Pedro Sánchez comparece en el Senado.

Pedro Sánchez comparece en el Senado. EFE

¿Le consta, señor presidente?

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¿Le consta que en el proceso interno del Partido Socialista Obrero Español, cuando fue elegido secretario general, emergieron grabaciones de la Unidad Central Operativa (UCO) que describen instrucciones para "introducir papeletas sin que se viera a nadie"?. Las voces filtradas al juez registran un clima de maniobra opaca dirigida por el entorno de los entonces secretarios de organización Santos Cerdán y Koldo García, cuya relevancia en la estructura interna del partido dificultó que el control se ejerciera con limpieza.

¿Le consta que cuando dispuso que la cartera de Transportes la gestionara José Luis Ábalos, el ministerio albergó contratos, concesiones y favores que hoy ocupan expedientes judiciales: adjudicaciones de empresas cercanas al partido, pagos cuyo origen exige peritaje y ciudadanos que preguntan si los recursos públicos se repartieron con criterios políticos o estrictamente técnicos?.

¿Le consta que el muy socialista y feminista Ábalos y sus compinches destinaron recursos públicos para el pago de prostitutas? ¿Le consta acaso alguna crítica especialmente feroz de las muy feministas Yolanda Caos Díaz, Irene Montero, (Matrona de los Violadores), o de algunas de las llamadas feminazis que inundan el solar patrio?

Seguro que le consta que si estos comportamientos los hubiera protagonizado algún dirigente popular, la izquierda política y mediática y la llamada izquierda cultural no hubiera sido tan cómplice, tan silenciosa con usted.

¿Le consta que el aparato de instituciones —desde la presidencia del gobierno pasando por el Tribunal Constitucional, Correos, Fiscalía General del Estado, Renfe, CIS, Indra, Telefónica y un largo etcétera— pareció experimentar una sutil transformación: de servicio público a instrumento de partido?

En ese tránsito, el uso de los canales oficiales mediáticos fue central y especialmente dramático, por mucho que Fortes haya escondido su camiseta negra. La RTVE ha sido cuestionada por la oposición y por organismos independientes por el trato informativo recibido y por la aparente subordinación al discurso gubernamental.

¿Le consta que mientras esas piezas se movían en el tablero, la ética del poder se erosionaba? El poder interiorizado, invisible, tomaba forma en contratos que no se explican, en donantes que no aparecen, en empresas que repiten adjudicaciones. El partido que decía representar la justicia social parece haber olvidado, en muchos tramos, que la igualdad y la transparencia no son opciones sino deberes.

¿Le consta que la política nacional se ha vuelto un escenario de silencios e interrupciones programadas: dimisiones que llegan cuando ya ha corrido el daño, excusas que suenan a guión, promesas que se olvidan en despachos? Y en ese escenario, el gran escenario, el presidente actúa no ya como dirigente elegido sino como árbitro de su propia continuidad, como si la legitimidad residiera menos en el voto que en la maquinaria que organiza el voto, menos en la voluntad ciudadana que en la estructura que la mediatiza.

Seguro que le consta que exigir responsabilidades políticas se ha vuelto una costumbre relegada al mármol de los parlamentos, mientras el verdadero poder reside en las conexiones tras bambalinas: quién decide los contratos, quién calibró las candidaturas, quién permite que los gastos fluyan sin transparencia. Y cuando esas conexiones se invisibilizan, el ciudadano deja de reconocer que su voz importa y empieza a pensar que lo único que importa es el mecanismo que la reproduce.

Seguro que le consta que, al final, lo que queda no es solo un conjunto de prácticas corruptas o dudosas, sino la degradación del espíritu público. Porque la política no es solo gestión de lo público: es cultura, es ejemplaridad, es pacto tácito entre gobernantes y gobernados. Y cuando ese pacto se quiebra, la democracia se convierte en un espejo roto en el que todos nos miramos sin ver nuestro reflejo.

Seguro que le consta que en su figura, la de un demacrado Pedro Sánchez, tejida por victorias internas, por alianzas tácticas, por una constante megafonía política, se atisba la silueta de un autócrata: no de esos que imponen golpes de estado, sino de esos que moldean el sistema hasta hacer que parezca que la corrupción es solo otro trámite rutinario, casi invisible. Y en ese moldeado, la verdadera amenaza no reside tanto en las leyes que se violan sino en la convención que se sustituye: ya no se estira la cuerda de la legalidad, sino que se afloja la cuerda del consentimiento.

Y así, mientras las instituciones que debían custodiar el bien común parecen obedecer al principio del partido, y no al principio del ciudadano, cabe preguntarse si lo que hemos construido no es la doble cara de una farsa: una democracia con apariencia, sin sustancia; una justicia con marionetas; un poder que se alimenta de la indiferencia tanto como del silencio. Un gobierno en el que la corrupción es la medida y sostén de su poder.

Que conste, presidente.