Vista del vestíbulo de entrada al Gran Museo Egipcio. Foto: Igues Boneca

Vista del vestíbulo de entrada al Gran Museo Egipcio. Foto: Igues Boneca

Arquitectura

El Gran Museo Egipcio, una arquitectura de la eternidad tardía

El GME, obra del estudio irlandés Heneghan Peng, abre sus puertas con una colección tan excepcional como irregular en su arquitectura, alejada en exceso de su contexto. Un proyecto fastuoso que también admite críticas.

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Se dice que el hombre teme al tiempo y que el tiempo teme a las Pirámides. Lo que no sabemos es si debería mirar de reojo al Gran Museo Egipcio, el GEM, tras casi un cuarto de siglo en obras al norte de la meseta de Guiza. Parafraseando a Mark Twain, quien, no en vano, escaló a la cúspide de Keops y soportó a los insistentes guías que aún pululan por el lugar, los rumores sobre su apertura han sido ciertamente exagerados.

Desde que en 2003 se adjudicase por concurso entre 1.557 participantes al por entonces desconocido estudio de Róisín Heneghan y Shin-Fu Peng, con sede en Dublín, las crisis políticas y sociales de la región, como la Primavera Árabe, han ido de la mano con las globales, la pandemia, para incubar esta obra interminable de mil millones de dólares.

Y aunque parecía a punto para el pasado 3 de julio, la tensión militar entre Irán e Israel pospuso de nuevo su puesta de largo al 1 de noviembre. Visto lo visto –artículos de hace un lustro ya prometían “no más retrasos”–, vamos a ser prudentes y a evitar, siempre que se pueda, el uso de la palabra faraónico.

Hasta ese anhelado momento, el GEM no presentará la muestra de Tutankamón ni tampoco las barcas solares de Keops, ubicadas en pabellón aparte, si bien desde octubre de 2024 han podido visitarse las salas de la colección principal. Bastan para hacerse una idea.

Es de suponer que habrán leído las hipérboles: 80.000 m² de galerías, 50.000 objetos, 400 metros de largo, todo para el mayor museo del mundo dedicado a una sola civilización y que deja en pañales al viejo edificio rosado de Tahrir. El GEM ha hecho muy bien sus deberes, e incluso cabe decir que la propuesta de Heneghan Peng –que ganó, entre otros, a los finalistas españoles Fernando Pardo y Bernardo García Tapia–, resulta reconocible tras todas las tribulaciones. Para lo bueno y para lo malo, que de todo hay.

El GEM ha hecho bien sus deberes y la propuesta de Heneghan Peng resulta reconocible tras todas las tribulaciones

La arquitectura del museo se configura con un gran gesto, una suerte de trapecio alargado que se abre hacia la meseta de Guiza. Dividido en bandas longitudinales, queda atravesado en horizontal por un vestíbulo de 25 metros de altura, una escala aeroportuaria.

Con su suave iluminación natural y presidido por una mastodóntica estatua de Ramsés II, dirige eficazmente el tráfico: al norte, las oficinas, los servicios comunes, las tiendas y los espacios de restauración –con precios, todo hay que decirlo, inasequibles al público local–; hacia el sur y hacia arriba, las galerías.

Vista aérea del complejo. Foto: Gran Museo Egipcio

Vista aérea del complejo. Foto: Gran Museo Egipcio

Para acceder a la exposición, toca subir por una gran escalinata –o una rampa mecánica o una plataforma elevadora, a elegir– trufada de piezas monumentales, y hacia la que vierten las salas secundarias. En la cima, remata un gran ventanal que enfoca de nuevo las Pirámides antes de dar paso a las salas. Ese interior es un damero de 12 espacios en cascada, organizado en cuatro períodos-meseta en horizontal, desde el predinástico a las influencias grecorromanas, y tres naves descendentes: sociedad, reinado y religión.

