Es el primer cervantista español. Francisco Rico lo sabía, pero le molestaba. Una tarde en la Academia, tras la comisión de cultura, mantuve con él y con Mario Vargas Llosa una larga conversación sobre la significación de Cervantes.

Francisco Rico, que era un sabio de verbo impertinente, terminó reconociendo a Vargas Llosa la profundidad y la calidad de los trabajos cervantistas de José Manuel Lucía Megías. Y las aportaciones que había hecho al conocimiento del nombre cumbre de la literatura en español. “Paco sangra por la herida –me dijo Vargas Llosa–, pero nos ha dado una lección: reconocer la obra de alguien que le ha basureado”.

Salta hoy a la punta de mi bolígrafo el nombre de José Manuel Lucía Megías porque acabo de leer su último libro. Es poesía que tiembla sobre la más avanzada vanguardia y que abre de par en par al niño, al adolescente y al hombre independiente. José Manuel Lucía Megías siente lo que, desde la libertad, afirma.

Espejo de la vida, ventalle de los cedros que aire soplan, el poeta despierta con sus versos al niño que lleva dentro hasta sentir su llanto más allá de los párpados del tiempo. Comparte con él los muros de la soledad y del miedo y llora lágrimas antes de derramarlas.

Tras la bruma de los años, ve al niño que fue y lo contempla con sus pantalones cortos todavía y el pelo esculpido. Escribe desde el silencio porque las palabras carecen de cicatrices.

El primer cervantista español ha publicado 'El hombre que yo amo' (Huerga), un libro de poesía que tiembla sobre la más avanzada vanguardia

Siente las manos familiares, prolongación de la azada que vuela sobre un campo de amapolas y que se pierde en la ceremonia diaria de las máscaras heredadas. Piensa que las preguntas son siempre las mismas, igual siempre las respuestas. Los gestos de la adolescencia posterior ensombrecen el amanecer en los lagos de la destrucción.

Sueña con aquel compañero que ponía en su pecho “un pequeño dolor de ignorante leopardo”. Y se duerme con la sonrisa multiplicada por los versos heridos de memoria, con la exactitud de la lente de un microscopio infantil, mientras llena de poemas las hojas temblorosas de los inexpertos cuadernos.

Camina José Manuel Lucía Megías por las rutas de Federico, de Cernuda, el del niño muerto, de Gil de Biedma, el de la ruina de la inteligencia, de Walt Whitman, de Luis Antonio de Villena, de Terenci Moix… y se adentra en su libro El hombre que yo amo (Huerga) con la descarga del amor oscuro, del erotismo desbordado, hielo abrasador, fuego helado, placer de la carne traspasada, templo de columnas a punto de ser derribado. “Que toda vida que se vive plena es vida para el escándalo”.

Siente el poeta las palabras liminares, el temor y el temblor de la lírica naciente, las caricias furtivas de las manos solitarias que se abren paso entre las trenzas boquiabiertas del deseo. Lee entonces los versos de sus autores preferidos en los callejones del asombro y los niega a veces en las avenidas de la indiferencia, mientras se clava “cilicios de vergüenza en las carnes blandas de nuestro miedo cotidiano”.

Violeta Parra se suicidó disparándose un tiro en la cabeza. No había cumplido los 50 años y Pablo Neruda, Dios mío, mi inolvidado siempre presente, Pablo Neruda, el que escribió “es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, dijo ante la muerte de Violeta: “No tuvo otra enfermedad que la tristeza”.

La cantante chilena, que perteneció al Partido Comunista, le proporcionó a José Manuel Lucía Megías el título del libro con el que ha rajado sus venas poéticas hasta la hemorragia: “Gracias a la vida que me ha dado tanto. Me dio dos luceros que cuando los abro perfecto distingo lo negro del blanco y en el alto cielo su fondo estrellado y, en las multitudes, al hombre que yo amo”. Gracias a la vida que le ha dado tanto al poeta, que le ha dado la risa y que le ha dado el llanto.