Image: Dominik Lang, jaque mate

Image: Dominik Lang, jaque mate

Arte

Dominik Lang, jaque mate

Difficulties of the Chess Composer

8 enero, 2016 01:00

Dominik Lang: Difficulties of the Chess Composer

Galería Elba Benítez. San Lorenzo, 11. Madrid. Hasta el 31 de enero. De 2.000 a 65.000€

En 1996 Jirí Lang moría. Su obra sólo era conocida por unos pocos a pesar de que al comienzo de su carrera había tenido cierto éxito. Sin embargo, muy pronto, demasiado, su carrera se truncó. De repente la Historia con mayúscula interrumpió el ritmo de esas otras historias que se prefieren olvidar, como había sucedido con la suya. Una historia que se guardaba, acumulando polvo, en un estudio abarrotado de esculturas y moldes en el sótano de un edificio barroco en Praga. Eran esculturas figurativas pero tenían cierto aire vanguardista que escapaba a la rigidez del estilo que el nuevo régimen comunista, salido de la II Guerra Mundial, impuso como oficial: el realismo socialista. No obstante, Jirí Lang no se rindió a la presión de esta oficialidad que le excluía y su obra quedó reunida en ese estudio que se convirtió en un museo de sí mismo.

Era un museo que su hijo Dominik Lang (Praga, 1980) recorría, como si fuera un juego, o puede que con un cuidado reverencial, procurando no tropezarse cuando era pequeño, mucho antes de decidir convertirse él mismo en artista y dar nueva vida a esas esculturas que habitaban sus recuerdos, la memoria de su padre, fallecido demasiado temprano como para enfrentarse a él y debatir lo que cada uno pensaba como arte. Las obras del padre esperaban en el estudio y Dominik Lang las sacó de él para que formaran parte de sus instalaciones, como aquella, entre melancólica y siniestra por lo que tenía de ruina y de teatro, que hizo en la Bienal de Venecia de 2011, o en la que presenta ahora en Elba Benítez titulada Difficulties of the Chess Composer, en la que es su primera individual en Madrid.

Esta instalación ocupa las dos salas principales de la galería y las transforma en un tablero de ajedrez partido e incompleto, por terminar o por acabar de destruir, en el que los escaques no cubren todo el suelo y el espectador se siente un peón más, tan extraño como esas otras piezas que recuerdan a flamencos y se acurrucan en uno de los rincones amenazados por una bola gigante. Si en Alicia en el País de las Maravillas eran mazos de un perverso juego de croquet, aquí se convierten en bolos. Uno de ellos, quizás el original, el que fue hecho por el padre, sea el que muestra sus heridas, dejando al descubierto su esqueleto de metal entre la fragilidad de su carne de escayola.

Sin embargo, la batalla ha finalizado, aunque no se sabe quién es el vencido en el jaque mate que dibujan las otras esculturas sobre el tablero, porque no se distinguen las blancas de las negras. Son figuras rotas, fragmentadas, a medio hacer o recién hechas, suyas y del padre, a veces ligeramente alteradas, colocadas sobre muebles encontrados, que, atrapadas en esa jugada, parecen estar a la espera de que el juego vuelva a comenzar, de que algo suceda. Como esa niña de yeso que desde la ventana del pasillo mira a una paloma que va a alzar el vuelo en el patio, rompiendo las fronteras entre dentro y fuera, o el perro que en la entrada aguarda paciente a su dueño, un fantasma que nunca saldrá de la galería. Porque sobre fantasmas, los de la memoria, las pequeñas historias y la gran Historia, trata la exposición.