Donald Trump en un reciente acto de campaña en Erie (Pensilvania).

Donald Trump en un reciente acto de campaña en Erie (Pensilvania). Reuters

EEUU

Trump, el indestructible: por qué la mitad del país sigue apoyándole pese a tener tres imputaciones

Da igual lo que haga o lo que diga, el expresidente de Estados Unidos sale siempre ileso de cualquier polémica. A veces, incluso reforzado.

3 agosto, 2023 03:07

"Podría disparar a alguien en plena Quinta Avenida y toda esa gente seguiría votándome". Por mucho que se repitan, estas palabras de 2016 del entonces candidato Donald Trump no dejan de estar vigentes. De hecho, siguen siendo el mejor resumen del fenómeno al que da nombre: el trumpismoDa igual lo que haga, da igual lo que lo que diga; su figura se alarga más allá de cualquier polémica y consigue salir siempre inmune de cualquier escándalo, sea sexual, económico o político, judicial o mediático, inventado o real como la vida misma.

A lo largo de los últimos meses, Trump ha tenido que enfrentarse a una acusación por utilizar fondos de su campaña para silenciar a la actriz porno Stormy Daniels y a una imputación por mantener intencionadamente documentos secretos acumulados durante su presidencia en su casa de Mar-A-Lago (Florida). Este martes, se confirmó una tercera acusación: un Gran Jurado de Washington le ha imputado por sus intentos de anular los resultados de las elecciones presidenciales de 2020, que derivaron en el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. 

En rigor, las tres imputaciones ejemplifican todo lo que debería rechazar cualquier votante, especialmente un republicano: afectan al plano moral de las relaciones extramaritales, ponen en riesgo la seguridad del Estado, muestran un apetito desmedido por el sexo y un mínimo aprecio por la legalidad, el orden constitucional y todo aquello en lo que se basa la democracia estadounidense. Trump debería ser todo lo que los republicanos odian… y sin embargo, siguen adorándole.

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Aceptado como candidato en 2016 contra todo pronóstico y de nuevo en 2020 gracias a sus cuatro años en la Casa Blanca, todo hace pensar que, en 2024, a sus 78 años, Trump repetirá como cabeza del ticket electoral del Grand Old Party. De hecho, las últimas encuestas le dan un apoyo del 50% frente al 16% que obtiene su principal rival republicano, el gobernador de Florida, Ron DeSantis. Ningún otro candidato supera el 3% de los votos, en lo que prometen ser unas primarias muy cortas y muy poco reñidas.

Entre expectativa y fanatismo

En cualquier otro tiempo, un candidato que fuera acusado de cualquiera de los cargos que tendrá que afrontar Trump en el próximo año habría quedado fuera de la carrera electoral. Es lo que se conoce como un "candidato inviable": aunque consiguiera convencer a los suyos de que es el idóneo para competir en las presidenciales, el sentido común de los votantes de centro impediría su elección en noviembre.

Una munición policial causa una explosión frente al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021.

Una munición policial causa una explosión frente al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021. Reuters

Sin embargo, Trump no sólo sigue estando a la altura en las comparaciones demoscópicas con los demócratas, sino que, según The New York Times, diario de cabecera de la progresía estadounidense, ahora mismo, en plena ebullición de sus escándalos, empataría con el presidente demócrata Joe Biden en porcentaje de voto. Un empate que muy probablemente le daría a los republicanos el triunfo en el colegio electoral, pues ya consiguieron imponerse en 2000 y en 2016 pese a perder holgadamente el voto popular.

¿Qué hace diferente a Trump? De entrada, las expectativas. Nadie espera de Trump un comportamiento correcto. No presume de ello. Es un hombre que lleva cuatro décadas ocupando portadas gracias a sus tejemanejes, sus negocios no del todo claros y su sorprendente capacidad para reinventarse a sí mismo, incluso como estrella de la telerrealidad. Se ha casado y se ha divorciado varias veces. Nunca ha hecho de la religión un campo de batalla. Su ego y sus excesos son de todos conocidos. Es incorregible, en definitiva, como se dice de un travieso niño de doce años.

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Aparte, el fanatismo. Lo que hay alrededor de Trump no es un electorado, sino una secta. Una secta nutrida desde hace décadas por los falsos mensajes que se han enviado desde determinados programas de radio, determinados podcasts y determinadas emisoras de televisión, destacando, por supuesto, la FOX News, cuyos propios pleitos pueden costarle miles de millones al magnate Rupert Murdoch por difundir mentiras a sabiendas. Todo eso ha creado un caldo de cultivo para el agravio y el odio, y una justificación para el movimiento de las milicias, la homofobia, el racismo y la toma del poder a cualquier precio, como se vio en el intento de golpe de Estado del 6 de enero de 2021.

