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En el comedor de Asador Etxebarri, las brasas se convierten en lenguaje universal. Uno que, a pesar de su vínculo tardío con España, domina Mohamed Benabdallah quien capitanea la sala y llena las copas con sabiduría y elocuencia.

Argentino en acento, suizo en crianza y argelino de nacimiento, este hombre de caminos cruzados ha sido nombrado Mejor Sumiller del Mundo 2025. Su currículo impresiona, así como la destreza con la que saca vinos de su bodega.

Pero, y de puertas para afuera, ¿qué bebe él cuando nadie lo observa, cuando la copa deja de ser una herramienta de trabajo y se convierte en refugio íntimo? De confesiones va la cosa en la última entrevista que le realiza la clasificación que lo ha encumbrado en lo más alto de la sumillería.

En público, según confiesa a The World's 50 Best Restaurants, Benabdallah se mueve entre etiquetas legendarias: un Keller Dalsheimer Hubacker Riesling GT para celebrar, un Mugneret-Gibourg Echezeaux Grand Cru para seducir con suavidad, o un Vega Sicilia Único 1966. Botellas que marcan la diferencia entre lo exclusivo y lo inalcanzable, vinos que cuentan historias tanto como embriagan.

Pero el verdadero secreto está lejos del escaparate. Cuando nadie lo ve, Benabdallah no descorcha reliquias de subasta ni guarda la copa como si fuera una pieza de museo. Su placer oculto es mucho más sencillo y, por ello, más humano.

El placer 'confesable' de un sumiller

Si tiene que quedarse con alguno, se trata de un Bourgogne Aligoté La Corvée de Bully de Domaine Nicolas Faure. No un grand cru, no un unicornio enológico, sino un vino de segunda fila en el mapa borgoñón, trabajado con la paciencia de quien acaricia la tierra más que dominarla.

“Es el único vino del que me bebo una botella entera”, confiesa. Un gesto de debilidad que lo humaniza: incluso el mejor sumiller del mundo tiene un rincón íntimo donde beber sin pensar en maridajes, clientes o catas comparativas.

Bourgogne Aligoté La Corvée de Bully de Domaine Nicolas Faure.

El Aligoté de Faure es su guilty pleasure, su rincón secreto. Allí no hay exigencia de sorprender a un comensal habitual de Etxebarri, ni la presión de servir un vino “imposible de conseguir”. Allí está solo él, su copa y un vino que bebe con la devoción de quien recuerda que la sencillez puede ser tan gloriosa como un gran reserva.

Ese contraste —entre los grandes vinos que ofrece al mundo y el humilde aligoté que guarda para sí— define a Mohamed Benabdallah mejor que cualquier trofeo. Viajar, escuchar, no dar nada por sentado: esa ha sido su formación, y también su manera de beber.

“Yo lo pruebo todo”, dice, y es literal. La curiosidad lo guía, pero en su soledad elige siempre lo mismo: un vino sincero, trabajado con las manos, que le recuerda por qué se enamoró de este oficio una lejana tarde de verano en el sur de España.

Quizás esa sea la verdadera lección del mejor sumiller del mundo: que la grandeza no siempre está en lo más caro ni en lo más raro, sino en lo que somos capaces de beber cuando nadie nos mira.