Con las ideas políticas de Pablo Iglesias se puede coincidir o se puede discrepar. Yo disiento de muchas de ellas. Pablo Iglesias aborrece las creencias religiosas, es agnóstico, es revolucionario, es republicano, es de ultraizquierda... Pobrecillo... con lo inteligente que es, lo buena persona que es, lo culto que es, lo razonador que es. Ciertamente, con sus ideas a cuestas, ha protagonizado uno de los mayores éxitos en la democracia. Tras una manifestación callejera, sumó en las elecciones de 2015 más de cinco millones de votos y 69 escaños.

A pesar de las descalificaciones a las que le sometió Pedro Sánchez, terminó instalándose en la vicepresidencia del Gobierno escoltado por cinco ministros de su partido. Abandonó su puesto para impedir el desastre en las autonómicas de Madrid. Tenía siete escaños y las encuestas serias le daban cero. Consiguió diez, con gran éxito, pero, derrotado Gabilondo por Isabel Díaz Ayuso en la presidencia de la Comunidad, decidió apartarse de la acción política directa y frenó las puertas giratorias.

Pudo pedir la embajada en Washington, la presidencia del Museo del Prado, la dirección de Correos, el control de Paradores... Pues no. Retornó a su trabajo anterior en la Universidad y en la televisión y puso en marcha en Lavapiés un bar al que bautizó con el nombre de un monárquico de izquierdas: Garibaldi. La militante del Partido Comunista Yolanda Díaz, que se lo debía todo, le traicionó de forma desalmada y se adhirió, sumisa, a Pedro Sánchez.

Pablo Iglesias acaba de publicar un libro, Enemigos íntimos, editado por Navona. En él dedica precisamente a Yolanda un capítulo demoledor. Sus errores –se lee en el libro– son las “consecuencias de una borrachera de vanidad que aún perdura”. La vicepresidenta traidora se “había subido a esa nube de narcisismo de la que no ha sabido bajar”.

Según Pablo Iglesias, en ella se ha normalizado “el mentir como estrategia y exhibir una hipocresía que llegó a ser esperpéntica”. No es capaz de dominar su superego ni de reírse de sí misma. Su inquina hacia Irene Montero es “evidente”, era “visceral”, producto de una envidia incontenible. Yolanda Díaz, a la que alguien llamó Yolanda Díaz Iscariote, se unió a la voluntad del sanchismo de “destruir a Podemos”.

Dedica a Yolanda Díaz un capítulo demoledor. Según Pablo Iglesias, en ella se ha normalizado “el mentir como estrategia”

Pablo Iglesias sabe que no va a ganar amigos con este libro. En él critica, desde la mesura y la sagacidad, a Pedro Sánchez, a Nacho Escolar, a Carmen Calvo, a Aznar, a Díaz Ayuso, a Mariano Rajoy, a García-Castellón, a Felipe González, a Manuela Carmena. Y a periodistas de vario pelaje que controlan periódicos impresos, hablados, audiovisuales o digitales.

Aunque tal vez fuera así durante los primeros años de la Transición, Pablo Iglesias sobrevalora a medios de comunicación y a periodistas. “Yo, como vicepresidente del Gobierno –escribe–, mandaba menos que Luis María Anson y Pedro J. Ramírez”. Especialmente sagaces son sus análisis críticos de Donald Trump y Javier Milei.

Enemigos íntimos es un libro muy bien y claramente escrito. Su interés no decae en una sola página. Y los lectores que quieran conocer la historia contemporánea deberán leerlo con la atención a un político que encarna la verdadera izquierda y domina la oratoria, un género literario robustecido por el Parlamento, la televisión y las plataformas.

Pablo Iglesias, en fin, pregona la necesidad de un referéndum. Monarquía o República. Pero eso es un sofisma. Lo primero sería definir de qué Monarquía o de qué República se trata. Si a mí me preguntan qué prefiero, la República de Finlandia o la Monarquía de Arabia Saudí, claro que prefiero la República finlandesa. Pero si yo pregunto a Pablo Iglesias qué prefiere, la Monarquía de Dinamarca o la República chilena de Pinochet, su respuesta me parece clara.

En 1978, el pueblo español votó abrumadoramente en referéndum nacional a la Monarquía como forma de Estado, pero se trataba de la Monarquía parlamentaria, la Monarquía de todos, con respeto absoluto a los derechos humanos, a la libertad de expresión, de asociación, de manifestación, a la cultura, a la afirmación de que la soberanía nacional reside en el pueblo, no en el Rey. Es decir, lo que los españoles votaron en 1978 fue una democracia pluralista plena.