En esencia, siempre que se baja un nivel, se avanza en el tiempo y se observa cada época desde esos tres puntos de vista. Caben los contrastes: algunos objetos del recorrido, caso de las miniaturas de la vida rural del Imperio Medio, se desvelan, más que como simples curiosidades, como un pasado reconocible y hasta tierno, con sus vaquitas moteadas de colores; si lo que prefieren son los clásicos, hay, cómo no, sarcófagos a tutiplén y hasta un enorme cocodrilo momificado del templo de Kom Ombo en la galería 10, al fondo.

Si han llegado hasta aquí, ya estarán convencidos de lo excepcional de la experiencia, pero las dudas sobre el proyecto no están en su contenido, como tampoco en el pragmático contenedor, un tanto simplón y ciertamente anodino, sino en la incapacidad de la operación para permear a escala humana y atender al contexto local.

La presentación material del museo bordea, cuando no traspasa, las fronteras del kitsch. Basta la marquesina piramidal de su entrada, en dorado y con un inefable marco de jeroglíficos, para darse cuenta de que hemos caído de lleno en los tópicos culturales.

Dividido en bandas longitudinales, queda atravesado en horizontal por un vestíbulo de 25 metros de altura, una escala aeroportuaria

En sus pretensiones tecnológicas y ecuménicas, la obra también sufre las debilidades, a la vez que ignora las fortalezas artesanas de la construcción autóctona: en la proa del edificio, una tosca cercha vertical sirve de muleta al voladizo y borra cualquier rastro de audacia, mientras que en las salas, el techo se constela de luminarias y sensores desperdigados al tuntún, o se intenta enfatizar la geometría oblicua de la planta recurriendo a unas juntas entre materiales que coinciden entre rara vez y nunca.

No sería justo señalar al operario; es la idea y su tectónica lo que no tiene sentido alguno.

Una de las fachadas del museo. Foto: Gran Museo Egipcio

Una de las fachadas del museo. Foto: Gran Museo Egipcio

En términos más amplios, la operación también admite críticas. Fuese cual fuese el resultado, difícilmente justificaría tal dispendio, por no olvidar que su discutible engranaje en el territorio demuestra a las claras lo rápido que caduca el futuro. Es innegable que el GEM es un vástago del efecto Bilbao, es decir, una obra emblemática que aspira a impulsar su emplazamiento.

Pero al igual que han descubierto tantas ciudades desde entonces, ni las dificultades de El Cairo ni la economía de Guiza van a solucionarse por arte de magia y gracias a un museo, por muy espectacular que sea. Más bien al contrario, tanto este proyecto como los ostentosos desarrollos urbanos que se anuncian en las autovías –Nuevo Cairo, la Ciudad 6 de octubre– sugieren una brecha social creciente.

Egipto sueña con una difusa y rutilante prosperidad occidental que va orillando de a pocos lo que ya tiene. “No es para la gente”, dicen los lugareños si se les pregunta por ese futuro inmediato.

El museo es ahora una gran mole sin más conexión con su entorno que el asfalto, una carencia que va para largo dadas las obras, por supuesto infinitas, de la línea 4 del metro. ¿Para qué sirve lo nuevo sin progreso?

Obelisco colgante. Foto: Gran Museo Egipcio

Obelisco colgante. Foto: Gran Museo Egipcio

Un vistazo al viejo edificio de Tahrir, con sus vitrinas de madera, sus momias apiladas, sus carteles escritos a mano, sus contraventanas entrecerradas, o incluso sus guardias fumando en los controles de seguridad, sugiere un potencial ignorado que ya existe en la vida que desprende la ciudad, en medio de la gente y en la misma ribera del Nilo, donde siempre estuvo.

Quizá sea precisamente ahí, en el propósito de recuperar ese patrimonio al alcance de la mano, donde resida el auténtico porvenir de los cairotas, y no en reducirlos una vez más a guías turísticos en potencia. Una apuesta, una limosna y una oportunidad son cosas bien distintas.