Frank Gehry. Foto: Felipe Trueba / EFE / EPA

Frank Gehry. Foto: Felipe Trueba / EFE / EPA

Arquitectura

Frank Gehry, el Midas de la ciudad posindustrial

El arquitecto del Guggenheim estuvo a la altura de las hipérboles. Supo trascender cualquier hito construido para transformarse en un auténtico icono de la cultura popular.

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"En mi vida he hecho nada malo, excepto cambiarme de nombre". Ephraim Owen Goldberg se mudó con su familia a Los Ángeles en 1947 para convertirse en Frank O. Gehry (Toronto, 1929-Santa Mónica, 2025) siete años después a instancias de su primera esposa, quien pensaba que el antisemitismo perjudicaría su carrera.

Como joven judío, siempre recordó que el Talmud consistía en un porqué interminable que le haría cuestionárselo todo, mientras que, como joven licenciado, tenía que reconocer que le había tocado en suerte la mejor ciudad posible, es decir, la peor. Entre la bisutería y la madera de un decorado de Hollywood, la arquitectura de Los Ángeles carecía del prestigio cultural de la de Nueva York, como también de su claustrofobia. Solo estaba esperando a que alguien como Gehry sacase provecho de esa libertad. Vaya si lo haría.

Tras un lento aprendizaje en oficinas comerciales, las inquietudes del joven arquitecto le acercaron a la relajada escena artística angelina, de Ed Ruscha a Robert Irwin. "Aquello se convirtió en una gran familia", le confesaría a Alejandro Zaera en las páginas de El Croquis. En poco tiempo, esa cuadrilla se transformaría en generosa clientela. En 1964, Gehry finalizó una hermética casa-estudio para el diseñador Lou Danziger, aunque ocho años después, cuando construyó la vivienda del pintor Ron Davis, algo había cambiado.

El gran contenedor romboidal y las mesetas que bailaban en su interior se inspiraban en la obra del artista, si bien los materiales, chapa ondulada y madera –hasta los pasamanos eran artificialmente bastos–, provenían, qué cosas, de un cobertizo de heno que el arquitecto había realizado años atrás. Como Robert Rauschenberg en sus combines –esas piezas capaces de aunar lo heterogéneo y hasta lo disparatado, neumáticos y cabras disecadas–, Gehry hizo virtud de la chatarra: los contrachapados, la tela de gallinero e incluso el cartón se exhibían con desparpajo y franqueza. Sin embargo, y al contrario que tantos de sus colegas, fue su propio conejillo de indias.

Una casita tonta en Santa Mónica

Cuenta Víctor Navarro en su ensayo Una casa fuera de sí (Caniche, 2022) que la panameña Berta Aguilera, segunda esposa de Gehry, había encontrado en 1977 un nuevo hogar para la familia en Santa Mónica. Como esa pequeña construcción le parecía un tanto insustancial a nuestro hombre –"sólo era una casita tonta con encanto", diría–, optó por reformarla.

Escasa de medios y sobrada de audacia, la obra fastidió a los vecinos en la misma medida en que fascinó a los críticos, que no dudaron en auparla al canon de la mejor arquitectura doméstica del siglo XX. El viejo edificio, con su cubierta a dos aguas, quedaba envuelto por una empalizada de chapa sobre la que desbordaba un lucernario de vidrio, burbujas de un detergente cubista.

Pero si hacia afuera se acumulaban las capas, al interior los revestimientos se disolvían para dejar vistos los frágiles montantes de madera, como si la casa desapareciese poco a poco. En Sketches of Frank Gehry, el documental de Sydney Pollack (2005), el historiador Charles Jencks relataba el final de la obra: "un día [Frank] fue al baño a afeitarse y no había luz, así que cogió un martillo y abrió un boquete en el techo para que entrase el sol de California".

Verdad o mito, ese tratar la arquitectura como una maqueta, y al revés, es muy propio de Gehry, alguien que se lee más por sus edificios y objetos que por sus textos, pocos, y sus planos, irrelevantes. Ese pragmatismo le haría enormemente popular en la década de 1980, con encargos domésticos como la casa de Dennis Hopper (1981) o la de Julian Schnabel (1989), y también obras públicas de importancia, caso del Museo Aeroespacial de Los Ángeles (1984), con su avión adherido a fachada, Rauschenberg otra vez.

Su relevancia cultural no hacía más que aumentar, y hasta se le etiquetó como deconstructivista a raíz de una exposición en el MoMA en 1988, una de esas efímeras etiquetas que no significan nada. Da igual. Gehry seguía su propia música y aventaba insólitas transacciones formales: lo que empezó como una lámpara con forma de pez –una de sus obsesiones– se transformaría en un restaurante en Kobe (Japón, 1987) para encallar como umbráculo en el puerto de Barcelona (1992).

Por entonces, Gehry ya llevaba unos años construyendo en Europa, pero no terminaba de dar en el clavo. Y si bien el centro expositivo para Vitra en Weil am Rhein (1989) ya apuntaba nuevos caminos –su estudio había empezado a usar el ordenador para traducir sus dibujos–, aún existía cierto conflicto entre esos volúmenes excitados y la escala de los trabajos, una limitación que también puede atribuirse al American Center en París (1994) o al edificio de oficinas en Praga (ambos de 1994). Si algo había demostrado nuestro arquitecto es que las prisas no formaban parte de su repertorio. Era cuestión de tiempo hasta que encontrase su golpe.

