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Arte

Los bodegones perdidos de Velázquez

Ésta es la desolada suerte de los bodegones pintados por Velázquez, escondidos, olvidados, abandonados en muchos de sus cuadros. El bodegón, de por sí un género humilde, se hace más humilde todavía, se refugia en un rincón, sirve de atrezzo

6 junio, 1999 02:00

Están perdidas las cosas que buscamos sin éxito. Y reduplicativamente perdidas aquellas que ni siquiera buscamos. Ésta es la desolada suerte de los bodegones pintados por Velázquez, escondidos, olvidados, abandonados en muchos de sus cuadros. El bodegón, de por sí un género humilde, se hace más humilde todavía, se refugia en un rincón, sirve de atrezzo para la escena principal, se camufla entre los pliegues de un manto. ¿Qué hacen ahí esos enseres y cacharros, mágicos vestigios de una cotidianidad desportillada? Su presencia callada es un reclamo de serenidad. Nada ocupa el espacio con tanta compostura como una jarra. ¡Qué cosa más notable que exista un vaso, ese alado habitante del espacio, en vez de no existir! ¡Cómo florece inesperadamente un huevo en la sartén! Y el almirez tañe y retañe la luz como un villancico.

El bodegón es un retrato de las cosas. El arte occidental, engarlitado en abstracciones y platonismos, tardó siglos en valorar esas formas maravillosas y discretas que emergen desde dentro. ¿Quién querría contemplar sobre el lienzo lo que ya veía y usaba y fregaba y comía todos los días? Jarras, platos, frutas, vasos daban poco de sí, apenas una mirada distraída resbalando por sus superficies ásperas o satinadas. Con trágica frecuencia el uso es la carcoma que destruye toda la belleza.

El bodegón nos libra de esa mirada degradadora, displicente, aniquiladora, apresurada, que no encuentra nada digno de ser atendido. Disfruto apaciblemente con la presencia aplomada de los objetos, con su humilde prestancia. Me da lo mismo contemplarlos en un cuadro que en un relato. Releo un delicioso texto del padre Isla, en el que describe la morada de Antón Zotes, el padre de Gerundio: “En la pared del portal que hacía frente a la puerta había una especie de aparador o estante, que se llamaba vasar en el vocabulario del país, donde se presentaba, desde luego, a los que entraban toda la vajilla de la casa: doce platos, otras tantas escudillas, tres fuentes grandes, todas de Talavera de la Reina, y en medio dos jarros de vidrio con sus cenefas azules hacia el brocal, y sus asas a picos o a dentellones como crestas de gallo”. Delicioso retrato.

La realidad resplandece bajo una mirada cuidadosa y amante. Veo el cántaro orondo del aguador, con sus perlitas rezumadas, y pienso en el verso de Rilke: “Tu cántaro soy yo, ¿y cuando me rompa?”. Veo la donosa jarra, y recuerdo el poema de Pombo: “¡Te rogamos Señor que la jarra contenga el agua!”. Cuenta el beato Raimundo de Capua, en la primera biografía de San Francisco de Asís, que el santo no permitía que de noche se apagaran las candelas, para que siguiera brillando la belleza de la realidad. El bodegón es un género franciscano, y nos presenta con gran cortesía a la hermana flor, las hermanas frutas, la hermana escudilla.

Velázquez ha colocado discretamente sus discretos retratos en sus cuadros, como si no quisiera ofender su natural pudor. Parece que hubieran entrado en ellos de puntillas. En estas páginas vamos a devolverles el protagonismo que merecen.