La cara de la Macarena ha abierto la caja de los truenos.

La cara de la Macarena ha abierto la caja de los truenos.

Columnas DESÓRDENES

La Virgen está rara

El ojo de La Macarena no sigue ya el mismo curso. Te mira y tú notas como que le das un poco igual.

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Cuando amanecía en los domingos de mi primera juventud con esas resaquillas iniciáticas del verano en casa de mi familia, en Málaga, siempre escuchaba a mi padre zascandilear por el pasillo y preguntar en voz alta, con sorna, a quien quisiera escucharle: "¿A qué hora llegó anoche La Macarena?".

En el fondo sólo lo hacía para que lo oyera yo.

Yo de aquella no sabía quién era La Macarena ni me importaba, yo de aquella estaba en otra. Preocupada por las palabras y en guerra contra las imágenes, interesada en las pecas del muchacho más raro del curso, en un tiempo derrapante y sin liturgias, yendo en moto a alguna parte.

Incómoda con el orden convencional de las cosas. Planeando un pendiente secreto en el lóbulo. Leyendo sobre Durruti, anticlerical perdía. Pintándome los ojos muy oscuros en el espejo del ascensor.

Fantasiosa, insolente, irónica: sintiéndome distinta, como todas las niñas del mundo, con los pensamientos color marfil apretando como muelas dolorosas. Necesitábamos algo que contarnos.

Una siempre ha estado un poco enfadada sin saber bien con quién. Una siempre ha tenido hambre de no sé qué cosa. Eso también me pasa ahora.

Pero en fin. Resultó que La Macarena era yo, o eso me contó la Rosa Mari, mi madre, en la cocina, una mañana pelando una naranja. "Tu padre lo dice porque es una Virgen que se recoge de madrugada en la Semana Santa de Sevilla, no sé yo si de las últimas que se acuesta, pero por ahí anda".

Pues vaya.

Es verdad que mi pobre padre también me cantaba "esta niña viene tarde, no tiene novio ni ná", esa coplilla de Las Carlotas, para ver si yo empezaba a cazar indirectas. Jajá.

No he vuelto a pensar en ella, en La Macarena, hasta prácticamente ahora que esa mujer y yo somos otras. Yo me he vuelto más costumbrista y más mística, más adepta al misterio de las cosillas locales (ya leí a San Juan de la Cruz y a Santa Teresa de Jesús).

Y ella... no sé qué decirte.

Ella está rara, pero quién no.

Sevilla ha levantado tremenda polvareda por su restauración, y con razón. Cuatro gatas calvas han decidido tratar, en cuatro días de chapuza, como a un burdo maniquí lo que es obra de arte y símbolo. Esto no es sólo una cara. Es un monumento cosidito a significados. A leyendas. A rituales. A penitas, a locos amores.

El alma es tan pequeña que cabe en una cara. 

En esa cara acampan las abuelas con promesas y los niños maricas que sueñan con vestir a las vírgenes de noche, cuando los carcas no les miran.

En esa cara cabe un mapa de agujas, una plaza de toros, un jardín de azucenas, una navaja en el pecho.

No hay ningún lugar en el mundo en el que pasen tantas cosas como en una cara.

A mí me conmueve verlas cambiar sin rendirse. Es decir, sin fingirse más jóvenes que hace un rato, sin performar que vuelven atrás en el tiempo. ¡Pero si lo que había allí ya lo aprendieron!

Lo que le ha pasado a la Macarena es muy del signo de la época. Embellecer cualquier cosa que pillemos tomando como eje el canon polioperado y triturando la vieja belleza, la belleza gastada por el trasiego de la vida y sus fatiguitas varias, la belleza solemne, larga y oscura, asimétrica y profunda, la belleza desconchada por las miradas del mundo.

La belleza de puerta grande o enfermería. 

La belleza de balneario derruido frente al mar. 

La belleza roída de ratones coloraos

La belleza donde todo parece sencillo pero es muy complicado. 

La belleza fulgurantemente sucia.

Virgen de la Esperanza Macarena.

Virgen de la Esperanza Macarena.

Me lo dijo una vez Santiago Alba Rico. Lo bello también es bello porque ha resistido. Y lo escribió Chantal Maillard: "¡Me atrevo a creer en las ruinas!".

Pero la Virgen ha pasado por boxes y ha salido con toda la cara de otra. Ha perdido su hollín, su cosa gitana y flamenca, su sombra doliente, con lo que a mí me gustaba su nariz empolvada de añitos malos y fe. 

El ojo no sigue ya el mismo curso. Te mira y tú notas como que le das un poco igual.

Por no hablar de las pestañas con las que la sacaron el primer día. De nuevo era yo, jugando a ser drag antes de un festival, pidiéndole a la chica del Lashes&Go que me calce un 3D para abanicar a los amigos parpadeando.

¿Se puede hacer una carnicería de la devoción? ¿Se puede descuartizar un amor loco? 

Yo quiero la cara que amaban las viejas.

Defenderé con todo mi cuerpo la pataleta de las calles, que no reconocen a su niña, que es también su madre. ¿Habrá cosa más grande que retener un gesto en la memoria sentimental?

Esto nos hace divertidos, pasionales, enfermizos, distintos. Esto nos diferencia de las bestias.

Me gusta que protejamos nuestro patrimonio como a nuestra auténtica Salvadora.

Lo que hemos aprendido con la Virgen de la Macarena y todo el lío que trae la chiquilla es que uno no quiere encontrar en el otro una cara más linda ni más joven, sino llanamente la cara que conoce y que adora, la cara familiar que le da paz y calor.

¿Nos acordaremos de esto cuando nos volvamos chaladas del todo con las cirugías?

Dice mi amiga Paloma que una cara que cambia es como una traición. Me pareció una idea bella y arrebatada. Pero, ¿no es que nos traiciona todo, constantemente, no es que todo cambia sin mirarnos; no es que nos lleva en volandas el remolino de las hermosuras nuevas y las arquitecturas que no sangran?

Estamos ya tan huérfanos, estamos tan líquidos. 

Así es siempre. Es así, hasta que el mundo explote.