Los occidentales estamos pasando por ese momento en el que una cultura ve morir a sus dioses. La gente no advierte hasta qué punto la vida se torna extraña cuando mueren los dioses. Y mientras no aparecen otras divinidades, u otras ideas, u otros deseos, se experimenta una especie de vacío general. Se pasa de la dimensión de las esencias a la dimensión de los fetiches. Desaparecen las grandes ideas pero hay ordenadores. La sociedad retorna a la infancia: se instaura el reino de los juguetes. Existir se convierte en sinónimo de consumir y podrían hacer de nosotros cualquier cosa.

Tras el derrumbamiento del Rey y la Iglesia con la Revolución Francesa, el mundo laico pretendió instaurar tres divinidades: una procedía del cristianismo: la Fraternidad, y las otras dos de Grecia: la Libertad y la Igualdad. En la Edad de la Razón las ideas se convirtieron en diosas, si bien a la hora de la verdad nunca han reinado, ni en la Revolución Francesa ni en las otras, ni antes ni ahora, aunque hubo un tiempo en que brillaron como realidades teológicas.

La posibilidad de que vuelvan a brillar entre tantas humaredas tóxicas es muy remota teniendo en cuenta que nadie quiere pasar por esa desesperación general que permitiría el advenimiento, aunque sólo fuera simbólico, de la Fraternidad, la Igualdad y la Libertad.

Ulises anda deslizándose siempre por la cuerda resbaladiza del acontecimiento: improvisa porque no le queda otra salida

En este momento, estamos poniendo bastante empeño en ahogarnos a nosotros mismos siguiendo una pulsión de muerte cada vez más contundente. Nuevas fracturas se detectan en el tejido social, nuevos enfrentamientos se apuntan en el horizonte, y a veces parece próximo el reino de la oscuridad. Nada ni nadie nos va a librar de los acontecimientos, y Dios menos que nadie, como decía Hans Jonas al afirmar que Dios depuso su poder en Auschwitz. Por definición, un acontecimiento es algo inesperado y susceptible de provocar grandes efectos en la Historia. La muerte de los dioses sería todo un acontecimiento, muerte que en sus comienzos fue bastante inesperada.

Nuestros ancestros resolvían precariamente el problema del acontecimiento recurriendo justamente a los dioses, a Dios, a la Providencia. Un héroe griego se enfrentó a los dioses: Ulises, y les dijo algo parecido a lo que le dijo Hans Jonas a Dios. “¿Qué hacíais mientras ardía Troya? ¿Organizabais banquetes en las terrazas del Olimpo bajo la suave brisa de un eterno atardecer? Oh, qué bien, y mientras tanto yo haciendo caballos de Troya, y errando por el mar enfurecido del enfurecido Poseidón, a la vez que mi mujer hace y deshace un tapiz y en el patio de mi palacio se emborrachan los gerifaltes del peñasco en el que reino…”.

Todo en Ulises sigue la dialéctica del acontecimiento. Sus ideas, sus amores, sus peleas, sus fugas son puros acontecimientos que ni él mismo se espera. Ulises anda deslizándose siempre por la cuerda resbaladiza del acontecimiento. Improvisa, porque no le queda otra salida. En él se encarna la gran lección de los griegos, más que en otros personajes. Si no estás preparado para el acontecimiento, has de estar por lo menos preparado para hallar soluciones inesperadas en el corazón mismo de lo inesperado. Has de estar muy despierto, muy atento, muy ágil.

Si no te es permitido estar por encima de los acontecimientos y te ves en la sima misma del accidente, muévete como Odiseo y no olvides que, además de conducir a infiernos cada vez más oscuros, los accidentes de los que hablamos abren puertas, a veces inmensas, a las bondades del futuro. La estrategia de Ulises es la mejor para abordar la dimensión de la incertidumbre y puede que sea también la única.

Jesús Ferrero es poeta, ensayista y narrador. Su último libro es La posesión de la vida (Siruela, 2020).