A pesar de que los últimos sondeos estimaron una ajustada victoria del líder de la oposición, el socialdemócrata Kemal Kiliçdaroglu, las elecciones presidenciales de Turquía han dado la victoria con el 49% de los votos al actual presidente, Recep Tayyip Erdogan.

No se puede obviar, sin embargo, que la oposición ha cuestionado los resultados desde el primer minuto, por lo que habrá que esperar para certificar si los datos son plenamente fiables. En cualquier caso, en lo que toca a las elecciones parlamentarias, la ventaja del partido de Erdogan en el Congreso y Senado sí parece mucho menos discutible.

Sea como fuere, en lo que no fallaron las encuestas fue en su pronóstico de que los comicios presidenciales y parlamentarios turcos de 2023 serían los más reñidos de los últimos años. La coalición derechista de Erdogan no le ha sacado mucha ventaja a Kiliçdaroglu, que, habiendo aglutinado a los principales partidos de la oposición en una sola  candidatura ha logrado forzar una segunda vuelta, al no haber conseguido el presidente la mayoría absoluta para evitar la segunda ronda. 

En un país donde el voto es obligatorio, los porcentajes de participación han sido siempre muy elevados. Pero estas elecciones han registrado un récord de asistencia a las urnas, con un 90% de participación.

Esto es un indicativo de la gran importancia que le han concedido los turcos a las que serán sin duda las elecciones más determinantes a nivel mundial este año. Ante todo, porque si dentro de dos semanas Erdogan pierde el poder después de veinte años, lo esperable es que Kiliçdaroglu dé un vuelco a la política exterior turca.

A la vista de la ambivalente posición adoptada por el presidente turco en la guerra de Ucrania, y de la deriva antioccidental del país en los últimos años, la victoria de la oposición se aparece como el resultado más deseable. Porque supondría un regreso a una diplomacia más aperturista y conciliadora con la OTAN (de la que Turquía es miembro) y con la Unión Europea (a la cual Turquía es candidata).

Pero estas elecciones brindan también una oportunidad para un profundo cambio a nivel interno. Porque la coalición encabezada por Kiliçdaroglu encarna el ideal de lacisimo, europeísmo y progresismo que un día Erdogan representó, antes de arrastrar al país a una degradación autoritaria, islamista y ultranacionalista.

El sospechoso intento de golpe de Estado de julio de 2016 contra él le brindó al presidente turco la oportunidad para acopiar poderes ejecutivos y competencias legislativas en un liderazgo crecientemente personalista. Lo hizo en 2017 mediante un cambio constitucional que transformó el sistema parlamentario semipresidencialista en uno presidencialista. Y que le permitió sumarse a la cada vez más larga lista de hombres fuertes que pervierten los procedimientos democráticos para perpetuarse en el poder.

Desde entonces, su gobierno no ha dejado de socavar la neutralidad de los órganos económicos y judiciales independientes, de extender su influencia sobre los medios de comunicación y de recurrir a la intimidación de opositores.

De ahí la ilusión popular que ha levantado el compromiso de la oposición de mejorar la situación de los derechos humanos, y de revertir el destrozo institucional, la concentración del poder y el deterioro de la libertad de expresión, así como una política económica inflacionaria y ruinosa.

No obstante, ha sido imposible despejar de la jornada de votación de ayer las sospechas de irregularidades y fraudes. Ayer se sucedieron las denuncias a los representantes electorales de AKP de estar obstaculizando el recuento para retrasar los resultados finales. Y, con esas acusaciones, el socialdemócrata CHP, principal partido de la oposición, ya se ha autoproclamado vencedor.

Lo cierto es que los observadores internacionales han considerado el proceso electoral en Turquía bajo los mandatos de Erdogan como "limpio pero injusto".

Es decir, que aunque las elecciones pueden considerarse libres y difíciles de manipular, la oposición no goza de las mismas oportunidades que el AKP del presidente. En este régimen híbrido (o autocracia electoral), los comicios y el sistema multipartidista conviven con una competición electoral desigual. 

Porque, gracias al desmantelamiento del equilibrio de poderes y de los frenos constitucionales, el partido gobernante ha podido limitar y entorpecer la participación de sus rivales. Y mediante el acceso privilegiado a los recursos financieros del Estado y la injerencia en los medios de comunicación, Erdogan ha podido cuajar unas redes clientelares para amarrar el poder frente a sus contendientes.

Unas redes de conchabe y corrupción que, cabe recordar, fueron señaladas como corresponsables del enorme número de muertes tras el devastador terremoto del pasado febrero, al haber amparado adjudicaciones sin trasparencia de proyectos de construcción que no cumplían con la normativa de prevención de seísmos.

En cualquier caso, en la segunda vuelta el próximo 28 de mayo se resolverá esta competición electoral bipolar, en la que lo que se dirime no es meramente un cambio de gobierno, sino también de régimen. Turquía aún está a tiempo de dotarse de una alternativa política integral que reestablezca el equilibrio de poderes, el imperio de la ley y el respeto a los derechos civiles.