Matilde Fieschi para la Trienal de Lisboa, en 'Fluxes'. Foto: Matilde Fieschi

Matilde Fieschi para la Trienal de Lisboa, en 'Fluxes'. Foto: Matilde Fieschi

Arquitectura

¿Cuánto pesa una Trienal de Arquitectura?

Bajo una ambiciosa tesis que aborda la dimensión metabólica de la ciudad, en esta séptima edición de la Trienal de Arquitectura de Lisboa prima lo audiovisual y no logra conectar con el público.

Más información: El Gran Museo Egipcio, una arquitectura de la eternidad tardía

Publicada

Parece que los comisarios de la Trienal de Arquitectura de Lisboa, Ann-Sofi Rönnskog y John Palmesino, le tienen tomada la medida a la ciudad. Al menos, eso cabe deducir del programa de esta séptima edición que, bajo el título How heavy is a city, se pregunta hasta dónde llegan los tentáculos de lo urbano en esta era que llamamos Antropoceno.

Pese a los neologismos, el interrogante es más pertinente que novedoso, desde que hace ya un siglo, por ejemplo, el biólogo Patrick Geddes entendiese que la urbe, más que un conjunto de edificios, es una totalidad inabarcable de técnicas nuevas y viejas, recursos naturales y fuentes de energía.

La ecuación, por tanto, es peliaguda, porque contiene demasiados factores para arrojar conclusiones certeras. Pero estamos en tiempos de algoritmos y nubes de lluvia de datos; quizá sea el momento de insistir y de hacerlo en Lisboa.

Si se dejan de lado actividades como el simposio Talk, Talk, Talk, en la Fundación Calouste Gulbenkian, la Trienal se organiza básicamente en tres sedes y tres muestras.

Así, el Museo do Design (MUDE), situado en la Baixa, acoge Spectres, la vieja central eléctrica del Tajo del MAAT aloja Fluxes y, por último, Lighter se despliega en el Garagem Sul del Centro Cultural de Belém, donde también se presentan algunos de los proyectos independientes que se reparten por la ciudad, hasta en la Estufa Fría.

Fiat Lux Experience para la Trienal de Arquitectura de Lisboa, en 'Spectres'. Foto: Fiat Lux Experience

Fiat Lux Experience para la Trienal de Arquitectura de Lisboa, en 'Spectres'. Foto: Fiat Lux Experience

De manera muy general, la primera habla sobre tecnología y las representaciones visuales de nuestro mundo, la segunda mensura el problema material de la urbe y la tercera propone nuevos paradigmas.

Como es cada vez más habitual en estos certámenes, la Trienal se configura a gusto de los intereses extradisciplinares de la Academia, antes investigación que praxis ortodoxa.

Eso hace que sus presupuestos sean menores y los invitados apunten más al futuro que en otros eventos de corte similar, como los de Venecia o Chicago: en 2013, por ejemplo, participaron Frida Escobedo y Andrés Jaque, hoy al cargo de la reforma del Pompidou y de la escuela de arquitectura de Columbia, respectivamente. Rönnskog y Palmesino rompen un poco ese perfil: ya no son exactamente jóvenes –ella de 1976, él de 1970–, y eso se nota en su excesiva impronta sobre el resultado.

Y es que, como sabe cualquier habitual de estos saraos –del portugués, sarão–, la gente se toma los enunciados muy a su manera. Quizá por eso, los comisarios se han empeñado un tanto germánicamente en imponer su formato.

En cada parada, todas las contribuciones se presentan exactamente igual: como un audiovisual en un monitor. Para ser justos, siempre existe algo que se sale del corsé –caso de la proyección gigantesca con verbo de Patti Smith, en la Baixa, o del proyecto fotográfico de Iwan Baan sobre la extracción de crudo en Alberta, junto al Tajo–, pero está claro que esta Trienal hemos venido a verla por la tele.

Grok, ¿cuánto CO2 emite un avión Madrid-Lisboa? “72 kg por pasajero y trayecto”. El peso del certamen será así proporcional a su éxito, una paradoja que no se justifica si lo que enfrentamos in situ es una serie de vídeos que podríamos ver plácidamente desde casa.

'Roadside Picnic', de Hugo David para la Trienal de Arquitectura de Lisboa. Foto: Hugo David

'Roadside Picnic', de Hugo David para la Trienal de Arquitectura de Lisboa. Foto: Hugo David

Más allá de esta ecoansiedad, la experiencia del espectador resulta también mejorable. La monotonía del display en el medio centenar de piezas –algunas de más de media hora– apisona hasta las aportaciones más interesantes.

Entre las de los arquitectos españoles, destacan la de Marina Otero (junto a Daniel Miller) en Spectres, con un proyecto sobre la creación de un gemelo digital de Tuvalu –una isla-país a punto de hundirse en el Pacífico a causa del cambio climático–, y la del estudio barcelonés 300.000 km (Pablo Martínez y Mar Santamaría) en Fluxes, y que desgrana, precisamente, los terroríficos incrementos de las emisiones de carbono.

También pueden verse trabajos de Blanca Pujals en el MUDE, Pablo Pérez-Ramos y el artista Abelardo Gil-Fournier en el Garagem Sul y de nuevo Otero en el MAAT.

Entre las contribuciones internacionales, hay, incluso, un relato real sobre un pionero luso de la energía solar, a cargo de Matilde Seabra, y otro de ficción, por Geoff Manaugh, acerca de un científico que espía con partículas cósmicas. No sabemos decir qué tiene que ver con el tema, pero nos gusta.

Entre tanta amplitud de miras, atractiva aunque sospechosa de diletantismo, flota una duda en el aire, como esas moléculas que se miden en estas películas-instalación. ¿Qué posibilidades tiene todo este magma de conectar con el público, de perdurar?

La aproximación, tan atomizada y abstracta, hace temer que el relato se pierda en anecdotarios confusos, imágenes sueltas y algunos destellos de memoria que se apagarán con el último brillo de los monitores. Y si bien es cierto que evangelizar es pesado, la pedagogía –incluso la especulación académica– consiste en que el Evangelio no lo parezca.

Carlo Cattaneo, siglo XIX: “La mayor parte de esa tierra, pues, no es obra de la naturaleza, sino de nuestras manos; es una patria artificial”. Nunca fue moderno ni está invitado a Lisboa, pero sintetiza mejor que nadie –y con ligereza– lo que tiene que decir esta Trienal que permanecerá abierta hasta enero de 2026.