América en guerra

La derecha más radical lleva años prácticamente desde que Bill Clinton ganó las elecciones de 1992 repitiendo que Estados Unidos está al borde de una guerra civil. Puede ser. Lo que no están claros son los bandos. Esto no es 1861, el país no está en pañales y la esclavitud no existe. Ni siquiera se puede decir que el odio entre progresistas y conservadores sea recíproco. No hay un Steve Bannon de la izquierda, ni un Alex Jones, ni un Tucker Carlson. Y, sin embargo, ese convencimiento de que hay una brecha social cada vez se hace más extensa, para beneficio de Trump: si el país está en guerra, los "nuestros" no pueden ser juzgados, ni mucho menos condenados.

Lo que nos lleva a la pregunta: ¿hasta qué punto es Trump un fanático como Bannon, Jones o Carlson y hasta qué punto se limita a beneficiarse de su fanatismo? La respuesta es compleja. Trump no es un hombre del pueblo, no es un tipo con raíces en el cinturón del óxido, no es descendiente de misionarios en el cinturón de la Biblia, no es siquiera un magnate del petróleo de Texas. Trump es Nueva York. Trump es la costa este. Y en buena parte ahí está la clave de su éxito: las clases medias educadas no lo ven como un enemigo, no se acaban de creer que sea tan malo como lo pintan, prefieren jugar a asomarse al abismo y a coquetear con el huracán convencidos de que no se llevará todo por delante. Que, al final, reculará.

Por supuesto, el grueso de los votantes de Trump son blancos, de bajos ingresos y de escasa educación formal. El tipo de gente que cree en todo tipo de conspiraciones y para la que cualquier condena a su líder no es más que otra más de las mentiras de los poderosos, sean estos del Club Bilderberg, amigos de Soros, o peligrosos globalistas que quieren ahogar a la verdadera América. Ahora bien, eso no lo explica todo. Hay una América moderada que también vota por Trump y a la que las condenas y los juicios, se ve, no le afecta en absoluto: la América que se cree más pilla, la América que se quedó en Wall Street y Gordon Gekko y la América que realmente cree que sus negocios irán mejor con un empresario en la Casa Blanca.

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A estos votantes, el plano moral les es indiferente. Quieren resultados y están convencidos de que los tendrán. ¿Quién les ha convencido? El propio Trump, por supuesto, y todo el circo mediático a su alrededor. Los que elogian sus éxitos obviando sus enormes fracasos y los que inciden en la cultura del superlativo por la cual Trump siempre, en todo caso, es el que más y el mejor. Da igual de lo que se hable. Un hombre empeñado en hacer historia en cada movimiento.

El mesías americano

Trump es el máximo representante de una sociedad del exceso. Todo es excesivo en él, pero es que todo es excesivo en Estados Unidos. Ray Loriga escribió en una ocasión que una estrella podía ser tanto aquel cuyo nombre repetían un millón de personas como aquel a quien tenía una sola persona repitiéndolo un millón de veces. En este caso, esa persona es Trump. Contra toda evidencia objetiva perdió el voto popular en 2016 y fue el primer presidente en perder unas elecciones desde George H. Bush en 2020, ha sabido venderse como un vencedor. Algo más, un mesías.

El abogado especial de Estados Unidos, Jack Smith, este martes en Washington.

El abogado especial de Estados Unidos, Jack Smith, este martes en Washington. Reuters

Y a un mesías no se le piden cuentas. Se le sigue o no, pero si se le sigue, se hace hasta el final y sin dudas. Sabemos de Trump que es un dictador en potencia. Más allá de ideologías o de decisiones concretas, hablamos de un hombre que no respeta las reglas del juego. Intuimos, por lo tanto, que, de concederle el poder presidencial otros cuatro años, probablemente se dedique a terminar el trabajo que inició en 2016 y se vio interrumpido en 2020: el fin de la etapa constitucional estadounidense y el inicio de otra cosa, desconocida en el país de la libertad y las oportunidades.

Eso debería bastar, más allá de los dictámenes judiciales, para alejarle del poder. Y, sin embargo, cada vez está más cerca. Tal vez, Estados Unidos haya llegado a ese momento en el que el suicidio llega a parecer una buena opción. Un imperio que decide inmolarse de buenas a primeras. Lo sabremos en quince meses, pero la victoria de Trump no así la de De Santis ni la de ningún otro candidato republicano supondría la victoria de la paranoia, la conspiración, la ignorancia y el desprecio a la inteligencia. La victoria de las milicias, los predicadores y los fanáticos.

La victoria del odio, en definitiva, pero es que el odio es el tema de nuestro tiempo. Trump, con buenos maestros como el citado Bannon, ha conseguido pastorearlo como nadie. Ahora, solo queda que el rebaño llegue a la meta. De lo contrario, no debería caber duda, volverá a intentarlo a la fuerza. Y el resto del país el resto del mundo, de hecho seguirá andándose con eufemismos.