Image: Santiago Ydáñez y el eco de la historia

Image: Santiago Ydáñez y el eco de la historia

Arte

Santiago Ydáñez y el eco de la historia

Reinterpretada II. Las cenizas del ruiseñor

12 febrero, 2016 01:00

La urna Las Cenizas del Ruiseñor, junto a la interpretación de Ydáñez

Museo Lázaro Galdiano. Serrano, 122. Madrid. Hasta el 14 de mayo

Analizar las consecuencias negativas que tienen los museos para el disfrute de las obras que conservan daría para varios artículos, pero no es el tema de este que comienza. Por otro lado, el museo es, como la democracia, el menos malo de los sistemas posibles. Y este me parece un buen punto de partida: saber que nos hallamos ante fenómenos llenos de problemas e imperfecciones, a la espera de que un genio tenga una propuesta mejor.

En el caso de los museos, lo más perjudicial es que reúnen cantidades ingentes de obras. Fueron realizadas con cuidado y dedicación, pero su acumulación nos obliga a contemplar cada una de ellas apenas unos segundos. Por otro lado, se nos muestran estabuladas por la historia del arte, es decir, desactivado todo el significado conciliador o crítico que en su día detentaron. Por último, se exhiben en un contexto distinto del que era su destino natural, con lo que se reducen a imágenes lo que acaso fueran (en una cripta o en un dormitorio) advertencias o estímulos.

En fin, el resultado de todo esto es que los museos se convierten en lugares donde quizás se pueda estudiar historia del arte pero difícilmente se puede tener una experiencia estética. Para evitar esa agonía del sentido de las obras de arte, un recurso posible es este que han puesto en marcha algunos museos madrileños para activar sus colecciones. No se evita ninguno de los problemas señalados pero corroen su petrificación y ponen un interrogante donde la costumbre había borrado ya cualquier visión.

En esta muestra de Santiago Ydáñez (Puente de Génave, Jaén, 1967) el resultado es francamente bueno. Ydáñez es un pintor poderoso, nada relamido, que maneja muy bien tanto la iconografía trágica como las dimensiones heroicas del cuadro. Son característicos sus rostros en primer plano y casi siempre en blanco y negro. Pero también ha convocado con sus pinceles animales que parecen disecados o cuerpos sufrientes.

Sí, esa zona liminar, en que la pintura se reconoce como tal pero también representa otra cosa, es en la que se sitúa su trabajo. Detallo estos pormenores para mejor señalar el choque que una obra tal puede producir en el seno de una colección de arte que abarca del siglo XV al XIX, y que se completa con mobiliario, monedas y libros. La idea del comisario de la muestra, Rafael Doctor, es que Reinterpretada sea un programa en el que diferentes artistas entren a dialogar (a reinterpretar) la colección del Lázaro Galdiano. El primer artista fue Enrique Marty, con quien Ydáñez comparte una posición semejante en tanto que pintores en un tiempo en que pintar ya es siempre algo más que una actividad pictórica.

Vista de la exposiciónl

Las obras de Ydáñez se sitúan en los dos edificios de la Fundación. En el de la Administración encontramos los grandes formatos (dos por tres metros en algún caso) con los que reinterpreta cuadros clásicos de Jan Brueghel o Téniers. En ellos Ydáñez ha vaciado la escena hasta dejar sólo el entono natural, por el que pasea solitario un caballo. Un animal es también el protagonista del cuadro que nos recibe en la entrada del Museo. Titulado Las cenizas del ruiseñor, evoca una urna cineraria de la colección, que una dama encargó para dar gloriosa sepultura a un pájaro que amó mucho. Un caballo, un periquito (que vivo en el lienzo, recuerda al ruiseñor muerto en la urna), son animales domésticos que nos acompañan en el tránsito terrestre y tras nuestra desaparición individual, parecen perdurar en los ejemplares repetidos de su especie.

Hay otro grupo de obras que me han llamado poderosamente la atención. Ydáñez lleva años coleccionado estuches de cubiertos y vajillas del siglo XIX. Con las piezas alineadas en su lugar, el artista interviene la tapa abierta con escenas o retratos. Encontrar la brutalidad de un Desastre de la Guerra de Goya sobre un juego de cuchillo y tenedor de plata ennegrecida, o la cabeza devota de un Francisco de Asís (cuyo original de Mateo Cerezo está al lado) decorando la tapa de unos pocillos para azúcar y mermelada, es una impresión imborrable. Aquí es donde el dispositivo de reinterpretación alcanza su velocidad de crucero: todas las imágenes del pasado pueden ser trituradas y convertidas en otra cosa. Esta operación, que tiene algo o mucho de irrespetuosa es, sin embargo, más acorde y compasiva con las obras antiguas que el tratamiento aséptico y científico al que la museografía nos tiene acostumbrados. Hay muchas otras obras del artista en el Lázaro: sus retratos entre los retratos habituales, algunos lienzos copiados y apoyados en el suelo (esto no me gustó, es demasiado fácil) o el maravilloso pájaro trinando en amarillo desde la cruz de una casulla.

En definitiva, es una magnífica ocasión para ver el Lázaro Galdiano, y dentro de él otro Museo, hecho de ecos, reflejos y cantos.