por el cazador Acteón, lo convirtió en ciervo y presa para otros cazadores que lo abatieron. Una vieja historia vengadora de violencia de género que se contrapone, al final, a la ya anacrónica y censurable violencia contra los animales en nuestros días, con una instalación de treinta metopas vacías (sin los trofeos de cabezas de animales) junto a un cúmulo a modo de montaña de cornamentas de ciervos en donde se recoge el rumor exultante del entrechocar de las cuernas y de la berrea de los ciervos.

Una contraposición semejante se plasma en el recorrido de la sala, convertida en pequeño gabinete de curiosidades. Mientras a un lado contemplamos la ingenuidad estilística en el subgénero aristocrático de la cacería, cuya prolongación todavía en el siglo XX impregnó lo más kitsch de la cultura popular. Al otro, encontramos ocho libros-cajas, el último catalogado con el número 1140, que pasarán a engrosar la Biblioteca del Bosque que Blanco viene reuniendo desde 1985.

Estos "libros" con puntas y fragmentos de cornamentas amplían visualmente (con paralelismos iconográficos de raíces, ramas y rayos), los mitos y leyendas ancestrales sobre el ciervo que el sentimiento romántico intentó recuperar. Y que Miguel Ángel Blanco vivifica con dotes de alquimista.