Milagro en Bilbao

"Se dice que los milagros aún ocurren, y que uno muy grande ha ocurrido aquí". Escritas en 1997, estas palabras de Herbert Muschamp en su crónica para The New York Times dejan claro que el museo Guggenheim de Bilbao había llegado puntual a su cita con la historia. Para cualquier estudiante de entonces –como quienes suscriben–, sólo podía entenderse bajo la excitación de lo prohibido.

Gehry hacía todo lo que no había que hacer al mismo tiempo: sensuales formas de ciencia ficción, una construcción que se recreaba en su propia falsedad –ahí está el brazo que pasa por debajo del puente de la Salve, pura fachada– y nada de contextualismo, porque el propio museo era el contexto. Con la ayuda del director de la Fundación Guggenheim, Thomas Krens, el edificio no solo cambió una ciudad, sino lo que las ciudades podían pedirle a un edificio.

Su Museo Guggenheim en Bilbao no solo cambió una ciudad, sino lo que las ciudades podían pedirle a un edificio

Las historias sobre la obra menudean: desde el software de la industria aeroespacial que trazó sus curvas volanderas hasta los amortiguadores de coche que se emplearon para laminar las planchas abolladas de sus escamas de titanio –en realidad, una aleación–, memoria de los viejos tiempos del bricolaje. Fue un éxito sin precedentes. Ni sucesores.

"¿Obra maestra? ¿Y por qué solo una?", le espetaría Gehry a Luis Fernández-Galiano en una conversación. En lo bueno y en lo malo, la arquitectura del siglo XXI no podría entenderse sin este museo, pero si los milagros lo son es, precisamente, porque no acostumbran a repetirse.

Museo Guggenheim, Bilbao. Foto: Wikipedia.

Museo Guggenheim, Bilbao. Foto: Wikipedia.

El cacareado efecto Bilbao fue muy discutido. Desde el punto de vista urbano, su impacto se vio cuestionado por estudios que afirmaban que, pese a superar el millón de visitantes anuales (1,3 el pasado 2024), el museo apenas había creado un millar de empleos. Bajo ese prisma, la carrera por tener el siguiente Guggenheim, el edificio antes que la necesidad, se asemejaba no poco a una burbuja. Así podrían atestiguarlo en nuestro país experiencias tan dispares como las de Santiago de Compostela, Oviedo o Sevilla.

En gran medida y desde entonces, hemos construido a favor o en contra del Guggenheim. Ya septuagenario, el propio Gehry quedó atrapado durante un tiempo en la perplejidad de su hito. Antes de Bilbao, había empezado a desarrollar el Auditorio Disney (1989-2003) en Los Ángeles, su primera obra relevante en su patria chica, nada menos.

A su conclusión, los críticos aún sonrieron complacidos. Pronto las cosas comenzarían a agriarse. En cierta medida, se hizo al arquitecto responsable de esta epidemia de onerosos contenedores sin contenido que las ciudades promovieron como imágenes de consumo rápido. Gehry vio cancelados algunos proyectos, como el Museo de la Tolerancia en Jerusalén (2004), entre acusaciones de megalomanía.

Él, por su parte, siempre defendió que sus presupuestos estaban bajo control. En lo creativo, ciertas obras parecían refrendar las críticas –nunca han dejado de perseguirle desde el cambio de siglo– que afirman que es más escultor que arquitecto, desde el museo en Seattle (2000) a la torre Beekman en Nueva York (2011), un rutilante y vacuo ejercicio de fachadismo.

El público jamás le dio la espalda y Gehry, astuto para la fama, supo convertirse en ubicuo icono pop

Sin embargo, es justo reconocer que tan absurdo era convertir en norma a Gehry como privarnos de sus placeres. El público jamás le dio la espalda y él mismo, astuto para la fama, supo convertirse en ubicuo icono pop, con apariciones en los Simpsons, colegueo con Brad Pitt –juntos intentaron crear viviendas para los damnificados por el huracán Katrina– y hasta la creación de la sede para Facebook en Cupertino (2018).

El edificio para la Fundación Louis Vuitton en el Bois de Boulogne en París (2014) o la Torre Luma en Arlés (2021), una hoguera de acero, fueron los últimos acontecimientos de una trayectoria que conocerá un epílogo póstumo el próximo 2026 cuando se inaugure, tras incontables retrasos, otro Guggenheim, esta vez en Abu Dabi. Así lo demandan los tiempos, a los que Gehry nunca tuvo problema en adaptarse, aunque jamás aprendiese a usar un ordenador.

Hay una serie de arquitectos, muy pocos, capaces de manejarse más allá de los códigos. Suelen tener algo de artista y cierta capacidad para crear, si no en el vacío, si a partir de un arrojo muy personal que nos habla sin tapujos. Siendo, como son, muy diferentes, detectamos esa capacidad para transgredir unas reglas que conocen a la perfección en el barroco Francesco Borromini o nuestra coetánea Kazuyo Sejima –admiradora, por cierto, de Gehry–, pero también en músicos y maestros de la improvisación como John Coltrane o Keith Jarrett.

Un rabino que vio dibujar al joven Frank dijo que tenía manos de oro: "Goldene Hant", en yiddish. Más bien, lo que ese niño sería de mayor es una suerte de Midas carpintero, no tanto por convertir en tesoros nuestra quincalla posindustrial, sino por cambiar nuestra manera de verla, hasta enamorarnos.